Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Fumar pasta base debajo de un puente en Buenos Aires

Seguimos adelante con la investigación sobre la violencia en Argentina que emprendimos hace ya dos meses y que nos ha llevado a entrevistar a víctimas, policías, jóvenes armados, médicos, sociólogos, en escenarios tan diversos como barriadas marginales, cárceles, hospitales, mercados, talleres clandestinos.

Llega el momento de abordar una cuestión que muchos han señalado como clave: las drogas. No han sido pocos los que han dicho que el aumento exponencial de la violencia responde al consumo de estupefacientes, en especial de la pasta base de coca, a la que aquí se conoce como «paco», y sobre la que ya realizamos varias entrevistas y reportajes hace dos años en este blog.

Me cito con dos jóvenes consumidores de paco con un largo historial de delitos a sus espaldas. Vienen del barrio de chabolas conocido como 1-11-14, por el nombre de las tres “villas miseria” que al juntarse le dieron forma.

Esta barriada, la más grande y populosa de la ciudad de Buenos Aires – residen en ella 6.020 familias, el 21,66 por ciento del total de personas que viven en asentamientos en la capital – se encuentra en la avenida Perito Moreno, frente a la ciudad deportiva del club de fútbol San Lorenzo de Almagro, en el Bajo Flores. Una y otra vez escucho decir que es también la “villa más peligrosa», como consecuencia de los grupos de narcos peruanos que actúan en su interior. Casi la mitad de sus habitantes son extranjeros.

Espera y encuentro

Espero a los jóvenes debajo de un puente. Sé que se llaman Nicolás y Héctor. Sé que Nicolás, el más joven de los dos, acaba de salir de prisión por asalto con arma de guerra. Tiene 19 años. Antonio ha pasado por cuanto penal hay en la provincia de Buenos Aires.

El periodismo de a pie, en la calle, es ante todo esperar. Esperar a que te den una entrevista, una acreditación, un visado; a que te permitan entrar a determinado sitio, a que pase algo digno de mención. Paciencia infinita. Pero hay esperas y esperas. En esta zona de la ciudad, de pie debajo del puente y con la mochila y la cámara al hombro, paso igual de desapercibido que si me hubiese venido vestido de vaquero o de astronauta.

Miro sin mirar demasiado en todas direcciones para ver si aparecen de una vez. Vislumbro a dos muchachos que caminan por la acera de enfrente. Uno lleva una camiseta del futbolista Lionel Messi de la selección argentina y otro del jugador de balocensto Emanuel «Manu» Ginóbili. No asocio el atuendo deportivo con el consumo de paco, así que no les presto atención.

Sigo buscando, sigo aguardando. Pasa un carro tirado por caballos perteneciente a unos cartoneros. Pasa un patrullero rayado en las puertas y con un gran choque en la parte trasera. Ginóbili y Messi se plantan frente a mí. «¿Sos el periodista?», me pregunta uno de ellos. Asiento. «Somos Nico y Héctor». Me dan la mano. Brazos escuálidos, cubiertos de cortes. Mejillas hundidas. Ojos pletóricos de humo.

Los sigo a través un solar atiborrado de basura. Avanzan torpemente, dando tumbos. Los nombres de Messi y Ginóbili, estampados con grandes letras blancas, se arquean sobre sus encorvadas osamentas.

Foto: HZ

Madres contra el «paco» (2)

Isabel Vázquez entiende que el «paco» está causando estragos en Villa Lamadrid porque en los últimos años el barrio se ha ido hundiendo en la miseria y la decadencia como consecuencia de la crisis que tan duramente afectó a la Argentina.

“Antes esto no era así, la gente tenía trabajo, vivía humildemente pero con dignidad. Pero ahora hay mucha violencia, muchos abusos. Duermen cinco en una cama. El padre viene borracho y no sabe con quién tiene relaciones”, me explica.

De todas las casas que visitamos para recoger testimonios de la vida en el barrio, hay una sola a la Isabel no quiere entrar. Dice que está muy enfadada con la madre de la familia. Después me entero de la razón. Tenía una pareja que abusaba de sus hijos pequeños.

“Pusimos la denuncia y ella la sacó. Me dijo: ¿cómo voy a dar de comer a los pibes si él me deja”, afirma con enfado Isabel. “Yo creo que Chiqui, su hija, está enganchada al paco porque vio lo que ese tipo le hacía a sus hermanos y se quedó traumatizada”.

Los «pibes chorros»

La droga avanza debido a la ausencia de esperanza, de posibilidades de progreso, de la marginación. Ninguno de los jóvenes que he conocido en los días que he pasado en el barrio, ha terminado los estudios básicos.

