Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Desayuno en la jaima (despedida del Sáhara)

El desayuno está listo. Y a la jaima llegan vecinos, amigos e invitados eventuales como Mohamed, el joven profesor de escuela que me hace de traductor, y Sidbeihn, el responsable del todoterreno con el que me muevo por el desierto. Este último, antiguo conductor de tanques durante la guerra, se pone a preparar el té. Con enorme paciencia pasa la bebida de vaso en vaso hasta que coge el tono, el nivel de espuma y el calor justo para ser servida.

El ritual del té parece marcar el generoso ritmo de la vida social en el Sáhara. Apenas entras a una jaima lo primero que hacen es sacar el paño que cubre los vasos de cristal, avivar las llamas de fuego y comenzar a prepararlo. Suelen ser tres rondas. Dicen que la primera es de gusto amargo como la vida. La segunda, dulce como el amor. Y la tercera, suave como la muerte.

Dentro del ajuar saharaui, los utensilios del té constituyen la parte más apreciada y nunca se abandonan. Sidbeihn me muestra cristales de acacia – ese árbol de lánguidas ramas que se encuentra en toda la geografía del continente africano – y me dice que se los coloca no por el sabor sino porque sirven de antídoto para las picaduras de escorpiones.

Al mismo tiempo por la jaima circula un cuenco blanco con un líquido agrio y espumoso en su interior, leche de camella, que familiares, amigos, vecinos y visitantes eventuales comparten mientras el pan y la mantequilla se despliegan sobre las alfombras.

La convesación sigue irrefrenable. El turno de preparar el té le ha tocado a Fatimetu, una de las jóvenes de la familia, que con elegancia distribuye los vasos sobre la bandeja. Más gente entra y sale de la jaima. No hay prisas. Y todo el que aparece es bienvenido con esta hospitalidad tan propia de los habitantes del desierto por antonomasia, el pueblo saharaui, y que aún perdura en la cultura árabe como lo he comprobado en los cientos de tés, cafés e invitaciones a comer que me han hecho a lo largo del último año desde Gaza hasta Líbano.

Otra de las costumbres a las que hemos renunciado en el mundo rico: tener las puertas de casa siempre abiertas a las visitas, mantener estrechos vínculos con quienes nos rodean. Quizás sea porque nos han convencido de que no necesitamos a nadie, de que solos somos menos vulnerables, estamos más tranquilos y seguros, respondiendo así al ideal «individualista» sobre el que se asienta nuestra sociedad.

Quizás se deba a las prisas con las que vivimos, con estos trabajos que nos arrancan de casa al alba y nos devuelven exhaustos al atardecer. O a que nuestros vehículos de esparcimiento, como la televisión o la videoconsola, resultan sumamente alienantes. O a que los fantásticos micropisos que pasamos pagando cuarenta años nos obligan a tener que turnarnos para poder entrar al salón si cometemos la torpeza de invitar a más de un par de amigos al unísono.

Lo cierto es que hemos llegado al extremo de no saber cómo se llama la persona que vive en la puerta contigua, no nos interesa, y ni siquiera nos planteamos que tal vez algún día podamos llegar a necesitar su ayuda o su compañía. Una sociedad que se cree en la cúspide del desarrollo humano, que se considera un referente de valores para el resto del mundo, pero en la que todos los días salen noticias en los periódicos de ancianos que pasaron días muertos en sus casas sin que nadie se hubiese enterado, y en la que muchos de ellos transitan los últimos años de sus vidas en asilos, escindidos irreparablemente del afecto de sus hijos y nietos, como objetos incómodos, carentes de utilidad, en este parte del planeta en que la juventud parece ser otro de los bienes supremos.

Una realidad que nos convierte en un pueblo en extremo volátil, manipulable, ya que carecemos de las voz de la experiencia, del legado añejo de nuestros mayores, en franca contraposición a esa comunidad ideal, verdadera cima de la fraternidad y la justicia, que describía Tomás Moro en su Utopía.

