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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El perverso legado de las minas antipersona en Afganistán

Afganistán es uno de los países con mayor número de minas antipersona del mundo. Desde el arribo de las fuerzas soviéticas en 1979, se han plantado de forma sistemática en todo el territorio. Inclusive hoy, los talibán las siguen usando para causar bajas entre las fueras de la OTAN.

El Programa de Acción de Minas en Afganistán (MAPA), estima que el 15% de la población, cuatro millones de personas, vive en unas dos mil comunidades en las que se encuentran minas. Un área aproximada de 700 millones de metros cuadrados.

Cada mes, este armamento, así como la munición no detonada durante los conflictos pretéritos, afecta a 62 afganos, de los que el 80% son varones menores de 20 años.

Si bien esto supone un descenso del 50% en relación a la tasa de hace un lustro, lo cierto es que también afecta indirectamente a cientos de miles de agricultores que no se animan a adentrarse en zonas de cultivos por miedo a encontrarse con estas municiones.

Pérdida nada desdeñable de potencial económico si consideramos que se trata del cuarto país más pobre del mundo y que el norte está sufriendo una brutal sequía.

Asimismo, el crecimiento exponencial de la violencia desde 2006 ha hecho que vastas zonas del sur y el este del país queden fuera del acceso de los equipos que se dedican a desactivarlas, y que cuentan con un presupuesto de 28 millones de euros.

Tras haberse sumado en 2002 al Tratado de Otawa, que prohíbe el uso y almacenamiento de minas antipersona, se estimaba que el país estaría libre de este armamento en el año 2013. Objetivo que hoy parece imposible de alcanzar.

Si hay algo perverso de esta clase de munición, no es sólo que persisten después de que terminan las guerras, y que tienen un poder indiscriminado que no discierne entre combatientes y civiles, además, quienes son mutilados por ellas ven sus capacidades mermadas a perpetuidad.

Se estima que en Afganistán hay más de 65 mil personas en esta condición. Personas a las que Alberto Cairo ayuda a través de los centros de la Cruz Roja.

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Alberto Cairo, dieciocho años en Afganistán

Vivió en Kabul bajo el gobierno pro soviético de Najibullah. Sufrió el arribo de los muyahaidines en 1992 y la guerra civil que destruyó la ciudad. Tiempos aquellos en los que, a pesar de las bombas y la parcelación de la urbe en infinitos puestos de control, salía a diario a buscar heridos.

Y luego, en 1996, cuando los acólitos el Mulá Omar lograron hacerse con el poder, siguió allí. “Tuvimos que separar a los hombres de las mujeres, pero pudimos continuar con nuestro trabajo a pesar de los talibán. Eran tiempos oscuros, tristes, donde parecía que la vida era en blanco y negro”, afirma.

Alberto Cairo es una de esas personas con las que a uno le gustaría hablar durante horas para tratar al menos de atisbar una ínfima parte de aquello de lo que fueron testigos, del fascinante bagaje histórico y humano que llevan consigo.

Sin embargo, y aunque hace 18 años que está en Afganistán, él intenta no referirse a sí mismo, y apenas lo consigue devuelve la conversación a la que ha sido su mayor motivación durante este tiempo: las víctimas de la guerra. Y, más en especial, aquellas que han quedado mutiladas como consecuencia de las minas antipersona.

Abogado de profesión, Alberto Cairo trabajaba en Torino. Pero a los 28 años decidió cambiar el rumbo de su vida. Estudió para hacerse fisioterapeuta y se sumó a la Cruz Roja. Primero recaló en Sudán. Y luego, en 1989, llegó a Afganistán.

Hoy dirige los centros que la Cruz Roja Internacional tiene en el país destinados a quienes sufren el impacto de las minas antipersona. Centros que no se limitan a colocar prótesis y dar rehabilitación, sino que van más allá: otorgan microcréditos para que estas personas puedan establecer pequeños negocios y ganarse así la vida.

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