Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Huérfanos del sida, una vida de ausencias y silencios

Cuando Milred se despierta todavía es de noche. Un poco somnolienta, distante de la realidad, enciende la lámpara de queroseno que siempre deja a un lado de la cama, se pone de pie, avanza lentamente hasta la esquina donde hay un cubo lleno de agua y se lava la cara frente a un espejo con la luna rota. Después extiende las sábanas, elige la ropa que se va a poner. Conmueven la meticulosidad de sus movimientos, el orden con el que mantiene sus pertenencias dentro de esta mísera chabola de paredes tapizadas de envases de cartón y suelo de cemento. Pero, ante todo, silenciosa, lóbrega, carente de compañía.

Más tarde, sobre una vieja estufa herrumbrosa se prepara el desayuno: un vaso de té y unos trozos de pan que sobraron del día anterior. Y, a las seis de la mañana, coge sus libros y, sin despedirse de nadie, cierra la puerta de la chabola con un aparatoso candado y parte rumbo a la escuela. Mientras camina por las callejuelas de su barrio, los rayos del sol comienzan a despuntar en el horizonte descubriendo el oscuro perfil de las casas de chapa y madera que pueblan Soweto.

Resulta desgarrador descubrir a una joven como Milred que, a los doce años de edad, no conoció a su padre y perdió a su madre y su hermana a causa del HIV. Una joven de sonrisa generosa y entrañable que debe valerse por sí misma para subsistir, para llenar los silencios y ausencias de su vida cotidiana.

Quizás lo peor de todo sea que la situación de Milred se repite a lo largo del continente africano. Doce millones de niños se han quedado huérfanos como consecuencia del sida. Muchos han sido acogidos por sus familiares directos. Pero otros están solos. Se levantan, se lavan la cara, se preparan el desayuno y siguen adelante a pesar de todo.

África es música

África es música. Los morteros de madera con que las mujeres muelen el grano marcan el latido del corazón de este continente. Y sobre esta cadencia hipnótica las voces dibujan melodías en los lugares más insospechados: la parada de un autobús, un camino perdido en la selva, la concurrida entrada a un barrio de chabolas. Toda ocasión parece ser propicia para manifestarse a través del ritmo y la armonía. Desde la alegría hasta el dolor se expresan aquí, como en ningún otro lugar del mundo, a través del lenguaje universal de la palabra cantada.

Esto es lo que pienso mientras el coche de la funeraria se detiene frente a la casa en que vivía Grace Madithopi Letsoalo y escucho de fondo a sus familiares, amigos y compañeros de iglesia que entonan una canción de gospel bella y desgarradora. A los 27 años de edad, Grace murió a causa de una repentina neumonía. Por supuesto, en los papeles, porque en realidad, como todo el mundo comenta y nadie afirma abiertamente, lo que la mató fue el sida. Y aunque esta enfermedad lleva años terminando con la existencia de los vecinos de este barrio de Soweto, los prejuicios y el miedo a la mirada ajena hacen que no se diga lo que todos saben.

Me dejo llevar por la música y llego hasta el patio de la vivienda, donde sobre el suelo de tierra han colado sillas de plástico y una tienda. Una voz honda, grave, lidera ahora los cánticos, a los que el coro y todos los presentes responden con un sentido “aleluya”.

Me ubico entre la gente, acompañado por Jerry. Observo el folio verde que me han entregado en la entrada con la foto y una sucinta biografía de Grace. “Segunda hija de los señores Letsoalo, empezó la escuela en el Moriting Primary School y la terminó en el Seana Marena High School. Más adelante obtuvo un diploma en catering. Alcanzó al muerte cuando trabajaba en el Centro de Atención Ratatong después de una breve enfermedad. Fue sobrevivida por sus padres, su hija y sus hermanos”, se lee en el obituario.

Otra vida truncada a causa del sida. Ilusiones, sueños, afectos, esfuerzos que han llegado abruptamente a su fin. Ya van más de 30 millones de muertos en África. Treinta millones de nombres, de rostros, de anhelos y deseos, que se han desvanecido como consecuencia del VIH. Esta maldita enfermedad cuya expansión poco preocupa al mundo, y que ha hecho descender la expectativa de vida en el continente a los 39 años.

El momento más emotivo de la ceremonia es cuando familiares y amigos recuerdan a Grace. “Cuán humilde y buena persona era, eso es lo que tenemos que recordar de ella”, afirma un joven de abrigo marrón.

Según Pía Díaz, corresponsal del periódico El País en Sudáfrica, que de forma tan generosa me ayudó a organizar el viaje, “el funeral es sumamente importante para los africanos, ya que es el momento en que el muerto se encuentra con sus antepasados y les habla acerca de los parientes que siguen con vida. Es el instante en el que puede interceder por ellos antes los ancestros”.

Jerry me señala a uno de los niños. “Es el hermano menor de Grace”, susurra. El rostro de desolación del pequeño lo dice todo, y me ayuda a comprender la dimensión humana de esta epidemia que por tantas razones – o sinrazones – se ha cebado con África.

Después se leen los mensajes escritos en las coronas de flores. El coro vuelve a entonar su elegía. Nadie canta como lo hacen los africanos, con esas voces profundas, sentidas, con esas melodías que se suceden y se enlazan y superponen de forma tan extraordinaria. África es música. Y mientras nos dirigimos hacia el cementerio de Avalon, donde será enterrada Grace, reverberan en mi interior los ecos del coro.

