Me despierta un extraño sonido en la noche. Abro los ojos. A mi lado una cabra mordisquea los resortes de la cama en la que he estado durmiendo. La echo dando un manotazo en el aire. Tiempo después, otro sonido me devuelve a la vigilia. Un joven y lánguido avestruz – un ser ciertamente desagradable: un plumero asido a un cuerpo hecho de cartílagos coronado por dos sorprendidos y grandes ojos como bolas de billar – me observa en medio de la penumbra. Doy un salto. El bicho se aleja instintivamente. Desvelado, observo la gente que duerme plácidamente a mi alrededor, los animales que caminan entre las camas puestas a la intemperie para mitigar el calor y la luna llena que resplandece sobre el cielo del desierto. Exhausto tras las doce horas de viaje desde Addis Abeba, desorientado, me pregunto dónde coño estoy.
En el patio de la casa de Valerie Browning, como buen hogar afar, conviven los animales y las personas en igualdad de condiciones, sin barreras ni límites. Se meten en la cocina, en los baños, sin que a nadie parezca importarle. Y como se trata de una mujer con un enorme corazón, la morada de Valerie también sirve de refugio para todas aquellos que vienen en busca de ayuda, ya se trate de ancianos enfermos, de mujeres abandonadas o de niños hambrientos.
Apenas llegamos de la capital etíope, Valerie me dio una habitación para dejara los equipos, y me recomendó que situara la cama fuera, al aire libre, junto al resto de las personas. Lo que no me advirtió fue de la pasión de las cabras por mordisquear los resortes y de los avestruces por observar con curiosidad y descaro a los visitantes extranjeros. Sin contar la multitud de insectos que se dedicaban a caminarme amparados por la oscuridad.
Duermo poco en esta primera noche en Logya, un paupérrimo núcleo urbano de los afar. Aún estoy extenuado tras el largísimo periplo que me condujo por Madrid, Londres, Nairobi y Addis Abeba hasta llegar aquí, al medio de la nada, a esta tierra desértica perdida en la frontera con Djibuti y Eritrea. Después de un breve baño con un cubo de agua de color amarillento y con aroma a orines de camello, me dispongo a desayunar. Pan con leche, el menú típico de los afar. De la nada aparece mi compañero nocturno, el plumero con patas, dispuesto a llevarse un porcentaje de mi dieta. Sólo el auxilio de quienes están a mi lado, que se ríen abiertamente de mi reacción cobarde y poco decidida, logra desalentar al animal.
En esta primera mañana de estadía en casa de Valerie, minutos antes de que partamos hacia el terreno para llevar ayuda humanitaria a las víctimas del cólera, noto la presencia junto a la puerta de mi habitación de una joven callada, de rasgos bellísimos, que evita mirarme a los ojos, y que permanece inmóvil sobre una esterilla de yute.
Con el paso de los días iré descubriendo su historia. Su nombre es Asia. Tiene 17 años de edad. Como muchas otras mujeres afar, al tratar de dar a luz a su hijo, la infibulación que le practicaron cuando aún era una niña dificultó el parto, que fue terriblemente doloroso y extenso. Duró más de un día. Al final, fue tanto lo que cortó la partera tradicional que terminó con provocarle una fístula, por lo que Asia no sólo perdió a su hijo, sino que ahora tiene serios problemas para contener sus esfínteres.
Llegó a casa de Valerie hace unos días y está esperando a que le den turno en el hospital de fístula de Addis Abeba para irse a operar. Cada vez que regreso de filmar en el terreno siento una profunda tristeza al verla en silencio, sola, sentada en la misma posición, sobre esa esterilla manchada y que desprende un acusado hedor. Así que me acerco a ella. Le regalo unas galletas que he traído conmigo desde Nairobi. Le muestro en el ipod los vídeos que he hecho para 20 Minutos. Poco a poco va surgiendo entre nosotros una suerte de relación, no de palabras, porque hablamos idiomas distintos y venimos de mundos distantes, pero sí de cierta complicidad, de gestos. Se ríe cuando el avestruz viene a coger mi desayuno y yo lucho patéticamente por espantarlo (algo que sucede a diario). Con fascinación observa cada cosa que hago, desde limpiar los equipos hasta tomar apuntes en el cuaderno.
Más de 150 mil mujeres padecen fístulas en Etiopía. Se las produce principalmente la temprana edad a la que tienen a sus hijos y la malnutrición. Un problema que en Europa se erradicó hace ya dos siglos. Por fortuna, la familia de Asia no la ha desterrado de la aldea, como suele suceder tan a menudo. Estas mujeres están siempre acompañadas de un olor a orines y heces que la gente asocia en Etiopía con una maldición. Como consecuencia, las jóvenes son estigmatizadas y rechazadas en su comunidades, por lo que terminan suicidándose o mendigando en las calles.
Justamente antes de venir a la tierra de los afar, pasé un día con Becky Kiser, otra mujer extraordinaria, que acoge en su hogar a esta jóvenes tan golpeadas por la vida. Les brinda protección, afecto, educación y las acompaña al hospital para que sean operadas.
En la próxima entrada narraré su historia y la de aquellas mujeres solas y marginadas a las que ayuda.