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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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La lucha contra la fístula en Etiopía (2)

Suman más de 25 millones las mujeres que en el continente africano padecen fístulas, un mal que en Europa y América se erradicó en el siglo XIX. Etiopía, con más de diez mil nuevos casos al año, se encuentra en el segundo lugar de la lista después de Nigeria. La razón: el bajo peso de las madres, la ausencia de atención médica y la malnutrición, lo que hace que el parto se complique y que el bebé termine por producirles una lesión entre la vagina y el recto y la vejiga que las condena al sufrimiento perpetuo, la incontinencia y el estigma social.

Una lesión que se puede reparar con una simple operación. Justamente es otra mujer la que junto a Becky Kiser está transformando la historia de este mal en Etiopía. Nominada en varias ocasiones para el Premio Nobel de la Paz, la doctora australiana Catherine Hamlin dio vida a un hospital especializado en fístulas, situado en Addis Abeba, en el que interviene a cientos de pacientes cada semana.

Hasta que Becky Kiser decidiera comprometerse con la realidad de las víctimas de la fístula, decenas de mujeres aguardaban en la calle a ser operadas debido a la extrema pobreza que padecían tras haber sido expulsadas de su aldeas. Mujeres rechazadas por el olor a heces y orines que cargan constantemente. Ahora, gracias a la labor de Becky, cuentan con dos hogares en los que reciben educación, protección y afecto mientras esperan al momento de la intervención quirúrgica.

“En esta sala aprenden a leer y escribir”, me comenta Becky, al tiempo en que me muestra uno de los hogares del proyeto Trampled Rose. “En esta otra les damos cursos de formación profesional para que en el futuro puedan valerse por sí mismas. Pero lo que más tratamos de hacer es brindarles cariño para que recuperen el amor por sí mismas, para que comprendan que no son culpables de lo que les ha pasado”.

Quizás se deba a su experiencia como vendedora de productos de belleza, o a su carácter extrovertido y de contagioso optimismo, pero lo cierto es que Becky ha sido extremadamente eficiente a la hora de golpear puertas y conseguir apoyos tanto de sus amigos y conocidos en Estados Unidos como de ONG e instituciones de ayuda humanitaria. En tres años ha recibido más de 250 mil euros en donaciones. Con el dinero de la embajada polaca compró las camas; con el de la representación diplomática francesa, las duchas, según señala un cartel colgado en la puerta de los baños. El gobierno etíope, que demoró tres años en darle los permisos para que comenzara a trabajar y que, en lugar de luchar por la fístula, lo que hace es tratar de que no se hable sobre la cuestión, hasta ahora no ha aportado ni siquiera un euro.

“El próximo paso será abrir pisos en donde las mujeres que no quieran volver a sus aldeas puedan llevar vidas independientes”, afirma Becky. “Y para más adelante, lo que estamos planeando es una gran campaña de educación. Queremos ir a la raíz del problema. Enseñar a la gente en las zonas rurales que las jóvenes no se deben casar siendo tan jóvenes, que eso pone en riesgo su salud”.

Las mujeres del hogar Trampled Rose han pasado la mañana en clase. Ahora llega la hora del almuerzo. De un lado las musulmanas; del otro, las cristianas. Según la tradición, no pueden comer la comida de la otra comunidad pues deben ser preparadas de formas distintas, por lo que el centro cuenta con dos cocinas. Llamativo que estas mujeres que tanto han sufrido permanezcan apegadas a semejantes costumbres.

Otra demostración de que, como bien señala Becky, lo que falta en Etiopía, el quinto país más pobre del mundo, es educación. Quizás, en lugar de gastar millones de euros en invadir Somalia, siguiendo los designios de los Estados Unidos, o de invertir cantidades ingentes de dinero en celebrar el año 2000, como sucederá en septiembre, o de encarcelar y torturar a su enemigos políticos, el gobierno de Addis Abeba debería dejar de vivir en la ilusión y orgullo del pasado imperial etíope y comenzar a trabajar por su gente. Especialmente, a favor de esas mujeres empujadas a la miseria y la exclusión como consecuencia de la fístula.

La fístula, estigma y marginación de las mujeres etíopes

Me despierta un extraño sonido en la noche. Abro los ojos. A mi lado una cabra mordisquea los resortes de la cama en la que he estado durmiendo. La echo dando un manotazo en el aire. Tiempo después, otro sonido me devuelve a la vigilia. Un joven y lánguido avestruz – un ser ciertamente desagradable: un plumero asido a un cuerpo hecho de cartílagos coronado por dos sorprendidos y grandes ojos como bolas de billar – me observa en medio de la penumbra. Doy un salto. El bicho se aleja instintivamente. Desvelado, observo la gente que duerme plácidamente a mi alrededor, los animales que caminan entre las camas puestas a la intemperie para mitigar el calor y la luna llena que resplandece sobre el cielo del desierto. Exhausto tras las doce horas de viaje desde Addis Abeba, desorientado, me pregunto dónde coño estoy.