La danza de la muerte en Soweto

Avalon, el más grande de los cuatro cementerios de Soweto, presenta un aspecto caótico, desordenado. Las tumbas se suceden sin lógica alguna sobre la tierra rojiza. Es tal la cantidad de coches y autobuses que intentan ingresar, que frente a la entrada del campo santo se crea un multitudinario embotellamiento. Una vez que superan la puerta de acceso, los vehículos avanzan rápidamente entre las lápidas, en una suerte de alocada carrera, hacia el lugar donde serán enterrados los difuntos.

Jerry Marobjane, mi querido amigo y conductor, sostiene el volante con el abdomen mientras pasa los cambios con la mano derecha. El otro brazo lo perdió cuando luchaba para la organización La lanza de la nación, creada por Nelson Mandela para hacer frente al poder blanco. Una granada se lo arrancó de cuajo.

«Es el sida. Ya no hay lugar en los cementerios, no sabemos dónde poner a nuestros muertos», me explica Jerry. Los coches que maniobran bruscamente sobre el polvo me recuerdan a esos otros vehículos, en su mayoría BMW robados, que la noche anterior vimos también danzar sobre la tierra, aunque en otras circunstancias.

Se trataba de un concurso ilegal, en un centro comercial abandonado de Soweto, en el que los pilotos se dedicaban a hacer piruetas al tiempo en que la multitud fumaba y bebía en las gradas, moviendo los pies, meciendo las caderas, al ritmo de un hip hop ensordecedor, presa de una fervorosa ensoñación colectiva.

Cada vez que un coche se retiraba, varios jóvenes, sudados, pasados de copas, como todos los que estábamos allí, saltaban a la pista y bailaban ante los aplausos y gritos de los espectadores. La pasión de la vida que se despliega salvaje, irrefrenable, en este continente de extremos, pletórico de gratas sensaciones, de colores, de sonrisas, pero al mismo tiempo lóbrego, moribundo, enfermo.

Una vez que logramos superar la entrada del cementerio, Jerry también conduce a toda velocidad en busca del cortejo fúnebre que estamos acompañando. El cortejo fúnebre de Grace Madithopi, una joven de 27 años, madre soltera, que murió de sida hace unos días. Desde primera hora de la mañana hemos estado junto a los familiares, vecinos de Jerry, en este momento tan difícil, aunque no sin precedentes en Sudáfrica, donde más de 250 mil personas fallecen cada año a causa del VIH.

Dejamos el coche y caminamos. En todas partes parece haber grupos de personas que han venido a despedir a sus difuntos. Y los coches, como si una autopista pasase por el medio del cementerio, no se dejan de suceder. «Antes la gente rica, para evitar el atasco, traía a los muertos en helicópteros, pero el gobierno lo prohibió porque una persona falleció cuando la golpeó un ataúd», me dice Jerry.

Me siento un poco extraño caminando entre esas tumbas mal delineadas. Tengo miedo de pisar a algún difunto, así que me ciño a los pasos de Jerry, que parece saber por dónde avanza. Me sorprende encontrar botellas clavadas en la tierra, que son una forma de proveer al muerto del alimento necesario en su viaje al universo de los ancestros.

Llegamos a dónde están los vecinos de Jerry. «Robala ka khotso nare», dice el pastor, que quiere decir en sesotho, uno de los once idiomas oficiales que conviven en esta nación diversa como pocas: «descanse en paz». Llantos, exclamaciones de dolor, abrazos, y el ataúd que se pierde en la fosa.

La familia y los amigos de Grace se marchan. Le pido a Jerry que me de unos minutos más para sacar fotografías. Observo cómo los empleados del cementerio desarman rápidamente el arnés utilizado para bajar el féretro y lo colocan sobre el pozo que hay a su lado.

En cuestión de minutos, otro cortejo fúnebre, también multitudinario y sufriente, aparece de la nada. Los familiares bajan el ataúd de una camioneta. Y, una vez más, comienzan los llantos, los cánticos y las plegarias en esta interminable y polvorienta danza de la muerte.

Violencia, drogas y sida en Sudáfrica

Nos acercamos al centro de Johannesburgo con cierta cautela, ya que se trata de una de las ciudades más violentas del mundo. Montañas de basura, rostros amenazantes. Observo por la ventanilla del coche a una joven que duerme envuelta en telas raídas. Le pido a Jerry, el chofer, que se detenga.

El nombre de la adolescente es Thibekili. Huyó de su casa, en Soweto, porque su padre le pegaba. Lleva dos años malviviendo aquí, sobre estas baldosas mugrientas. «Por las noches vienen hombres y me violan», me dice entre lágrimas, asqueada de la realidad tan dura y miserable en la que se encuentra atrapada a los 16 años de edad.

Dos horas más tarde volveremos con una trabajadora social de la ONG Johannesburg Child Welfare para llevar a Thibekili a un centro que acoge a adolescentes adictas al crack. Paso a paso seguiremos su intento por abandonar el infierno de la calle y las drogas.

Es uno de los recuerdos más desgarradores que guardo del mes que pasé en Sudáfrica. Un mes en el que me sumergí en sus barrios más pobres y violentos. En el que fui testigo de cómo el sida termina con la vida de los adultos y deja a su paso legiones de huérfanos. En el que traté de comprender cómo el pasado de racismo y segregación de este país afecta su presente.

Os invitó a sumergiros conmigo en la realidad de la nación del arcoiris. Será un viaje virtual, porque en estos momentos estoy en Madrid preparando la presentación de mi próximo libro. Un viaje que realicé justo antes de comenzar a escribir para 20 Minutos y que, en buena medida, será para mí también un descubrimiento, ya que hay recuerdos y sensaciones a los que en este tiempo no he querido volver a mirar.