Abandonan la escuela cuando entran a la adolescencia. Algunos comienzan a trabajar, pero la mayoría pasa el día en las angostas callejuelas del barrio. Van armados, beben, consumen drogas, se suman a la cultura de la violencia, “del aguante”, como ellos la llaman. Se la juegan en cada robo, en cada enfrentamiento con la policía, con jóvenes de su barrio, de otros barrios.

Las chicas forman parte de este submundo de cumbia, de revólveres calibre 38, como las novias, las amantes de los “pibes chorros”, y con muy pocos años, quince, dieciséis, diecisiete, ya se quedan embarazadas, ya empiezan a cargar con más y más niños.

Los tranzas (traficantes) saben quiénes están pasando necesidades. Entonces van y le ofrecen vender el paco en sus casas”, me explica Isabel. “Yo le decía a una vecina, Sandra, dejate de joder, que vas a «caer en cana» (ir presa). Y ella me decía que lo hacía por sus pibes. Ahora me pidió que le saliera de testigo en el juicio y yo le dije que no”.

Dar de comer

Isabel Vázquez tiene 50 años. Vino del Paraguay, aunque ya no le ha quedado rastro de acento guaraní. En la casa que era de su madre dirige la organización Manos Solidarias, cuya punta de lanza es un comedor con el que alimenta a unas 500 personas.

Es a través de este punto de encuentro diario con las mujeres del barrio, que conoce sus problemáticas, que intenta ayudarlas a salir a adelante, a encauzar a sus hijos.

Su socia en esta iniciativa es Alicia Romero. Por lo poco que pude que ver, Alicia, que es menos pasional que Isabel, le brinda un contrapunto más sosegado.

“A Alicia la conocí hace mucho tiempo, pero nos hicimos amigas cuando mi hijo cayó presó. Yo no quería ir a la cárcel a verlo. Yo no le enseñé a robar, pero Alicia, que tiene otra forma de ver las cosas me dijo: Andá a verlo que es tu hijo. Sino va a volver con más odio. Tenés que llevarle cosas y mostrarle que lo querés a pesar de todo».

Como otras madres

Isabel y Alicia se dijeron un día que no podían seguir viendo cómo los jóvenes del barrio perdían sus vidas a causa del paco. “Como las Madres de Plaza de Mayo, empezamos a salir marchar con carteles, en silencio, frente al kiosco que vendía paco”, me dice Alicia.

La primera marcha tuvo lugar en julio de 2006. A las siguientes se fueron sumando más y más madres hasta que las autoridades no pudieron seguir ignorando lo que todos sabían. La intervención policial tuvo lugar en noviembre.

“Un día llegaron varios policías y allanaron el lugar. Adentro había zapatillas, celulares, bicicletas que los pibes que consumían le había dado a los tranzas a cambio de droga”, señala Isabel.

El camino de vuelta

Claro que la desaparición del principal punto de venta de droga del barrio, al que los chicos se dirigían “como muertos vivientes”, no terminó con el problema, pero sí sirvió a Alicia e Isabel para que recibieran muchísimos apoyos, ya que los medios se hicieron eco de la historia, y las bautizó como las nuevas Madres del Paco (pues acciones similares había sido tomadas por otras mujeres en barrios de chabolas).

En el lugar donde estaba el kiosco de paco, que les fue otorgado por la Municipalidad, planean hacer un centro en el que brindar seminarios y cursos.

Mientras preparan su centro cultural, Isabel y Alicia intentan llevar a los chicos al CPA, para que recorran el camino hacia la desintoxicación. No es una labor sencilla. Primero, por el alto nivel de adicción que genera el paco, que rápidamente destruye la salud de los jóvenes. Después, por la presión del grupo, de los demás “pibes” del barrio.

“Cuando uno viene a hablar conmigo, los otros le dicen que es un «refugiado», un «gato» (policía). Inmediatamente queda fuera del grupo”, afirma Alicia.

Lo que han hecho es montar una cooperativa en la que pueden trabajar los jóvenes que salen de la cárcel y que no quieren volver a la droga. En el vecino mercado de la Salada, el más grande de América Latina, gestionan un aparcamiento.

¿Los padres del paco?

Asisto a una reunión entre la gente del barrio y los Ministros de Salud y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, que en sus primera semanas en el cargo se han acercado para escuchar, para conocer de cerca los problemas. Me sorprender ver que la mayoría de quienes se congregan en la maltrecha escuela local son mujeres.

“No tenemos hombres, ¿no ves? Todo lo hacemos las madres. ¿Por qué no hay padres contra el paco? Cuando el hijo sale torcido, el padre se desentiende. Le dice a la madre: Es tu hijo, tenés que hacerte cargo. Pero si el hijo le sale bueno, si estudia y es bueno, entonces sí es su hijo”, me dice Isabel.

“Los padres también dicen: Yo no puedo perder el tiempo, tengo que trabajar”, señala Alicia.