Después del desayuno encuentro a Mahmud recostado contra el colchón en el que paso las noches. Como hoy es viernes no va a la escuela. «¿Qué quieres?», le pregunto al atisbar que algo espera de mí, aunque no sé bien qué. «¿El Ipod?», le digo señalando la mochila. «No», me responde meciendo la cabeza.

Una pausa en la que esboza una pícara sonrisa. «¿Entonces?», insisto. Y, sin pudor, extiende la mano hacia mi cámara de fotos. «Mira que la uso para trabajar, ten cuidado», le digo. Aunque ya es tarde, se la ha colgado alrededor del cuello y comienza a retratar a su familia y amigos. A partir de ahora las fotos del blog serán autoría de Mahmud que, os lo adelanto, es todo un talento, un incipiente Henri Cartier-Bresson del desierto…

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Mahmud y los albores de un día en el desierto (despedida del Sáhara)

El runrún de la familia que entra y sale de la jaima, que prepara sigilosamente todo para el desayuno. Las voces de los vecinos que el viento arremolina, congrega y esparce por el desierto. Los haces que de luz se cuelan por la ventana, que reverberan en las paredes de lona de la tienda… Lentamente abandono el universo de los sueños para volver a la realidad. Otro día que comienza en esta llanura yerma y estéril como pocas en el planeta, a la que el escritor uruguayo Eduardo Galeano, con quien coincidí en estas tierras el año pasado, bautizó como «El desierto del desierto».

Sutilmente escindido de la vigilia, abro los ojos y descubro al pequeño Mahmud en un extremo del colchón. En silencio, con una incipiente sonrisa, me observa. Parece feliz de descubrir que al fin me he despertado. En esta familia dominada por las mujeres, ya que los hombres han tenido que partir en busca de trabajo, me he convertido para Mahmud en una suerte de referente, en un ídolo cuyos movimientos sigue e imita. Es un niño entrañable, que muestra entusiasmo por todo lo que le enseño, que parece provisto de una capacidad de fascinación sin límites.

Cojo un poco de agua de una jarra de plástico que hay en una esquina y me lavo la cara utilizando sólo la mano derecha, como me acostumbré a hacer durante los tres años que viví en la India. La jarra de plástico tiene debajo una plataforma que hace que cada gota que se derrama sea recuperada. En un lugar como éste el agua se transforma indiscutiblemente en el bien más preciado. El líquido sobrante es empleado luego para dar de beber a los animales y regar las plantas.

Al ver que ya me voy metiendo en las entrañas de este nuevo día, Mahmud avanza hacia otras de las esquinas de la jaima, donde tienen la sección de vetustos artículos electrónicos, y enciende una de las radios. Una música árabe, de voces rasgadas, tan parecidas a las del flamenco, aunque con un fondo armónico más limitado y repetitivo, resuena contra las paredes de la tienda.

Un día le puse a Mahmud los cascos del Ipod para ver cómo reaccionaba. A todo volumen, la pista número seis del disco Because Of The Time de los Kings of Leon (un álbum que os recomiendo fervorosamente, pues a mi modesto entender marca un punto de inflexión en la historia del rock). Al principio hizo una mueca de desagrado, como si le hubiesen dado de beber limón o leche amarga, como si se preguntase de dónde demonios había salido todo ese ruido, pero luego se fue acostumbrando al sonido de las guitarras distorcionadas, la bateria cadenciosa y el bajo hipnótico.

Tanto es así que empezó a sonreír y a marcar el ritmo con las manos contra la alfombra de la jaima. Tanto es así que el Ipod pasó a ser otra de mis posesiones que hizo propias y que cogía a todas horas, pasando de canción en canción sin que yo le hubiese explicado cómo funcionaba, con un ingenio que no dejaba de resultarme maravilloso. Lo mismo que sucedía con los libros que había llevado para leer en el desierto y que Mahmud, a pesar de no entender castellano, ojeaba concienzudamente a lo largo de esas tardes morosas, en que el calor nos obliga a permanecer recluidos en la jaima.