En el patio de la casa de Valerie Browning, como buen hogar afar, conviven los animales y las personas en igualdad de condiciones, sin barreras ni límites. Se meten en la cocina, en los baños, sin que a nadie parezca importarle. Y como se trata de una mujer con un enorme corazón, la morada de Valerie también sirve de refugio para todas aquellos que vienen en busca de ayuda, ya se trate de ancianos enfermos, de mujeres abandonadas o de niños hambrientos.

Apenas llegamos de la capital etíope, Valerie me dio una habitación para dejara los equipos, y me recomendó que situara la cama fuera, al aire libre, junto al resto de las personas. Lo que no me advirtió fue de la pasión de las cabras por mordisquear los resortes y de los avestruces por observar con curiosidad y descaro a los visitantes extranjeros. Sin contar la multitud de insectos que se dedicaban a caminarme amparados por la oscuridad.

Duermo poco en esta primera noche en Logya, un paupérrimo núcleo urbano de los afar. Aún estoy extenuado tras el largísimo periplo que me condujo por Madrid, Londres, Nairobi y Addis Abeba hasta llegar aquí, al medio de la nada, a esta tierra desértica perdida en la frontera con Djibuti y Eritrea. Después de un breve baño con un cubo de agua de color amarillento y con aroma a orines de camello, me dispongo a desayunar. Pan con leche, el menú típico de los afar. De la nada aparece mi compañero nocturno, el plumero con patas, dispuesto a llevarse un porcentaje de mi dieta. Sólo el auxilio de quienes están a mi lado, que se ríen abiertamente de mi reacción cobarde y poco decidida, logra desalentar al animal.

En esta primera mañana de estadía en casa de Valerie, minutos antes de que partamos hacia el terreno para llevar ayuda humanitaria a las víctimas del cólera, noto la presencia junto a la puerta de mi habitación de una joven callada, de rasgos bellísimos, que evita mirarme a los ojos, y que permanece inmóvil sobre una esterilla de yute.

Con el paso de los días iré descubriendo su historia. Su nombre es Asia. Tiene 17 años de edad. Como muchas otras mujeres afar, al tratar de dar a luz a su hijo, la infibulación que le practicaron cuando aún era una niña dificultó el parto, que fue terriblemente doloroso y extenso. Duró más de un día. Al final, fue tanto lo que cortó la partera tradicional que terminó con provocarle una fístula, por lo que Asia no sólo perdió a su hijo, sino que ahora tiene serios problemas para contener sus esfínteres.

Llegó a casa de Valerie hace unos días y está esperando a que le den turno en el hospital de fístula de Addis Abeba para irse a operar. Cada vez que regreso de filmar en el terreno siento una profunda tristeza al verla en silencio, sola, sentada en la misma posición, sobre esa esterilla manchada y que desprende un acusado hedor. Así que me acerco a ella. Le regalo unas galletas que he traído conmigo desde Nairobi. Le muestro en el ipod los vídeos que he hecho para 20 Minutos. Poco a poco va surgiendo entre nosotros una suerte de relación, no de palabras, porque hablamos idiomas distintos y venimos de mundos distantes, pero sí de cierta complicidad, de gestos. Se ríe cuando el avestruz viene a coger mi desayuno y yo lucho patéticamente por espantarlo (algo que sucede a diario). Con fascinación observa cada cosa que hago, desde limpiar los equipos hasta tomar apuntes en el cuaderno.

Más de 150 mil mujeres padecen fístulas en Etiopía. Se las produce principalmente la temprana edad a la que tienen a sus hijos y la malnutrición. Un problema que en Europa se erradicó hace ya dos siglos. Por fortuna, la familia de Asia no la ha desterrado de la aldea, como suele suceder tan a menudo. Estas mujeres están siempre acompañadas de un olor a orines y heces que la gente asocia en Etiopía con una maldición. Como consecuencia, las jóvenes son estigmatizadas y rechazadas en su comunidades, por lo que terminan suicidándose o mendigando en las calles.

Justamente antes de venir a la tierra de los afar, pasé un día con Becky Kiser, otra mujer extraordinaria, que acoge en su hogar a esta jóvenes tan golpeadas por la vida. Les brinda protección, afecto, educación y las acompaña al hospital para que sean operadas.

En la próxima entrada narraré su historia y la de aquellas mujeres solas y marginadas a las que ayuda.