Una esperanza

No sé si la encomiable labor de Isabel y Alicia, en condiciones ciertamente precarias, con mucha buena voluntad pero quizás sin la capacidad organizativa necesaria, podrá transformar la historia del paco en ese lugar miserable y olvidado que es Villalamadrid.

Lo que sí ha hecho es mandar una señal de esperanza, de otra clase de «aguante» frente a la adversidad (que tanta falta hace en Argentina). Se puede hacer algo, se puede luchar contra la pobreza, contra la sensación de derrota que parece imperar en el barrio.

Un mensaje indispensable para la sociedad si se tiene en cuenta que el último estudio sobre consumo de «paco» entre los jóvenes de Buenos Aires, señala que el 42% lo hace de forma habitual.

Quizás pueda servir de aliento a Mara, esa madre de veintipocos años que en frente a su caseta me dijo que sabía que sus hijos, que ahora tienen dos y cinco años, cuando sean grandes muy probablemente terminarían enganchados al paco.

“Es algo con lo que una vive, viste”, afirmó mientras sostenía a la pequeña en brazos.

Gaza, en busca de un título

De fondo: un violín desafinado. El infatigable anciano que rasga las cuerdas con la esperanza de que algún conductor le de unas monedas. Sería un agradable hilo musical, si supiera tocar el instrumento. Pero lo cierto es que parece no tener idea de música, y las notas que enlaza de manera casual e imprevisible desafían los preceptos básicos de la armonía. Eso, o es un artista conceptual.

Lo cierto es que se trata de un hombre entrañable, que está en una situación muy difícil. Trabajar toda una vida para terminar solo, mendigando en una esquina, me parece sumamente injusto, una mierda. Por eso lo saludo con cordialidad al pasar a su lado, aunque cuando no logro escribir y escucho el ruido que hace de doce del mediodía a doce de la noche, a veces me sienta tentado de salir al balcón y tirarle cordialmente una maceta.

De oyentes involuntarios de los conciertos del anciano, las miles de personas que viven en los edificios de treinta, cuarenta plantas, que pueblan este barrio porteño. «Una ciudad de pie», como escribiera el genial Celine en relación a Nueva York, tan distinta en este sentido a Madrid, que yace recostada aunque sin demasiada placidez.

En primer plano, la mesa tras la que me he parapetado con todos mis bártulos. Los mismos que este año me han seguido a lo largo de los viajes, de hotel en hotel. Un poco confusos, huérfanos, acostumbrándose al cambio de horario, pero fieles. Los cuadernos, los recortes de prensa, los borradores, los libros con referencias útiles o no, el ordenador, la impresora, el disco de memoria, los bolígrafos, los informes de organizaciones de derechos humanos. Viaja ligero de equipaje, dicen los sabios. Tengo que trabajar, les respondo mientras avanzo por los pasillos del aeropuerto cargado de maletas.

Me vine a Buenos Aires para escapar de la locura de Madrid en fiestas, y terminar el libro sobre Gaza que parte de las entradas de este blog. Ante todo, un alegato contra el castigo colectivo, una denuncia de la tremenda situación que han vivido los civiles en el conflicto. Un recordatorio de tantas personas inocentes a las que he visto perder la vida.

Gaza durante la Operación Lluvia de Verano, día a día, con escasez de electricidad, agua, medicinas y alimentos. Paupérrima, desesperada, bajo las bombas que no cesaban, desgarrada por el dolor y la barbarie.

Hoy he llegado a la página número 100. La cima empieza a aparecer entre las nubes. Después vendrán las correcciones, la verificación de datos y el envío a la editorial para que salga publicado en marzo.

Ante la cercanía del final me inquieta no tener título. Acaricio unos cuantos, juego con ellos, repaso las páginas escritas para ver si encuentro alguna frase o expresión que me pueda dar una pista.

Y se me ocurre esta idea, quizás un poco egoísta, de escribir en el blog una entrada pidiendo títulos, una consulta a todos vosotros, que me habéis acompañado en Gaza, o que os habéis incorporado después, alguna sugerencia.

Esta es la foto que creo que debería ir en la portada. La historia de la menor de las hermanas Okal, una de las que más me han marcado en Gaza (aunque quizás sea demasiado dura, no sé).

Y los títulos que tengo en mente, y que no me terminan de convencer son: «El sitio de Gaza», «Muerte en Gaza», «El infierno en Gaza». Creo que la palabra «Gaza» debería ir.

Aunque también me atrae jugar con el nombre de la operación militar: Lluvia de verano. Por lo que quedaría algo así: «Lluvia de verano en Gaza», «Llueve sobre Gaza». No sé. Todo son dudas. Si no os parece un disparate, pido el comodín de vuestra amistad.