Fuera de la tienda el sol que cae a plomo, deslumbrante, inmisericorde, a pesar de que aún es temprano. La placa solar situada junto a al puerta capta la energía que luego permite que funcionen al menos durante unas horas la radio y la televisión.

Me lavo los dientes en silencio, absorto ante el magnífico paisaje. Muchas veces la vida encuentra sutiles equilibrios que creo que es importante reconocer. La situación de los saharauis en el desierto resulta sin dudas tediosa, exasperante, sobre todo por la falta de perspectivas, pero esto no quita que haya aspectos de su existencia cotidiana que, para quienes venimos de fuera, sean profundamente inspiradores.

Observo la vida que comienza en el campamento de refugiados de Dajla. Una mujer que ha ido a buscar agua. Unos niños que juegan en la arena. Gozan de un tiempo generoso que ya casi no tenemos en Occidente, cuentan con lugares de encuentro que nosotros hemos perdido en pos de esta carrera material que en tantas ocasiones no nos conduce más que a la soledad y la frustración.

Ahora es Mahmud el que me muestra los elementos que pueblan su universo personal. Un viejo neumático que hace rodar por la arena y que utiliza para jugar con sus amigos. Me lo pasa. Y yo, con el cepillo de dientes en la boca, lo empujo como si fuera también un niño.

Observo la realidad de los otros vecinos, que han cubierto su coche con una gran lona hecha de viejas mantas. También han empleado piezas de automóvil y tambores de petróleo para delimitar los confines de su jaima en este desierto en el que, a diferencia de Europa, cada objeto parece contar con ilimitadas posibilidades de resurrección.

Finalmente regresa Mahmud. Me dice que el desayuno está listo. En la distancia puedo oler el pan tostado, la mantequilla. Imagino el agrio perfume de la leche de camella que aquí todos saborean cada mañana.

Avanzo hacia la jaima. Me saco las sandalias, que sumo al atasco de calzados que se forma en la entrada, y me uno a la primera comida del día con esta familia que de forma tan generosa, sin esperar nada a cambio, me ha hecho parte de su realidad.

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Creación, encuentro y fraternidad en el desierto del Sáhara

El Festival Internacional de Cine del Sáhara tiene la virtud de llevar la magia del universo cinematográfico a los refugiados que malviven en el exilio de la hamada argelina aguardando estoicamente a que el mundo cumpla de una vez por todas con las promesas tantas veces postergadas y les brinde la posibilidad de decidir sobre su futuro. Un encuentro especialmente significativo, fascinante, iluminador, para muchos niños y jóvenes saharauis que nunca antes habían tenido la posibilidad de ver una película en gran formato, proyectada sobre una pantalla.

Pero el Fisahara no se limita a situar a los refugiados en el rol de espectadores sino que va más allá y, a través de diversos talleres, les descubre los entresijos de ése mismo universo y los convierte también en participantes activos. Durante los cinco días que dura el festival decenas de niños y adolescentes tienen la posibilidad de asistir a cursos de guión, realización, animación, edición y radio.

Esta fantástica vuelta de tuerca de la iniciativa creada por Javier Corcuera, autor de películas documentales como Invisibles (2007), El mundo a cada rato (2004) y La guerrilla de la memoria (2002), la emparenta con proyectos que ya hemos visitado en este blog: la escuela de periodismo audiovisual del Observatorio das Favelas en el complexo Maré de Río de Janeiro; o Witness, la organización de Peter Gabriel, con base en Nueva York, que entrena a activistas sociales para que utilicen cámaras de vídeo para denunciar violaciones a los derechos humanos. Y se fundamenta en una idea crucial para cambiar los equilibrios de poder en el mundo: que esté en manos de los propios habitantes del Sur enseñar al resto del planeta su realidad, en lugar de que siempre sea la mirada de Occidente, tanta proclive a subestimar al otro, a caer en estereotipos, la que los retrate.

