Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una lluvia de desprecio a los políticos que empiezan las guerras

El sol se ha perdido irremediablemente en las aguas del Mediterráneo, y en casa de Kadija Murua nos sitia la oscuridad. Saco mi linterna y la sostengo con la boca al tiempo en que tomo apuntes de lo que me dice esta anciana que permaneció en su casa, sola, encerrada en la despensa, durante los 33 días que duró la guerra entre Israel y Hezbola.

El Líbano sufre brutales cortes de luz que dejan a la población en la penumbra durante horas. Una y otra vez escucho quejas contra el gobierno «corrupto» de Fuad Signora, ese político del que todos aquí se mofan por sus lágrimas durante la contienda bélica, por su inoperancia y cobardía. Los libaneses están hartos de tanta ineptitud, de la división entre los partidos cristianos, de la pugna entre los bloques el 8 y 14 de marzo que mantiene paralizado al país desde la muerte de Rafik Hariri en febrero de 2005. Aunque la mayoría saludó a Hezbolá después de la victoria contra Israel, lo cierto es que ahora también, a excepción de los chiíes, parecen cansados de Sayed Hasan Nasralá, del lenguaje de las armas. Quieren llevar una existencia normal, quieren que vuelvan los turistas, quieren que el país de los cedros comience a progresar de una vez por todas.

Cuando le pregunto cómo es posible que nadie la llevase a una zona más segura durante la guerra, Kadija me explica que tuvo cuatro hijos, dos de los cuales han muerto. El varón que continúa con vida es soldado. Se encuentra destinado en el norte del país. Y la otra hija, está casada y vive cerca de la ciudad portuaria de Sidón. Justamente desde esta urbe intentó mandarle un taxi al que le pagó mil dólares (los conductores cobraban fortunas por arriesgarse bajo las bombas para sacar a la gente de sus casas). Pero el coche no logró llegar, ya que las carreteras de montaña que conducen al pueblo en el que reside Kadija estaban devastadas.

Otra explicación que me da es que la gente se marchaba pero sin pensar que la guerra iba a durar tanto (lo que me recuerda a los palestinos en 1948, durante la nakba, que abandonaron sus casas pensando que estarían fuera unas semanas, y que aún no han logrado volver). Un sobrino, que vive en el mismo pueblo, le prometió que la vendría a buscar. Cuando regresó a su casa le dijo: “Lo siento pero no te puedo llevar, no hay lugar en el coche, trataré de volver más adelante”. Sin embargo, no lo hizo. Ahora ella no le habla.

La casa de enfrente fue alcanzada por un misil. Lo mismo que la vivienda contigua. Por lo que Kadija no sólo pasó la guerra sola, casi sin ver a nadie, sino que rodeada de los restos humeantes de las moradas de sus vecinos. Hecho este que acentuaba aún más su miedo. “Pensaba que el próximo misil me tocaría a mí y que, como tanta gente, moriría bajo los escombros”, me explica.

A los veinte días de haber comenzado el conflicto, escuchó voces en el jardín. Se asomó por la ventana y vio a varios jóvenes libaneses. Con desesperación, avanzó hacia la puerta y les pidió ayuda. Ellos le dijeron que no podían hacer nada en ese momento, pero que volverían.“Eran de la resistencia”, afirma. “Regresaron después de la guerra para disculparse por no haber venido. Recién entonces me enteré que en ese momento que los soldados israelíes habían llegado al pueblo. Si los jóvenes me lo hubieran dicho, me habría muerto de un infarto”.

En el camino de regreso a Tiro, mi hogar en este recorrido por los recuerdos de la guerra, nos detienen en media docena de puestos de control. Se supone que, siendo ya de noche, yo no debería estar en las rutas del sur del país, territorio de la FINUL y del Ejército libanés. Una y otra vez llaman al sanaka (cuartel) de la inteligencia en Sidón para comprobar mi identidad.

Mientras aguardo, un poco cabreado ante tantas demoras, pienso en Kadija. Me imagino en su lugar, encerrada en una despensa durante 33 días. Sola, desesperada, enferma, sitiada por la incertidumbre, sin saber, al carecer de radio o televisión, que sucedería allí fuera. Esperando, en definitiva, a que la muerte la alcanzara. «Aunque ya pasó un año de la guerra, todavía no oigo bien, mi salud se ha deteriorado», me dijo. Fueron unos periodistas libaneses quienes la encontraron el 14 de agosto, después del cese el fuego, en su casa y la llevaron a un hospital.

Cuando el año pasado veía con congoja a través de la televisión la guerra en Líbano, en aquellas pocas horas que por la noche encendían el generador del piso en el que vivía en Gaza – y que aprovechaba para escribir el blog y leer vuestros mensajes de amistad y apoyo, algo que nunca dejaré de apreciar y agradeceros -, fantaseaba con horror sobre cómo deberían haber vivido los últimos momentos esas familias que morían en los sótanos de sus casas, bajo las bombas. Me decía que era una forma brutal, desesperante, de perder la vida: encerrado, sin aire, en la oscuridad.

Comencé esta crónica hablando de las virtudes del periodismo. Y este es otro de los aspectos que más agradezco y valoro de esta profesión: que permite vivir mil situaciones, que te ayuda a ponerte en la piel de los demás. Y es en nombre de estas personas ausentes de voz, olvidadas, postergadas que vuelvo a repetir alto y claro para que no queden dudas: vergüenza de aquellos políticos que inician las guerras, que deciden que en nombre de sus ambiciones y estrategias de poder otros morirán, que se llenan la boca hablando de «terrorismo» cuando con sus acciones no hacen más que extender el terror, el horror, el odio. Una lluvia no ya de bombas, como la que padeció Kadija, sino de desprecio para todos ellos.