Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Morir bajo un puente en Calcuta

¿A cuántas personas puede entrevistar a lo largo de un año un reportero, como el que escribe estas palabras, al que le gusta bastante dar la lata? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Trescientas?

Sólo en una ocasión traté de contarlas. Fue al terminar de escribir este blog desde Gaza. Los heridos en hospitales, sus familiares, los médicos, enfermeros, milicianos, militares, portavoces varios, políticos, campesinos, viandantes, miembros de ONG, de organizaciones internacionales, formaban una vasta multitud de decenas de voces, de gestos, de miradas, que trazaban un retrato coral de la ignominia del bloqueo que aún hoy sufre el territorio palestino.

Supongo que se debe a este factor cuantitativo, y no a una suerte de alzhéimer precoz, que al repasar los cuadernos en busca de algún dato, o lo archivos fotográficos, me sorprenda al toparme con ciertas historias, tenga la sensación de que es la primera vez que me enfrento a ellas.

Pero hay entrevistas imposibles de olvidar. Y no me refiero a aquellas que se realizan a personalidades relevantes de la cultura o de la política, sino a las que emocionan profundamente. Aquellas que marcan, que se quedan arraigadas a pesar del paso del tiempo.

Una de ellas es la de Dipti Porchás, que realicé hace ya más de un año en Calcuta y que apareció en el vídeo publicado por este periódico. Di con la anciana por casualidad, en una lóbrega tarde de monzón, mientras trataba de mostrar cómo es la vida en las calles de esta ciudad.

Llovía, el sol se ocultaba y con el agua a la altura de los tobillos apareció Dipti para enseñarme su chabola, para quejarse de la constante inundación, para afirmar que estaba sola, que no tenía hijos. Las manos temblorosas, la voz quebrada.

Justamente por eso de que su testimonio se ha obstinado en vencer al olvido, regreso al barrio de Kalighat para ver cómo le van las cosas. Su vivienda hecha con cartones, plásticos y maderas está cerrada. Las vecinas me dicen que murió hace cuatro meses.

Siento pena, impotencia. Y quizás, por más duro que suene, hasta cierto alivio de que no siga allí, padeciendo unas condiciones de vida que son una afrenta para nuestra dignidad colectiva.

A partir de ese momento, de la noticia que me dan, intento averiguar quién era esa mujer de 62 años.