Una vez que termina el Fisahara las herramientas empleadas en las aulas quedan allí para que sucesivas camadas de estudiantes puedan aprender a filmar o editar, con lo que asimismo se van poniendo las bases para crear generaciones de narradores. En la ceremonia final de entrega de premios se proyectan los cortos creados por los alumnos. Resulta importante señalar que el festival deja también a su paso videotecas en cada uno de los campamentos.

Otro de los aspectos más estimulantes del Fisahara es que permite la convivencia de quienes llegamos desde el extranjero con los saharuis. Una posibilidad enriquecedora para todos, aunque, en lo personal, creo que el saldo más positivo queda en el haber de los que venimos de fuera. La templanza de este pueblo atrapado en el exilio, su capacidad para seguir adelante a pesar de todo y la sabiduría con que aprecia los pequeños gestos de la vida son lecciones de incalculable valor para nosotros que nos encontramos rodeados de tanta abundancia material que muchas veces perdemos perspectiva y nos ahogamos en un vaso de agua mientras ellos navegan con parsimonia a través de la más feroz y encrespada de las tormentas de arena.

Un partido en un polvoriento campo de fútbol: Sáhara contra el resto del mundo. Un enfrentamiento en el que un servidor, irremediablemente ajeno a los deportes y con sus 35 años demasiado gastados tras tantos periplos por el mundo, dio una imagen bastante lamentable en representación de este periódico. No sólo por la torpeza del desempeño, por esos balones a los que no acertaba a chutar, sino porque terminó dos veces en el suelo, con una pierna cubierta de sangre, y porque tuvo que abandonar, por falta de aire, a los veinte minutos de haber empezado a jugar (disculpen el salto a la tercera persona del singular en esta parte del relato, pero es así como nos expresamos los futbolistas de pro).

También los conciertos que tienen lugar durante la noche, y en los que participaron grupos como Amparanoia, Nur o la extraordinaria cantante saharaui Mariam Hassán, crearon lugares de comunión. Aunque las mejores experiencias, las más próximas y enriquecedoras, tuvieron lugar en las jaimas, junto a las familias que nos alojaron (más adelante escribiré en el blog sobre las fantásticas mujeres que me acogieron, y cuyas vidas merecen una descripción más pormenorizada).

Tras cinco días de convivencia con los habitantes del campamento de Dajla, el domingo, fecha de la partida, llegó acompañado de una acusada sensación de nostalgia. La entrega de premios, por la que las dos películas ganadoras, Hacia el mundo con tus ojos y Azur y Asmar, recibieron una camella blanca, marcaba el comienzo del fin. Los abrazos, el intercambio de direcciones, las promesas de mantener esos vínculos forjados en jornadas emocionalmente tan intensas.

Y, antes de partir hacia el aeropuerto en Tinduf, el manifiesto leído por los profesionales del mundo del cine. Un texto comprometido, agudo, crítico hacia la administración del presidente Zapatero y su política de anteponer los intereses comerciales con Marruecos al justo derecho de los saharauis de volver a sus tierras. Todo un símbolo de lo que se hace evidente cada verano, cuando ocho mil niños llegan a la península, o cuando toneladas de ayuda parten de nuestros ayuntamientos hacia el desierto: que la mayor parte del pueblo español no se olvida de los saharuis aunque sí lo haga su Gobierno.

El Fisahara es el único festival del mundo que tiene lugar en un campamento de refugiados. Sus organizadores dicen que esperan que la próxima ocasión se celebre en un Sáhara libre. En honor a esa gente maravillosa que conocí a lo largo de la última semana, y de las amistades que he forjado en viajes anteriores, no puedo más que desear con todas mis fuerzas que así sea.

Días de ilusión en las sórdidas arenas del exilio saharaui

Los niños del campamento de refugiados de Dajla corren emocionados, se empujan, buscan lugar frente a la pantalla. Sobre alfombras reverberantes de calor, pletóricas de polvo del desierto, se amontonan para ver la película que acaba de comenzar. Los ojos negros, de trémulas pupilas, bien abiertos, sorprendidos, hipnotizados frente a esas fascinantes imágenes que emanan del haz de luz del proyector.

