Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Mahmud y los albores de un día en el desierto (despedida del Sáhara)

El runrún de la familia que entra y sale de la jaima, que prepara sigilosamente todo para el desayuno. Las voces de los vecinos que el viento arremolina, congrega y esparce por el desierto. Los haces que de luz se cuelan por la ventana, que reverberan en las paredes de lona de la tienda… Lentamente abandono el universo de los sueños para volver a la realidad. Otro día que comienza en esta llanura yerma y estéril como pocas en el planeta, a la que el escritor uruguayo Eduardo Galeano, con quien coincidí en estas tierras el año pasado, bautizó como «El desierto del desierto».

Sutilmente escindido de la vigilia, abro los ojos y descubro al pequeño Mahmud en un extremo del colchón. En silencio, con una incipiente sonrisa, me observa. Parece feliz de descubrir que al fin me he despertado. En esta familia dominada por las mujeres, ya que los hombres han tenido que partir en busca de trabajo, me he convertido para Mahmud en una suerte de referente, en un ídolo cuyos movimientos sigue e imita. Es un niño entrañable, que muestra entusiasmo por todo lo que le enseño, que parece provisto de una capacidad de fascinación sin límites.

Cojo un poco de agua de una jarra de plástico que hay en una esquina y me lavo la cara utilizando sólo la mano derecha, como me acostumbré a hacer durante los tres años que viví en la India. La jarra de plástico tiene debajo una plataforma que hace que cada gota que se derrama sea recuperada. En un lugar como éste el agua se transforma indiscutiblemente en el bien más preciado. El líquido sobrante es empleado luego para dar de beber a los animales y regar las plantas.

Al ver que ya me voy metiendo en las entrañas de este nuevo día, Mahmud avanza hacia otras de las esquinas de la jaima, donde tienen la sección de vetustos artículos electrónicos, y enciende una de las radios. Una música árabe, de voces rasgadas, tan parecidas a las del flamenco, aunque con un fondo armónico más limitado y repetitivo, resuena contra las paredes de la tienda.

Un día le puse a Mahmud los cascos del Ipod para ver cómo reaccionaba. A todo volumen, la pista número seis del disco Because Of The Time de los Kings of Leon (un álbum que os recomiendo fervorosamente, pues a mi modesto entender marca un punto de inflexión en la historia del rock). Al principio hizo una mueca de desagrado, como si le hubiesen dado de beber limón o leche amarga, como si se preguntase de dónde demonios había salido todo ese ruido, pero luego se fue acostumbrando al sonido de las guitarras distorcionadas, la bateria cadenciosa y el bajo hipnótico.

Tanto es así que empezó a sonreír y a marcar el ritmo con las manos contra la alfombra de la jaima. Tanto es así que el Ipod pasó a ser otra de mis posesiones que hizo propias y que cogía a todas horas, pasando de canción en canción sin que yo le hubiese explicado cómo funcionaba, con un ingenio que no dejaba de resultarme maravilloso. Lo mismo que sucedía con los libros que había llevado para leer en el desierto y que Mahmud, a pesar de no entender castellano, ojeaba concienzudamente a lo largo de esas tardes morosas, en que el calor nos obliga a permanecer recluidos en la jaima.

Fuera de la tienda el sol que cae a plomo, deslumbrante, inmisericorde, a pesar de que aún es temprano. La placa solar situada junto a al puerta capta la energía que luego permite que funcionen al menos durante unas horas la radio y la televisión.

Me lavo los dientes en silencio, absorto ante el magnífico paisaje. Muchas veces la vida encuentra sutiles equilibrios que creo que es importante reconocer. La situación de los saharauis en el desierto resulta sin dudas tediosa, exasperante, sobre todo por la falta de perspectivas, pero esto no quita que haya aspectos de su existencia cotidiana que, para quienes venimos de fuera, sean profundamente inspiradores.

Observo la vida que comienza en el campamento de refugiados de Dajla. Una mujer que ha ido a buscar agua. Unos niños que juegan en la arena. Gozan de un tiempo generoso que ya casi no tenemos en Occidente, cuentan con lugares de encuentro que nosotros hemos perdido en pos de esta carrera material que en tantas ocasiones no nos conduce más que a la soledad y la frustración.

Ahora es Mahmud el que me muestra los elementos que pueblan su universo personal. Un viejo neumático que hace rodar por la arena y que utiliza para jugar con sus amigos. Me lo pasa. Y yo, con el cepillo de dientes en la boca, lo empujo como si fuera también un niño.

Observo la realidad de los otros vecinos, que han cubierto su coche con una gran lona hecha de viejas mantas. También han empleado piezas de automóvil y tambores de petróleo para delimitar los confines de su jaima en este desierto en el que, a diferencia de Europa, cada objeto parece contar con ilimitadas posibilidades de resurrección.

Finalmente regresa Mahmud. Me dice que el desayuno está listo. En la distancia puedo oler el pan tostado, la mantequilla. Imagino el agrio perfume de la leche de camella que aquí todos saborean cada mañana.

Avanzo hacia la jaima. Me saco las sandalias, que sumo al atasco de calzados que se forma en la entrada, y me uno a la primera comida del día con esta familia que de forma tan generosa, sin esperar nada a cambio, me ha hecho parte de su realidad.

Continúa…