Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El compromiso moral de un médico en la guerra

El doctor Ibrahim Faraj habla de la guerra con pesadumbre, sin enfatizar su compromiso humanitario, su coraje. A medida que el relato progresa, mi admiración hacia él aumenta. Resulta un contraste abismal con esa otra parte del conflicto armado, cobarde, ausente de frenos morales, que se dedicó a bombardear objetivos civiles, a lanzar misiles desde las asépticas salas de control de los aviones no tripulados.

Un contrapunto que he descubierto también en otras guerras. La valentía de los conductores de ambulancias, de los miembros de la Defensa Civil, de los médicos de la Cruz y la Media Luna Roja, en contraposición al supuesto arrojo de los hombres de armas. Sin más defensa que un chaleco antibala, que el logo de una agencia humanitaria pintado a un costado del vehículo, se arriesgan en medio de las balas y los misiles para salvar a las víctimas. Y, por la lógica con que se están desarrollando los enfrentamientos bélicos en el siglo XXI, cada día sufren más ataques y bajas. En la guerra del Líbano, dos ambulancias fueron bombardeadas. En Gaza, como he narrado en este blog desde el terreno, las bajas entre el personal médico son algo cotidiano.

De los recuerdos que recupera el doctor Ibrahim de los 33 días que pasó en el hospital Hiram operando a las víctimas de la guerra, el que más me impacta es la del pequeño Nabil.

«La aviación israelí declaró una tregua de tres horas. Como no tenían coche, Nabil, su madre y su hermano cogieron sus maletas y partieron a pie hacia Bint Jbeil para ver si alguien los podía ayudar a huir», me explica el doctor Ibrahim. «Un helicóptero les disparó un misil mientras avanzaban por la carretera».

«Después de que los hirieran caminaron durante once kilómetros hasta llegar a un lugar donde les hicieron las primeras curas antes de traerlos aquí. Operé a los tres, a la madre, al hermano y a Nabil. Nabil era el que estaba en peor estado. La metralla le había perforado la mejilla», continúa.

«Este es él después de la operación», me dice con satisfacción. «Tiene seis años. Todos los meses me llama desde EEUU. Allí le dijeron que, como habíamos hecho un buen trabajo, no lo tenían que volver a operar. Se fueron del país sin nada, con lo puesto».

Desde el sur del Líbano, históricamente pobre y relegado, han salido miles de inmigrantes rumbo a África, Europa, Asia y América en busca de una oportunidad de progreso. Hay aldeas en las que el 70% de la población vive en el extranjero a lo largo del año y regresa para pasar las vacaciones (justo cuando comenzó la guerra del año 2006). El paisaje de la región, con sus grandes caserones y sus Mercedes Benz último modelo, habla de los emigrantes libaneses que prosperan en el extranjero y que mandan su dinero a casa. Se estima que el mundo hay ocho millones de libaneses, mientras que apenas cuatro millones residen de forma permanente en el país.

Eso explica que las evacuaciones de ciudadanos europeos y norteamericanos articuladas desde el puerto de Tiro fueran tan multitudinarias. Miles de personas con pasaportes de EEUU, Reino Unido, Canadá, Francia o Italia, tuvieron al menos la suerte de poder huir. Para los estadounidenses, como fue el caso de Nabil y su familia, se dio la paradoja de que los misiles con qye los atacó la aviación israelí fueran sufragados con el dinero de sus propios impuestos.

Rescatar a la propia familia

«El primer de guerra me llamaron del hospital. Bajé, operé a un herido, y volví a mi casa, que está a seis kilómetros, en Bazuyeh, el lugar donde nació Hasan Nasralá», me dice el doctor Ibrahim. «Volví a casa, comí, y me volvieron a telefonear. Entonces le pedí a mi mujer que me hiciera una pequeña maleta con ropa por si me tenía que quedar a dormir».

«Después no pude regresar, aunque mi mujer estaba allí con mis hijos. Y para mí, te lo digo, todo niño es importante, es como mi hijo. Por eso llevé con mi propio coche a Nabil hasta el barco. Por eso ahora me llama todos los meses desde EEUU. Pero escuchar a mi propio hijo que me llamaba por teléfono y me decía: “Papa ven a buscarme que no quiero morir”, fue una cosa deprimente, muy deprimente. Porque el no comprende por qué tú no lo puedes ir a buscar».

«Al final los fui a recoger con mi propio coche», afirma. «Me metí por las plantaciones de bananas, de naranjas. Era más fácil venir de Bazuyeh a Tiro, porque los israelíes decían, están huyendo. Pero yo tenía que ir en la dirección contraria. Y, además, no había carretera, la habían destruido».

«No era una guerra limpia, porque no existen las guerras limpias. Pero aquí no luchaban dos ejércitos. Aquí los israelíes bombardeaban las casas, las fábricas, las centrales eléctricas, las autopistas, los hospitales, las ambulancias, los coches. Era una guerra entre una gente indefensa y una potencia militar. Aquí cerca bombardearon una fábrica que hacía suero para los hospitales. ¿Por qué? A sesenta kilómetros al norte de Beirut bombardearon una fábrica de leche. ¿Por qué? Fue una guerra muy sucia».

«Mi mujer y mis hijos tienen pasaporte italiano. De la embajada me llamaban y me preguntaban: “¿Dónde están?”, “¿Cómo están?”, pero no venían a buscarlos. Tampoco lo hicieron los americanos ni los ingleses. Fui yo quién tuvo que llevarlos al puerto. Lo mismo que sucedió con Nabil, el niño estadounidense. Me llamaban y me decían: ¿Cómo está el niño? Y yo les pedía que lo vinieran a buscar, pero ellos me explicaban que tenían miedo, que era muy peligroso».

«Como te explicaba, era el último barco que partía con extranjeros desde Tiro. Se decía que los israelíes iban a ocupar el sur de Líbano. Y yo llevé a mi familia ese día, el 22 de julio. El embajador me decía: “Ven tú también”. Pero yo no fui. Subí a mi mujer al bote de goma, que los llevó hasta el barco. Iban más de cinco mil personas. Italianos, españoles, franceses, canadienses, estadounidenses. Mi obligación era quedarme aquí, con los heridos, por eso soy médico«.