Es la primera vez que van al cine en su vida. Y la emoción que experimentan resulta evidente. Estar a su lado, ser testigo de este descubrimiento tan extraordinario y de la forma en que lo viven, me recuerda a la India, donde las personas no sólo van a ver las películas sino que, en cierta medida, participan en ellas. Establecen una distancia mucho más próxima a la narración que nosotros. Aplauden cuando el bueno gana una pelea, gritan enfadados cuando el malo hace alguna putada. Bailan y cantan en el momento en que empiezan esas frenéticas coreografías bollywoodienses.

Y en el Sáhara, en estos primeros días de desembarco del universo cinematográfico en las arenas del desierto, niños y jóvenes comentan lo que sucede en el film, se levantan, van, vienen. Las sombras de sus perfiles se recortan en el haz de luz del proyector y aparecen en la pantalla sin que a nadie parezca realmente molestarle. Recostado a su lado, en esas mismas alfombras que nos abrazan con el calor que han acumulado a lo largo del día, tengo también por momentos la sensación de estar inmerso en alguna escena de Amarcord, la magnífica obra en que Fellini recuerda su infancia en Rimini. Y comprendo maravillado que aquí, donde los lazos comunitarios son tan férreos, tan determinantes para la supervivencia en medio de la aridez del exilio, el vínculo con la ficción no es individual como en Occidente sino más bien una experiencia de plácida ensoñación colectiva.

El arribo del cine a los refugiados saharauis, que hasta ahora no tenían más que algunos viejos televisores, de señal desdibujada y lluviosa, es consecuencia del Festival Internacional de Cine del Sáhara (Fisahara), una iniciativa del director Javier Corcuera que en este año celebró su cuarta edición. Y sobre las que ya os anticipó mi excepcional compañero de viaje y prestigioso guionista: José Ángel Esteban.

El Fisahara, que terminó el pasado domingo, dura cinco días, y comienza con una carrera de camellos que da el aldabonazo de partida, que despierta a los habitantes del campamento de refugiados del letargo y el tedio de la existencia en la hamada argelina. Esta cuarta edición tuvo lugar en la wilaya de Dajla, la más postergada y olvidada debido a su posición geográfica, por lo que su impacto en la vida cotidiana de sus 28 mil moradores fue aún mayor.

También contribuye a la sensación de gran evento, de hecho extraordinario, la participación de numerosos actores, directores y productores que intentan, con su presencia, convocar a los medios para alcanzar así el otro objetivo fundamental de esta iniciativa: llamar la atención al mundo sobre la situación del pueblo saharaui.

Este año han viajado a la wilaya de Dajla Carmelo Gómez, Silvia Abascal, Carlos Iglesias, Guillermo Toledo, Rosa María Sardá, Verónica Forqué, Juanjo Puigcorbé. Se han proyectado películas como Alatriste, El camino de san Diego, El laberinto del fauno, Salvador, Un franco 14 pesetas, La noche de los girasoles, Volver, Vete de mí, así como numerosos documentales.

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Mujeres saharauis, lucha y ejemplo

«La sociedad saharaui es matriarcal. Aquí somos las mujeres las que organizamos la vida, las que mantenemos unida a la comunidad», me dice Maima Mahamud, Secretaria de Estado de Asuntos Sociales y Promoción de la Mujer del Frente Polisario. «Algún día, cuando nuestro país alcance la libertad, las mujeres saharauis podremos ser un ejemplo no sólo para las otras naciones árabes sino para todo el mundo».

Maima Mahamud era apenas una niña cuando huyó de Dajla junto a su familia en 1975 para ponerse a salvo de la ofensiva marroquí articulada por Hassan II sobre el Sáhara Occidental. A diferencia de buena parte de sus vecinos, partió hacia el sur y recaló en la ciudad mauritana de Zuerat.

En 1978 su madre resultó herida en un ataque y su padre entró en prisión. Una vez más, empujados por el miedo y la desesperación, Maima y sus parientes se vieron obligados a cogerlo todo y salir en busca de refugio. Tras un interminable periplo arribaron al campamento de refugiados de Dajla, en la hamada argelina, como ya lo habían hecho miles de saharauis. «Fueron tiempos muy duros, los niños se morían de hambre, nos encontrábamos en la indigencia más absoluta», me dice.

