Nos encontrábamos en una calle de Juba, ciudad del Sur de Sudán, retratando a un grupo de niños que jugaban junto a unas chozas, cuando un hombre vestido con uniforme militar se nos acercó y nos dijo en un inglés maltrecho y telegráfico: “¿Dónde está autorización para sacar fotos? Aquí no posible, fotos no”. Iba descalzo, tenía varios agujeros en la camisa y mientras se dirigía a nosotros nos apuntaba con un viejo y oxidado AK47.
Mi amiga, que tiene la mala leche de quien lleva años en la profesión, lo miró con desdén, guardó la cámara en su bolso Domke y se fue sin decir palabra.
Yo intenté razonar con aquel hombre. Le expliqué que estábamos allí para ayudar, que no intentábamos más que mostrar las consecuencias de cuarenta años de guerra en el sur de Sudán, y que eso los beneficiaba, pues los sacaba del aislamiento, de la reclusión y les abría las puertas al mundo.
Pero cuando vi que no entendía nada de lo que le decía, que lo suyo no era más que un acto de bravuconería, un intento por sentirse importante, poderoso, ante dos blancos, hice lo mismo: guardé la cámara en el bolso y me fui.
– Este lugar me saca de quicio. Te juro que hay días en los que me gustaría tener un arma para plantarle cara a estos hijos de puta – afirmó mi amiga, que avanzaba cabreada, dando grandes zancadas, pues es una mujer pequeña, enjuta, por el camino de tierra.
No se lo dije, pero yo había pensado lo mismo en varias ocasiones.
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En casi todas las culturas del África subsahariana existen rituales que marcan el pasaje de la infancia a la edad adulta. Suelen durar varios días. Y en ellos participa toda la comunidad.
En su magnífica autobiografía, El largo camino hacia la libertad, Nelson Mandela relata cómo en la adolescencia lo llevaron junto a otros jóvenes hasta un río, le hicieron sacarse la ropa y lo circuncidaron con un cuchillo. Después, en una gran fiesta, celebró con los miembros de su tribu, los xhosas, aquel ritual que demostraba que había dejado de ser un niño, que formaba ya parte del mundo de los mayores.
Los masai suelen practicar la mutilación genital a sus niñas y circuncidar a sus niños. También, en medio de grandes celebraciones. A partir de ese momento, las jóvenes pueden ser entregadas en matrimonio. Siguiendo la tradición, a cambio de las vacas que aporta el futuro marido (que puede llegar a tener hasta cinco esposas).
En el sur de Sudán, la tribu más numerosa es la de los dinkas. Ellos realizan cortes con la punta de una lanza en la frente de sus jóvenes (son tan profundos que les dejan marcas en el cráneo). Si el chico llora durante el acto, la familia lo toma como un deshonor.
En la celebración el muchacho recibe también la lanza con la que defenderá el mayor patrimonio de un dinka: sus vacas. Desde hace siglos, los dinkas se enfrentan a los nuer y los maridis por la posesión del ganado.
Cuando comenzó la guerra entre el norte y el sur de Sudán, cientos de miles de armas llegaron al país desde Etiopía, Kenia y Uganda. El enfrentamiento entre los dinkas y sus rivales pasó del sutil equilibrio de las lanzas a lo que varios periódicos británicos bautizaron como «la guerra de las vacas». No se sabe cuál fue el primer grupo que tuvo armas de fuego en su poder, pero lo cierto es que todos se vieron obligados a adquirirlas para poder defenderse, para mantener así la correlación de fuerzas.
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Con los años he aprendido que el tiempo es el mejor aliado del escritor. Mientras mayor es la distancia que te separa del evento que pretendes narrar, mejor sabes cómo debes hacerlo, qué descripciones y anécdotas tienes que utilizar. La memoria, más allá de su fragilidad, tiene la virtud de conservar los hechos más destacados, aquellos que seguramente serán más atractivos para tus lectores.
Ahora, mientras preparo mi inminente partida rumbo a Palestina, lo que más recuerdo de las dos semanas que pasé en Sudán son las difíciles condiciones de trabajo. La infinidad de ocasiones en las que algún hombre se me acercó con un fusil en las manos para increparme, para preguntarme qué estaba haciendo. La hostilidad que predomina en una sociedad en la que abundan las armas, en la que casi no hay ley ni Estado, en la que los traumas de cuatro décadas de guerra provocan constantes enfrentamientos en una gente que parece no saber relacionarse si no es a través de la violencia.
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Conclusión: otra lección sobre la guerra
Cuando las armas desembarcan en una sociedad, tienen un efecto devastador. El que se ha hecho con un fusil, lo utiliza para sacar ventaja del que se encuentra desarmado. Y entonces, éste, para defenderse, y para proteger a los suyos, se ve en la obligación de conseguir para sí mismo un arma.
En cierta medida fue lo que sentí al estar en Sudán (y lo que experimentó también mi amiga). Sin un arma, carecía de posibilidad alguna de diálogo, era constantemente ninguneado por todo aquel que se me cruzaba en el camino.
Por supuesto que nunca tendría un fusil o una pistola, pues, de haberlo hecho, debería haber estado dispuesto a utilizarlo. Pero sí logré comprender por qué, en los momentos de caos y desesperación, la población civil se arma rápidamente. Y lo difícil que resulta, una vez que se firman los acuerdos de paz, desandar ese camino.
Por esta razón resulta fundamental que los países ricos, principales responsables de la producción y venta, pongan límites al comercio de las armas. La ambición desmedida de las empresas, que inundan los mercados mundiales con sus productos, ha hecho que los precios cayeran drásticamente en los últimos años. Hoy, en África, se consigue un AK47 al mismo precio que un par de gallinas.
(Justamente comienza hoy en la sede de Naciones Unidas, en Nueva York, la segunda conferencia mundial sobre las armas ligeras. De sus buenos resultados depende que se ponga orden y control a este negocio. Requisito indispensable para que, de una vez por todas, empecemos a avanzar hacia un mundo más seguro y en paz. Si quieres hacer llegar tu voz a los gobiernos que hasta el 7 de julio debatirán sobre esta cuestión tan importante: pincha aquí).