Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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La danza de la muerte en Soweto

Avalon, el más grande de los cuatro cementerios de Soweto, presenta un aspecto caótico, desordenado. Las tumbas se suceden sin lógica alguna sobre la tierra rojiza. Es tal la cantidad de coches y autobuses que intentan ingresar, que frente a la entrada del campo santo se crea un multitudinario embotellamiento. Una vez que superan la puerta de acceso, los vehículos avanzan rápidamente entre las lápidas, en una suerte de alocada carrera, hacia el lugar donde serán enterrados los difuntos.

Jerry Marobjane, mi querido amigo y conductor, sostiene el volante con el abdomen mientras pasa los cambios con la mano derecha. El otro brazo lo perdió cuando luchaba para la organización La lanza de la nación, creada por Nelson Mandela para hacer frente al poder blanco. Una granada se lo arrancó de cuajo.

«Es el sida. Ya no hay lugar en los cementerios, no sabemos dónde poner a nuestros muertos», me explica Jerry. Los coches que maniobran bruscamente sobre el polvo me recuerdan a esos otros vehículos, en su mayoría BMW robados, que la noche anterior vimos también danzar sobre la tierra, aunque en otras circunstancias.

Se trataba de un concurso ilegal, en un centro comercial abandonado de Soweto, en el que los pilotos se dedicaban a hacer piruetas al tiempo en que la multitud fumaba y bebía en las gradas, moviendo los pies, meciendo las caderas, al ritmo de un hip hop ensordecedor, presa de una fervorosa ensoñación colectiva.

Cada vez que un coche se retiraba, varios jóvenes, sudados, pasados de copas, como todos los que estábamos allí, saltaban a la pista y bailaban ante los aplausos y gritos de los espectadores. La pasión de la vida que se despliega salvaje, irrefrenable, en este continente de extremos, pletórico de gratas sensaciones, de colores, de sonrisas, pero al mismo tiempo lóbrego, moribundo, enfermo.

Una vez que logramos superar la entrada del cementerio, Jerry también conduce a toda velocidad en busca del cortejo fúnebre que estamos acompañando. El cortejo fúnebre de Grace Madithopi, una joven de 27 años, madre soltera, que murió de sida hace unos días. Desde primera hora de la mañana hemos estado junto a los familiares, vecinos de Jerry, en este momento tan difícil, aunque no sin precedentes en Sudáfrica, donde más de 250 mil personas fallecen cada año a causa del VIH.

Dejamos el coche y caminamos. En todas partes parece haber grupos de personas que han venido a despedir a sus difuntos. Y los coches, como si una autopista pasase por el medio del cementerio, no se dejan de suceder. «Antes la gente rica, para evitar el atasco, traía a los muertos en helicópteros, pero el gobierno lo prohibió porque una persona falleció cuando la golpeó un ataúd», me dice Jerry.

Me siento un poco extraño caminando entre esas tumbas mal delineadas. Tengo miedo de pisar a algún difunto, así que me ciño a los pasos de Jerry, que parece saber por dónde avanza. Me sorprende encontrar botellas clavadas en la tierra, que son una forma de proveer al muerto del alimento necesario en su viaje al universo de los ancestros.

Llegamos a dónde están los vecinos de Jerry. «Robala ka khotso nare», dice el pastor, que quiere decir en sesotho, uno de los once idiomas oficiales que conviven en esta nación diversa como pocas: «descanse en paz». Llantos, exclamaciones de dolor, abrazos, y el ataúd que se pierde en la fosa.

La familia y los amigos de Grace se marchan. Le pido a Jerry que me de unos minutos más para sacar fotografías. Observo cómo los empleados del cementerio desarman rápidamente el arnés utilizado para bajar el féretro y lo colocan sobre el pozo que hay a su lado.

En cuestión de minutos, otro cortejo fúnebre, también multitudinario y sufriente, aparece de la nada. Los familiares bajan el ataúd de una camioneta. Y, una vez más, comienzan los llantos, los cánticos y las plegarias en esta interminable y polvorienta danza de la muerte.