Cuando tenía nueve años, en 1982, Maima fue elegida junto a otras 99 niñas para viajar a Cuba. «Estuvimos 24 horas en el aeropuerto de Barajas. Las autoridades españolas nos trataron mal porque no teníamos pasaportes, viajábamos con salvoconductos. No nos dieron de comer», señala.

Permaneció en la isla caribeña el resto de su infancia y toda la adolescencia, estudiando, preparándose para el futuro, con la idea insoslayable, a pesar de su corta de edad, de que volvería al Sáhara para luchar por la independencia de su pueblo. En poco más de un lustro Maima había experimentado tres veces el trauma del desarraigo: primero rumbo a Mauritania, luego hacia a Argelia y finalmente en Cuba, donde tuvo la posibilidad de regresar para ver a sus padres y hermanos sólo en una ocasión. Una niñez solitaria, marcada por la pérdida de todo asidero. Una vida condicionada por la ocupación marroquí, por el comportamiento inmoral e hipócrita de la comunidad internacional, por esos manejos y estrategias del poder que sin remordimientos se llevan por delante a la gente más postergada y vulnerable.

Desde que se reencontró finalmente con los suyos, en las sórdidas arenas del exilio, Maima comenzó a experimentar una honda preocupación por la situación de la mujer, ya que el 80% de las refugiadas carecía de posibilidades de continuar con los estudios una vez superado el nivel de formación elemental.

Fue por esta razón que creó en 1999 la Escuela de Mujeres de Dajla. Un proyecto piloto que sería replicado en los demás campamentos sahauis. El aspecto exterior del edificio que da vida a la escuela, de paredes descascaradas, erosionadas por el constante azote del siroco, contrasta con la actividad febril que se descubre en su interior, donde más de cien mujeres, de entre 18 y 55 años de edad, reciben formación en talleres de costura, informática, cocina y producción audiovisual.

Lo aprendido por estas mujeres se perpetúa muchas veces a través de pequeños emprendimientos que ponen en marcha con la ayuda de microcréditos, como la única pizzería del campamento de refugiados, a la que me dirijo algunas noches para encontrarme con amigos y que es todo un éxito entre quienes venimos del extranjero al Sáhara.

Quizás sea debido a los innumerables momentos difíciles que ha tenido que superar a lo largo de su vida, pero lo cierto es que Maima, aunque se muestra como una mujer sumamente amable, cálida y sonriente, habla de forma terminante, sin mostrar fisuras en sus ideas y sin hacer compromisos políticos. A sus 33 años parece poco dispuesta a las concesiones innecesarias.

«Tenéis que recordar que nosotros también éramos españoles y que, mientras vosotros habéis progresado en estos treinta años, nosotros nos hemos quedados estancados en la miseria y el olvido», afirma Maima. «Somos un pueblo noble y bonito que no se merece lo que le pasa”.

Con respecto a la mujer, el eje de su lucha, Maima sostiene que en el Sáhara se ejercita una versión del islam que debería ser tomada como paradigma. «Aquí no hay violencia contra nosotras, al contrario: vivimos en un clima de tolerancia y libertad».

En el marco del Festival de Cine del Sáhara, que ha tenido lugar a lo largo de la última semana, tuve la oportunidad de ver actuar a otra extraordinaria dama del desierto, la cantante Mariam Hassán, acerca de la cual os escribirá quien realmente sabe sobre estas cuestiones, José Ángel Esteban, compañero de lujo en esta inmersión en el complejo universo del exilio saharaui, tan latente de maravillosas lecciones por aprender, de inspiradores ejemplos de vida, como desgarrador y frustrante…

Los pulmones del desierto

Retomo la narración donde la ha dejado mi buen amigo José Ángel Esteban, en esta suerte de historia a cuatro manos que estamos entretejiendo desde el Sáhara. Los ecos de la antigua Villa Cisneros, el anochecer en el desierto y las pequeñas manos de Lala en la penumbra.

