Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Agónica despedida del desierto

Me despierto sobresaltado. Veo a mi lado al conductor que maniobra bruscamente. Las luces de nuestro todoterreno iluminan a los coches que vienen en el sentido contrario, a las acacias que flanquean la carretera. Progresivamente perdemos velocidad. Nos sigue una suerte de traqueteo: el caucho del neumático reventado que una y otra vez se estampa contra el pavimento.

Parece como si algo tirase de mí y no me dejase salir de la tierra de los afar. Esta mañana el motor del coche que se negaba a arrancar, lo que demoró la partida hasta bien entrada la tarde. Después, un problema con el sistema eléctrico. Y ahora la rueda que, seguramente extenuada tras esta semana de travesías por el desierto, ha decidido dar por terminar su labor.

El conductor hace autostop y parte en un camión que viene de Djibuti en busca de ayuda. No sabemos bien dónde estamos. Sólo que nos encotramos en medio del desierto, y que aún varias horas de viaje nos separan del destino final: Addis Abeba.

Espero sentado junto al todoterreno, en esta tierra asolada por la miseria y la violencia. Escucho el susurro del viento que, seco y abrasador, corre por la arena. Me pego al coche para no llamar demasiado la atención de los eventuales conductores que pasan por la carretera.

Recuerdo lo vivido a lo largo de estos días de viajes por el desierto junto a los pastores afar. Esos hombres de dientes afilados, cabello en tirabuzones, que caminan orgullosos con sus enormes cuchillos en la cintura y sus fusiles AK47 colgando del hombro. A pesar de lo que se ha escrito sobre la beligerancia de este pueblo, lo cierto es que me recibieron con calidez y generosidad. Y que descubrí en ellos a una gente sufrida, acosada por el hambre, por el cambio climático, por el cólera y por la indiferencia del gobierno central etíope.

Una vida dura, a la intemperie, en un desierto en que las temperaturas pueden alcanzar los cincuenta grados, sin más alimentos que leche, pan y un poco de carne. Después de haber compartido su realidad durante apenas una semana me siento exhausto, deseoso de volver a un lugar limpio, acogedor, aunque sea Addis Abeba, que en mi imaginación vislumbro como la meca de la civilización, y no como la ruinosa capital del quinto país más pobre del mundo, así como el rancio y desvencijado hotel Imperial que saboreo como si se tratase del mismísimo Raffles de Singapur.

Cuatro horas de espera. El chofer aparece en una camioneta. Nos cambian la rueda. Los problemas con las luces, al igual que la lluvia, demorarán nuestra llegada a Addis Abeba, que tendrá lugar al alba. Una agónica despedida del desierto.

Escribo estas palabras en el hotel mientras me preparo para tomar el vuelo que me llevará a Kenia y luego a España. Una vez de regreso en Madrid comenzaré a escribir sobre estos días con los afar. Una experiencia fascinante, dura y aleccionadora.