Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Banderas españolas en el sur del Líbano

En la puerta de su restaurante, situado en la carretera que conduce a la ciudad de Marjayun, Ismail no tiene colocada una bandera española, sino tres. Seducido por el olor de la carne que asa junto a la ruta, aparco el coche y me dirijo al lugar. “¿Por qué tienes tantas banderas españolas?”, le pregunto. “Porque España es un buen país, que está aquí para ayudarnos”, me contesta en medio del humo de los kebab.

En las misiones de paz, los soldados españoles tiene fama de saber ganarse a la gente. Muy a diferencia de las tropas estadounidenses que, a base de atacar innecesaria a las poblaciones civiles como en Faluya, o de cometer atrocidades como las de Abu Graib, poco tardan en ser vistas como fuerzas hostiles, arbitrarias, de ocupación y gatillo fácil. Por supuesto que la situación de unos y otros es muy distinta, y hasta las funciones que deben realizar, pero no por ello debe dejar de elogiarse, y de señalarse como ejemplar, el buen hacer y la calidad humana de las fuerzas armadas de este país.

En estos días de viaje por el sur de Líbano lo he comprobado. Si bien aquí hay soldados de Italia, Francia, Malasia, India e Indonesia, lo cierto es que la gran mayoría de las banderas extranjeras que he encontrado a mi paso son españolas. También ayuda a la buena relación de nuestra misión de paz y la población local, el despliegue de numerosos carteles que señalan las obras realizadas con el dinero de los españoles, y que están por todas partes. Como este anuncio, que subraya que la carretera pavimentada tras la guerra fue financiada por el Ministerio de Defensa.

En este sentido, vale la pena recalcar una vez más, como lo hice con tanta insistencia el año pasado durante de la guerra entre Israel y Hezbolá, y cuando las bombas en Gaza no dejaban de caer, la absurda política de la Unión Europa de mantener un cobarde e irritante silencio cuando empiezan los enfrentamientos para luego hacerse responsable de pagar las cuentas de la destrucción (así cómo la semana pasada pagó las facturas de la luz en Gaza, cuando fue Israel quien bombardeó la central eléctrica construida por Enron, en una medida de evidente castigo colectivo, el pasado año).

Como bien sabemos todos, ese dinero no se produce mágicamente sino que proviene de los impuestos que pagamos. No digo que deberíamos dejar de apoyar a las poblaciones empobrecidas por la guerra en el sur de Líbano, pero sí que deberíamos levantar la voz con énfasis y presionar cuando Ehud Olmert, Amir Peretz y compañía deciden arrasar un país, o la franja de Gaza, como consecuencia de una estrategia perversa e ineficiente: golpear deliberadamente a la población civil para que esta, a su vez, se vuelva contra los grupos armados como Hezbolá, Hamás o la Yihad Islámica. Ya lo dijo el gran periodista israelí Gideon Levy en este blog, «nuestros líderes tendrían que saber que cuando nos atacan a los israelíes nos volvemos más nacionalistas, y lo mismo sucede con los árabes».

Hasta Renaud Girard, cronista de Le Figaró, abiertamente pro israelí, se muestra crítico en su libro La guerra fallida de Israel contra Hezbolá. Se pregunta por qué Ehud Olmert y su gabinete no aguardaron unos días antes de atacar, por qué no buscaron el apoyo internacional, por qué se les calentó la boca y desvelaron con torpeza sus estrategias al enemigo (Dan Halutz afirmó que Líbano retrocedería 20 años en el tiempo; Amir Peretz, con los prismáticos tapados mientras observaba la zona de conflicto, dijo que Nasralá nunca se iba a olvidar de su nombre). Sin hablar de la comisión del juez israelí Winograd, demoledora para Ehud Olmert y sus nefastas estrategias belicistas.

Claro que la presencia de las banderas españolas no responden sólo al afecto de la gente, sino que también tienen un elemento comercial, son un reclamo para que los soldados paren en los negocios y gasten su dinero. El siguiente cartel, traducido seguramente al español a través de Internet (habría que hacer un estudio del curioso lenguaje que crean los traductores de la red), constituye un buen ejemplo.

“El Moulook Club UN garantisa la mejor experiencia en una discoteca pata todos los machachoc y muchachas de las Nasiones Unidas, presentamos et Mejor D.J. y uno de los mejores servidores en la ciudad de Beirut. Los esperamos todos los viernes por la noche”, reza este cartel de una famosa discoteca de la capital libanesa que, de haber querido ser escrito a drede con faltas de ortografía, no se podría haber hecho peor.

Continúa…

Viaje a la guerra del sur del Líbano

Un coche de alquiler. Al que Alí, empleado del viejo pero no decadente hotel Mayflower, lugar de encuentro de los corresponsales extranjeros durante la guerra civil, me ayuda a subir las maletas. Me despido de la gente de recepción y salto emocionado al asiento del conductor. Dejo atrás ese alojamiento varado en el tiempo. Ese edificio poblado de sombras, de arañas de cristal, de cortinas de raso y grandes cuadros con retratos de militares ingleses del siglo XIX.