Supongo que ha sido la sucesión de viajes la que ha que mi cuerpo se descompense y que me cueste tanto dormir a pesar del cansancio. Sin embargo, debo confesar que ayer a la noche me lo tomé con calma, y hasta como un regalo, ya que mientras la familia dormía en la jaima silenciosamente cogí una manta, salí y me tiré sobre la arena a observar las estrellas, fascinado, una vez más, carente de palabras, ante la profusión y diversidad de luces que poblaban el firmamento.

Una ducha rápida – un cubo lleno de agua y una jarra – en la breve habitación de adobe que sirve como baño a la familia con la que vivo. Un desayuno basado en pan casero, de gusto ligeramente ácido, un poco de mantequilla, café con leche de cabra. Y después, aprovechando que es temprano y que el calor aún no aprieta, una larga y reconfortante caminata hacia la casa del doctor Brahim Maatala, que ayer se ofreció a hablarme de la situación sanitaria en el Sáhara.

Como muchos otros saharauis, Brahim estudió en Cuba. Llegó allí cuando tenía 15 años de edad y se quedó durante más de una década hasta graduarse de médico. A lo largo de ese tiempo no vio a su familia.

Regresó al Sáhara en el año 2005. Es uno de los cuatro médicos que hay en el campamento de Dajla (que cuenta con 28 mil habitantes). El hospital presenta un aspecto cuidado. Y, como hoy es viernes, no se percibe demasiado ajetreo. Ibrahim pasa consulta cuatro días por semana. Ve a unas cincuenta personas por jornada.

«Las principales enfermedades son diabetes, hipertensión arterial, alergia ocular, bronquitis asmática, gastroenteritis y anemia», me dice en su castellano de entonación árabe-caribeña. «Males relacionados con la dureza del lugar en el que vivimos».

Según me explica: el polvo que impera en el desierto, que todo lo cubre y complica y transforma, es el que afecta a los pulmones. El polvo y el sol son los que dañan la vista de gran parte de los saharauis. La alta presencia de metales en el agua es la que produce hipertensión. La poca calidad de esta última, que se saca de pozos y que se almacena en lugares a la intemperie, favorece la difusión de parásitos. También la magra dieta de este pueblo empujado al exilio, que vive en base a harina, verduras y carne de camello o cabra, se encuentra directamente relacionada con la anemia que prevalece en esta parte del mundo.

Avanzo al terreno personal y le pregunto a Ibrahim por el regreso al Sáhara después de Cuba: ¿le costó el cambio? ¿Le fue difícil pasar del mar, la libertad sexual y la multitud de oportunidades, al desierto, la férrea moral del islam y la ausencia absoluta de perspectivas profesionales?

«Siempre supe que iba a volver. Aquí está mi familia. ¿Qué hay mejor que la familia? Este es mi país. Debo mucho a esta gente, que es mi gente, por eso regresé apenas terminé la carrera. Claro que me enamoré en Cuba y que la vida era muy distinta, pero tenía que venir aquí para luchar por lo que es mío y de todos los saharauis».

Una enfermera nos interrumpe. Acaba de llegar un paciente con una aguda crisis respiratoria. Abre la boca, le cuesta respirar. Ibrahim lo revisa y ordena el ingreso. Otra muestra de la dura vida en el desierto, no sólo como consecuencia del tedio, de la falta de perspectivas de progreso, sino por su efecto en el físico, en la salud.

José Ángel Esteban, que llega más tarde al hospital escuchará otra versión, descubrirá otra forma de entender el impacto sobre la salud de este lugar en el que la tierra es aún más vasta que el cielo…

Desembarco en el Sáhara

Una noche de vuelo interminable. Primero la ciudad argelina de Orán, después Tindúf. En esta última nos acoge un aeropuerto silencioso, ausente de viajeros, en el que un par de soldados somnolientos nos sellan los pasaportes.

