Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Empotrado con las tropas de EEUU en Afganistán

Me encontraba esta mañana en la Cruz Roja terminando un reportaje sobre víctimas de minas antipersona, cuando recibí una llamada de un oficial de prensa de las Fuerzas Armadas de EEUU en Afganistán. “Tengo buenas noticias, su solicitud ha sido aprobada, tiene que estar en la base de Bagram a las tres de la tarde”, escuché que me decía al otro lado de la línea.

Rápidamente volví al hotel, hice la maleta, pagué la cuenta y partí hacia la base de Bagram. La aprobación que recibí es para estar empotrado con una unidad entre cinco y diez días.

En la ruta que conduce de Kabul a Bagram: sol, viento, polvo, puestos de control de la ISAF, de la policía afgana. En algunas secciones: topadoras, camiones, que están construyendo una vía paralela, sólo para las fuerzas extranjeras, ya que se trata de un camino en el que se han producido numerosos atentados.

A lo lejos, las imponentes montañas que hablan de un Afganistán tan indómito como los nómadas kuchi, de la etnia pastún, que caminan por la estepa junto a sus animales, y que son las principales víctimas de las minas antipersona (la mayoría de lo que estaban esta mañana en la Cruz Roja eran kuchi).

A las dos horas de haber partido, finalmente Bagram, protegida por numerosas puertas, barreras, bloques de cemento y puestos de control. Aviones F16 que aterrizan, convoyes de humvees y vehículos blindados que pasan a toda velocidad. Y Amral, el conductor, y yo, que esperamos fuera a que nos venga a buscar el oficial de prensa. A nuestras espaldas, decenas de camiones que hacen cola para entrar con mercaderías.

Bagram, que tienen 13 mil soldados, parece una ciudad, con sus autobuses, sus tiendas y sus restaurantes: Burger King, Pizza Hut. Una ciudad militarizada en medio del desierto.

Otra perspectiva

Viaje a la guerra nació hace ya dos años con el objetivo de dar voz a las víctimas de los conflictos armados, porque creo que su realidad es la que mejor representa lo que significa el sinsentido de la violencia. Pero también porque en la prensa lo que suele primar son las declaraciones oficiales de los políticos, así como la visión de los militares, y lo que se encuentra en menor proporción es la visión de las mujeres, de los ancianos, de los niños, cuyas vidas se lleva por delante el poder.

En esta ocasión decidí que sería interesante también girar la lente y conocer a los soldados que están aquí (y que durante los dos últimos meses han sufrido más bajas que en Irak). Desde que he llegado a la base no he hecho más que hablar con ellos, especialmente en el espacio destinado para fumar, donde todo el mundo se ha mostrado amable y conversador.

Y espero que a partir de mañana, cuando salga al alba hacia la unidad con al que estaré “empotrado”, esta relación se haga más cercana, para conocer cómo ven la realidad, por qué están aquí, de dónde vienen, qué están haciendo, qué opinan del negativo progreso de esta guerra asimética.

Ahora vuelvo a la barraca donde estoy alojado, que se llama “Hotel California”. No sé si podré escribir este blog a lo largo de los próximos días. Haré todo lo posible, aunque me comentan que quizás ni siquiera tenga corriente eléctrica el lugar al que voy.

Creo que esta es una buena oportunidad para daros las gracias a todos, a los que estáis desde el principio y a los que os habéis sumado a lo largo del tiempo, por la compañía, la amistad y la complicidad. Por tantos mensajes, por tantas muestras de afecto. Es vuestra presencia la que sentido a esta iniciativa, a la que espero agregar, apenas sea posible, esta otra perspectiva, la de los soldados.

Mendigos, armas y burkas en las calles de Kabul

Backshish, backshish, paisa, repite como un mantra la niña que me sigue a través de la mítica Chicken street.

Backshish, backshish, paisa. Palabras que tantas veces he escuchado en las calles de la India y que ahora reverberan una y otra vez en las bocas de los niños que salen a mi paso en busca de una limosna, de un poco de dinero.

Su nombre es Palwashar. Tiene 10 años. Y viene del norte de Afganistán. Afirma que va a la escuela y que vive con su madre en las afueras de Kabul.

