Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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La abuela más grande del mundo

Finalmente, Eunice Mahlangu se reúne con las abuelas que se han quedado al frente de sus familias como consecuencia del sida. Juntas, discuten estrategias para hacer frente a la difícil situación en que se hayan. Intercambian ideas, cuentan sus problemas. Cuando termina el encuentro, como sucede tan a menudo en África, algunas de las mujeres comienzan a cantar. Entonan una melodía profundamente nostálgica.

Eunice me presenta a Elizabeth, que en una miserable chabola de Soweto, sin luz, agua ni saneamientos, se ha tenido que hacer cargo del bienestar de sus 22 nietos y bisnietos tras perder en cuestión de tres años a sus cuatro hijas a causa del VIH. Al día siguiente la vamos a ver. Elizabeth nos recibe con una generosísima sonrisa. Viste bata verde y pantuflas. Es una mujer mayor, que ha tenido una vida larga y complicada, así que no siente la necesidad de arreglarse para recibir visitas.

Granny Elizabeth, como es conocida en el barrio, parece una mujer frágil, vulnerable, pero lo cierto es que por sí sola saca adelante a toda su familia. Con voz atiplada, casi inaudible, nos cuenta su historia. De una caja de cartón saca un atado de fotografías envueltas en un paño anaranjado y sujetas por una cuerda de yute. Las primeras imágenes que me muestra están descoloridas por el tiempo, son retratos en blanco y negro de cuando era joven y aún vivía en Ciudad del Cabo.

En las últimas descubro a sus hijas. Me conmueven especialmente las de sus funerales. Allí mismo, en la austera caseta de chapa y madera que la abuela construyó hace treinta años con la ayuda de sus vecinos, los féretros abiertos y la familia alrededor, acongojada, despidiendo al ser querido.

“Siempre pensé que tras haber trabajado durante tantos años tendría una vejez tranquila”, me dice. Las fotografías tiemblan en sus lánguidas y arrugadas manos. “Si sigo luchando es por mis nietos, para que ellos puedan salir algún día de aquí y llevar una vida mejor”.

La pensión de 400 rands (53 euros) que Elizabeth cobra por haber trabajado como asistenta doméstica para una familia blanca de Johannesburgo no les alcanza parar mucho. Cuando los niños tienen hambre y se comienzan pelear, la abuela coge su bolsa y se dirige a las casas de sus vecinos para pedirles algo de comida. Si no tiene suerte, va al mercado para ver si los comerciantes le fían algunos alimentos. No en pocas ocasiones se ve obligada a sentarse en la acera, abrir su bolsa y mendigar a los transeúntes.

Continúa…