Enrique Meneses, el periodismo como pasión
Darle la mano a Enrique Meneses, sentarse a su lado y escucharlo hablar equivale a emprender una suerte de viaje. Sobre todo si la conversación tiene lugar entre las pilas de libros, fotografías, cuadros y recuerdos de travesías por África y Oriente Próximo que se congregan en su piso de la calle Herrera Oria de Madrid.
Un periplo hacia algunos de los principales acontecimientos del siglo XX de la mano de un testigo de excepción, que estuvo allí, en primera persona, para retratarlos con su cámara. Pero lo que es más valioso aún, un viaje a la esencia misma de este oficio: la pasión por salir a la calle, por fatigar las fronteras del mundo en su caso, y contar historias.
“En la película de Benicio del Toro el que decía la frase era el Che Guevara, pero en realidad quien la dijo fue Cienfuegos”, sentencia sin pedantería, con la naturalidad de quien anduvo junto a los guerrilleros bajados del Granma en Sierra Maestra. “Yo dormía en una hamaca debajo de Fidel Castro, que me despertaba en mitad de la noche para preguntarme por las nacionalizaciones de Nasser. Gallego, cuéntame de Egipto, me decía. Un tema que le interesaba mucho”.
Recuerda que en aquellos tiempos el plástico era un invento reciente, al igual que el transistor, y que no se había llevado uno para protegerse de la tediosa lluvia. La figura de Castro, que fumaba a todas horas y que estaba suspendida sobre él en otra hamaca, era la única protección que tenía del agua.
De guerras y personajes ilustres
Y así sigue, saltando de tema en tema, con una memoria prodigiosa para los nombres, para los detalles. Un viaje, en este sentido, minucioso, vivo. De Camerún a la Siria de la República Árabe Unida, y de Egipto de la guerra del Sinaí a la marcha por el trabajo y la libertad de los afroamericanos hacia Washington encabezada por Martin Luther King (un reportaje que la revista Blanco y Negro tituló muy a su pesar «Amanecer negro sobre Washington»).
Los personajes históricos a los que conoció y retrató van más allá de Fidel Castro y el Che Guevara: el egipcio Nasser, el rey Hussein de Jordania, el rey Faissal de Arabia Saudí, el Dalái Lama, el sha de Irán Mohammad Reza Pahlevi, su mujer Farah Diba, Salvador Dalí, Martín Luther King, Mohammed Alí, Paul Newman.
A aquel legendario viaje que realizó desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo y vuelta de nuevo a El Cairo en 1953, le siguieron numerosas coberturas para medios que marcaron el conocimiento de generaciones como Life o Paris Match: la guerra de Rodesia, de Angola, de la independencia de Bangladesh, el asedio de Sarajevo.
Resumir sesenta años de carrera de un reportero no es fácil. Quizás resaltar su puesto al frente de Playboy, la serie “Robinson en África”, para TVE – un recorrido de 20 mil km, 112 días y 11 países con sus hijas Bárbara y Anne Isdabelle de 15 y 14 años, de protagonistas – y su vasta obra escrita, que comienza con aquel “Fidel Castro” (Ed. Afrodisio Aguado, 1966) y termina con “Hasta Aquí Hemos Llegado” (Ediciones del Viento, 2006).
No me llames maestro
Conocí a Enrique por primera vez hace unos años, en una conferencia que dimos junto a Alfonso Bauluz en la facultad de periodismo de la Universidad Complutense.
“Maestro”, le dije al estrecharle la mano, sin saber que me adentraba en el primero de los viajes que emprendería a través de su palabra y sus recuerdos. “No me llames maestro”, me respondió tan cordial como terminante, dando muestras así no sólo de cercanía, sino de que la pasión por contar historias de este periodista de 81 años sigue tan latente en su interior que siente rechazo a que lo idolatren, a que lo pongan en un pedestal y lo aparten del día a día de la información, que analiza y desmenuza desde su experiencia de forma periódica en su blog.
Desde aquel encuentro debo confesar que Enrique es el periodista de otras generaciones con el que más me identifico. Por eso, cuando Marta Molina me llamó para ofrecerme una entrevista conjunta para la revista Periodistas de la FAPE, para la sección llamada justamente “Dos generaciones”, no dudé un instante en decir que sí.
Elogio de la pasión
Y ayer, otra vez Enrique, en una nueva inmersión en tiempos pretéritos, me confirmó que es un espejo en el que me veo fielmente reflejado e inspirado. Sus anécdotas sobre las estratagemas para colarse en tal o cual país africano, son idénticas a las que sigo hoy: la sonrisa constante, las fotos del Barcelona (en su caso, del Espanyol), la creatividad para superar las barreras artificiales que dividen nuestro mundo, para llegar a la persona que se pretende entrevistar.
La necesidad imperiosa de estar, de salir a contar historias, sin preocuparse demasiado en cómo se pagarán las cuentas al volver, pues lo importante es tan allí, en el terreno. Es lo que nos justifica, nuestra razón de ser. La pasión por este maravilloso oficio por encima de cualquier otra consideración. Y es lo que transmite de manera enfática a cada joven periodista que se le pone en el camino. Coge un avión, vete, no pienses en la hipoteca, en ser un funcionario. Se un aventurero.
En este sentido, también me gusta escuchar a Enrique porque no cae en el lamento cansino, en el llanto y el tango irritante, con respecto a los cambios en la profesión. Los considera momentos extraordinarios, en los que están desapareciendo los intermediarios – los editores que te titulan los reportajes con engendros como «Amanecer negro sobre Washington» – y en los que los reporteros cada vez podemos establecer un diálogo más directo con los lectores. Una era riquísima en información, en oportunidades.
En eso también estoy absolutamente de acuerdo. No importa si es con Olivetti, con ordenador, con cámara de vídeo o de fotos; si desaparecerán los periódicos impresos o si terminamos comunicándonos sólo a través de tabletas y teléfonos. Lo que prima es el deseo irrefrenable por viajar, por estar con la gente y contar sus historias. La pasión por el periodismo.