Aunque no lo dice, lo más probable es que su madre sea una de esas tantas mujeres de burka harapiento que levantan la mano en las esquinas, que también suplican a los transeúntes por un poco de backshish, por algunas paisas.

Mendigos

Afganistán ocupa el puesto 174 de las 178 naciones evaluadas por el índice de desarrollo humano de Naciones Unidas. Y en este primer recorrido por las calles de su capital me sorprende descubrir cuán patente se hace la miseria: multitudes de mendigos aparecen en cada intersección, en cada semáforo, para llorar unas monedas.

La otra característica, que también destaca en cada cruce de caminos, es la vasta presencia de hombres armados. No sólo policías y militares con oxidados AK47, sino también camionetas con ametralladoras dushka, de las que tanto gustaban los talibán.

El binomio que nunca falla: guerra y miseria. De la mano, inextricablemente unidas.

Armas

Un conflicto bélico que, al menos en Afganistán, parece estar enormemente burocratizado. Me frustra pasar la primera mañana en Kabul rellenando formularios que parecen multiplicarse, reproducirse, a medida que los voy completando.

Formulario para registrarse en la OTAN. Formulario para registrarse en la base de Bagram. Formulario para registrarse en la comandancia de la zona este del país. Y cada uno acompañado de exhaustivos datos personales, desde grupo sanguíneo hasta peso, además de unos párrafos de presentación personal y copias de artículos publicados.

A medida que pasan las horas empiezo a creer que Mark Schneider, analista del International Crisis Group, no se equivoca al afirmar en su último informe que uno de los mayores problemas de las fuerzas occidentales en Afganistán es la falta de coordinación. La ausencia de una política común. El hecho de que cada uno, ya sea la ONU, EEUU y la Unión Europea, vaya por libre.

Las calles de Kabul

A la hora de comer mando todo al carajo y me digo que ya está bien, que no he venido aquí para dedicarme a labores administrativas. Recuerdo la extraordinaria descripción que el periodista polaco Wojciech Jagielski hace de Chickent Street, y parto hacia allí.

Primer paso: sortear los dos portones con guardias armados que protegen la entrada de la pensión en la que estoy alojado. Alambres de espinos, fusiles, pistolas, detectores de metal. Segundo paso: dar con el taxi al que llamé por teléfono.

«Este es el Ministerio del Interior», me dice el conductor, que ha cubierto los asientos con trozos de alfombra, lo que hace aún más insportable el calor. «Este es el parque Share Now. Hay otro parque, pero sólo para mujeres. Usted no lo puede ver. Esta es Flower Street, traen cosas de Dubai. Películas indias. Y aquí está Chicken Street».

Las tiendas ofrecen antiguedades, y falsas antiguedades, provenientes de buena parte del territorio afgano. Ahmed, el dueño de «Ahmed Shop», me muestra sellos, relicarios, monturas de caballo, abalorios, teteras.

«Con los muyahidines sólo podíamos abrir de vez en cuando. Con los talibán nadie venía a comprar. Al menos ahora el negocio va bien», afirma antes de volver a tratar de venderme un fusil con incrustraciones de nacar que, según sus palabras, «podré llevar en el avión sin problemas».

Y yo me digo que, si volase con Pamir Airways hasta Madrid, esto sería sin dudas cierto, pero como no es el caso, mejor no intentarlo.

Burkas

«Junto a los gorros del Panshir, esto es lo que más vendemos», me dice Mohammed, en una tienda vecina. Se refiere a unas muñecas cubiertas por burkas. Un souvenir entrañable como pocos.

Fuera de la tienda, la realidad de esas mujeres que avanzan como espectros. «Las kabulíes no usan burka. Son las mujeres del campo, que vienen a la ciudad», me explica el dueño de la tienda en la que me he sentado a tomar un vaso de té.

Una realidad que me impacienta observar desde la distancia, tomando notas superficiales, y que espero poder comenzar a desgranar apenas termine con las gestiones burocráticas.

«Chicken street ya no es como antes», sostiene el dueño de la tienda de té mientras echa a los niños que se acercan para venderme mapas, para lustrarme los zapatos, para pedirme un poco de backshish. «Ahora las mejores antiguedades están en la base de Bagram. Allí han montado un bazar enorme para los soldados americanos».