Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Infierno en el paraíso del Congo

Amanece en el lago Kivu. A los pies del vasto jardín de la casa en la que estoy alojado, descubro una presencia inesperada: un hombre que se ha colocado con su caña y que se ha sentado a pescar.

Por momentos, durante la noche, casi como un hecho predestinado, inevitable, había esperado la aparición en la casa de otros intrusos, mucho menos amable.

A lo largo de la cena, tanto mis anfitriones como sus amigos se habían dedicado a hablar de los ataques que están teniendo lugar contra los extranjeros. “Cada día se atreven más, se acercan más al centro de la ciudad”, me dicen. Hombres armados que entran a las residencias, atan a sus inquilinos y se llevan todo lo de valor.

La vivienda estrena alambres de espino y guarda. Este último tiene como única medida de defensa una larga vara de bambú y un nunchaku, por lo que resulta lógico preguntarse qué coño va a hacer si aparece una de las bandas armadas con AK47.

Para peor, cuando escuchamos una explosión cercana y nos dirigimos a la garita donde pasa las horas, lo encontramos durmiendo apaciblemente junto a una radio que crepita, que musita palabras en kisuwahili, y bajo una bombilla desnuda.

Todo lo que me cuentan sobre la realidad del Congo en la primera cena, recién llegado al país, parece negativo. El proceso de paz, que no ha hecho más que dar legitimidad a grupos armados que hasta ahora no la habían tenido. La situación humanitaria de los desplazados. Los abusos sexuales masivos. Los intereses que provoca el coltán y que en buena medida dicen que ampara estos abusos (me pasan una copia de un documental de CNN+ Francia titulado: Dans la sangue de nos portables).

Pero lo que más desgasta a mis anfitriones es la corrupción, de la que son víctimas, y que tiene a la República Democrática del Congo en un puesto destacado a nivel mundial. Parece que toda excusa es buena para una mordida, una tajada, a todos los niveles de la vida cotidiana.

Lo paradójico de toda esta situación es que se trata de personas que han venido aquí para tratar de dar una mano en el campo de la ayuda humanitaria, de la cooperación. “Tenemos la sensación de que no nos quieren, de que quieren que nos vayamos”, me comentan con desazón.

Contraste con Ruanda

Ya cruzar desde Ruanda al Congo fue un cambio extraordinario. El País de las Mil Colinas sorprende por el orden, por la pulcritud. No hay barrios de chabolas, ni mares de bolsas de plástico a un lado de la carretera, ni matatus que conducen a toda velocidad con la música saliendo a borbotones de los altavoces.

Ruanda parece la Suiza de África. Nadie avanza por la carretera a más de 80 kilómetros por hora. Resulta imposible ver un papel en el suelo. El pasado sábado, cuando llegué, era el día de la limpieza nacional. Miles de personas barrían las calles al tiempo en que la policía se cercioraba de que hicieran un buen trabajo (lo que también habla de los cuestionados métodos del presidente Paul Kagame).

Cada día más turistas desembarcan en Kigale. Viene a ver a los primates en los parques naturales. Y también al otro reclamo nacional: los memoriales del genocidio, que encuentro en cada ciudad importante a lo largo del camino hacia el Congo. Un camino, serpenteante, entre terrazas de té y modestas casas de madera que también tiene un aire a Nepal.

Del otro lado del puente de madera que separa ambos países, las carreteras están llenas de baches, flanqueadas de basura. Ya en la aduana, del lado congoleño, el caos se hace evidente. Sales de Suiza y vuelves a África. Al África más extrema, pasional y desorganizada.

Curiosidad por Congo

El sol se eleva sobre el lago Kivu. Me pregunto cuál será la realidad de este país al que aún no he podido salir a conocer. Me digo que quizás mis huéspedes sufran un síndrome de cansancio y desgaste muy común entre los expatriados, lo que los lleva a tener una visión negativa del universo que los rodea.

Pienso en lo que me han dicho sobre el lago: que contiene vastas acumulaciones de metano, y que a veces hay bolsas de este gas que explotan como consecuencia de los movimientos sísmicos y que matan a quienes viven en sus inmediaciones. Movimientos sísmicos que a lo largo de la noche hemos sentido en dos ocasiones.

Pero las palabras que más resuenan en mí acerca del lago son otras. “Si alguien se pusiera a bucear no encontraría más que cadáveres de la guerra”. Me imagino, y sin dudas se trata de una fantasía, el lecho cubierto de huesos de tantas personas que a lo largo de los años han muerto en el peor conflicto armado desde la segunda guerra mundial, y cuyas víctimas mortales superan los cinco millones.

Observo al hombre que pesca plácidamente junto ese lago que se supone pletórico de gases mortales y de osarios. Observo el maravilloso paisaje que me rodea. Una de las personas con las que hablé está escribiendo un libro. “Se va a llamar Infierno en el paraíso”, me explica. “Si miras a tu alrededor verás que esto parece el Edén, pero en realidad es un infierno”.

El día avanza templado, sitiado por la bruma. El hombre deja de pescar, guarda sus cosas y me saluda sonriente antes de partir. Me pregunto, con dudas, con sincera y acuciante curiosidad, cómo es la realidad que me espera más allá de la casa, los alambres de espino y el guarda que dormita con su oxidado nunchaku entre los brazos.