Un buen mapa del Líbano. Exhaustivo, prolijo en nombres y carreteras, que me guiará hacia el sur del país. Mis primeros encuentros con el caótico tráfico del barrio de Hamra son menos complicados de lo que pensaba. La gente conduce sin respetar los carriles, sin casi anunciar sus maniobras. Pero lo hace de forma lenta, como una suerte de danza febril, en la que cada pieza encaja aunque parezca de puro milagro.

Las heridas de la guerra. Puentes destruidos, edificios devastados. La situación ha mejorado notablemente con respecto al año pasado, cuando tardábamos horas en llegar al sur, aunque Fadhi se obstinara en salirse de la carretera o en avanzar en dirección contraria con tal de ahorrar tiempo. Eso sí, algunas obras de reconstrucción siguen sin estar terminadas: el puente de entrada Sidón; el que cruzas antes de sumergirte en la carretera que transcurre entre las plantaciones de plátanos y que te lleva a Tiro.

Los símbolos de Hezbolá. Omnipresentes, insoslayables, que celebran su supuesta «victoria divina» contra Israel por todas partes, hasta en los barrios cristianos y los feudos de los seguidores de Rafik Hariri y el bloque 14 de marzo. En algunos lugares, como en la entrada a la carretera secundaria que cruza el río Litani y desemboca en Tiro, tras pasar dos puestos de control del ejército libanés, una lanzadera coronada por carcasas de kaytushas que aún hoy apuntan hacia Israel. Un recordatorio de que el Partido de Dios, según afirmó el año pasado Sayed Hasán Nasralá, tiene aún más proyectiles que antes del comienzo de la guerra que se extendió entre el 12 de junio y el 14 de agosto y que costó tantas vidas.

Veinte días de viaje. Para descubrir cómo se encuentra, a un año de la guerra, este sur devastado por las bombas. Me dirigiré a Bint Jbeil y Maruna Ras, epicentros de los combates cuerpo a cuerpo. También volveré a seguir a los desactivadores de bombas de racimo. Si todo va bien, hablaré con autoridades, con médicos, con víctimas, con miembros de la FINUL y con militares libaneses, desplegados finalmente en la región como consecuencia de la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU, aunque sin animarse a tocar a Hezbolá, ni ellos ni los soldados españoles, franceses o italianos que pululan con sus carros blancos a todas horas por la zona.

Tiro. Esta maravillosa ciudad de 200 mil habitantes que fuera hogar de los fenicios, los griegos y los romanos (aquí se encuentra el mayor hipódromo romano del mundo), y que tiene un aire definitivamente mediterráneo con su pequeño puerto de pescadores y sus plácidas callejuelas flanqueadas por casas de piedra que desembocan inexorablemente en el mar, será mi base. Desde el hotel Al Farná, en el que se alojaron más de treinta periodistas extranjeros durante el conflicto bélico, partiré en busca de las historias. Aquí me he parapetado con una pila de artículos de periódicos y varios libros como La guerra fallida de Israel contra Hezbolá del corresponsal de Le figaró Renaud Girard y The 33-Day War: Israel’s War on Hezbollah in Lebanon and Its Consequences de Michel warschawski y Gilbert Achcar (uno favorable a la guerra, y el otro, crítico). Contento, en buena medida, de haber regresado a este bellísimo país en mejores circunstancias.

Muchos interrogantes. Mientras conduzco me pregunto cómo será la situación en estos momentos. Y cómo la observaré con la distancia de once meses. Lo que encontré el año pasado después de la guerra me conmovió profundamente, me hizo sentir indignación, dolor. No comprendía cómo Israel, con el permiso del «mundo desarrollado», había golpeado de semejante manera a la población civil. Me parecía no sólo inmoral, sino estratégicamente absurdo, contraproducente, como bien señaló el informe del juez israelí Winograd. La campaña de castigo colectivo articulada por Ehud Olmert tras el secuestro del soldado hebreo Gilad Shalit, que narro en mi libro Llueve sobre Gaza, extendida y magnificada sobre el Líbano, sin distinción entre combatientes y no combatientes, entre chiíes, drusos, cristianos o sunníes. Todos pagaron por el secuestro de Hezbolá de dos soldados en la frontera aquel nefando 12 de julio de 2006. Y el Partido de Dios salió aún más reforzado que en el año 2000, tras la retirada de las tropas ocupantes hebreas.

Y un vídeo. Estas son las imágenes que filmé al recorrer el sur de Líbano a principios de octubre de 2006. ¿Cómo se verá la situación un año más tarde, ahora que el dolor de las víctimas ya no es tan evidente, ahora que este país intenta volver a ponerse de pie?