Y luego, tres horas en camioneta en dirección al sur, hacia las fauces del desierto del Sáhara, dando botes sobre la piedra y la arena, inmersos en el polvo, mientras el sol despunta magnánimo en el horizonte.

Regularmente paramos para estirar las piernas y fumar. La visión del cielo plagado de estrellas resulta sobrecogedora y nos hace reflexionar, al tiempo en que apuramos nuestros cigarrillos, sobre la extraordinaria belleza de la que nos privamos al vivir en ciudades.

Llegamos al campamento de Dajla, el primero de los creados por los refugiados saharauis. Son las ocho de la mañana. Estoy extenuado. Desayuno junto a la familia de la haima en que me alojo y me sumerjo en un profundo sueño. El calor y las moscas me sacan por instantes a una confusa y polvorienta vigilia.

Al cansancio del viaje desde Sudamérica se suma la fatiga de esta nueva travesía. Duermo hasta la tarde sobre unas mantas. Tengo sueños confusos, extraños. Me despiertan las voces de unos niños que juegan próximos a la haima. Esos niños que tienen como campo de esparcimiento al desierto del Sáhara, con su tiempo generoso, sosegado. Uno de ellos tira de un coche que se ha hecho con alambres. El resto sonríe y corre a su lado. Todo un símbolo de la creatividad ante la pobreza, de la irrefrenable pasión de la vida ante la adversidad.

Me cambio y parto hacia la sede del Festival del Cine del Sáhara, la maravillosa iniciativa que nos ha traído aquí, la excusa que justifica nuestra presencia, para compartir con los saharauis su día a día, para aprender, para dar testimonio de la trampa en que se encuentran.

Voy en busca de buenos amigos a los que sabía que iba a encontrar aquí, entre ellos, mi compañero de periódico, a quien siempre leo con admiración, José Ángel Esteban, y a quien le pediré que siga con la narración…

Aminetu Haidar, víctima de torturas en las cárceles de Marruecos

Durante la lectura del libro Sufrían por la luz me acompañó una constante sensación de asfixia, ansiedad y reclusión. En esta obra, que destaca por el halo poético que impregna su prosa, el escritor tangerino Tahar Ben Jelloun recrea los 18 años que un grupo de jóvenes soldados pasaron presos en unas ínfimas y lóbregas celdas ocultas bajo la superficie del desierto, en la prisión secreta de Tazmamart, por haber participado en un intento de golpe de estado – sin siquiera saber que lo hacían – contra el monarca alauí Hassan II.

Al descubrir la historia de Aminetu Haidar a través de la prensa pensé inmediatamente en el libro de Tahar Ben Jelloun, ya que esta mujer saharaui permaneció durante tres años y siete meses, entre 1987 y 1991, con los ojos vendados, sin ver la luz del sol, retenida en una cárcel de alta seguridad marroquí. Había sido llevada a prisión por el mero hecho de manifestarse en favor de la independencia del Sáhara Occidental.

Durante mucho tiempo deseé conocer a Aminetu Haidar. Había leído acerca de su vida, había visto su rostro en carteles y folletos de asociaciones por los derechos humanos en Marruecos. Sabía que tras padecer años de amenazas por parte de la policía marroquí, en 2005 había vuelto a prisión en El Aaiún para sufrir nuevamente torturas y vejaciones.

Cuando finalmente tuve la posibilidad de entrevistarla, me deslumbró profundamente la parsimonia con que hablaba, la elegancia y dignidad de sus movimientos y la certeza que manifestaba a través de ellos de saberse luchadora por una causa terriblemente dura pero justa, necesaria. Una de esas personas que no dudan en sacrificarlo todo en pos de sus ideales, que no tienen miedo alguno de plantarle cara al poder.

La conocí cuando llegó a España el año pasado para recibir el premio Juan María Bandrés de la Comisión Española de Ayuda a los Refugiados (CEAR), por su “compromiso ejemplar en favor de la lucha del pueblo saharaui por el legítimo derecho a decidir libremente sobre su porvenir”.

La multitud que se congregó en la sala de reuniones de Comisiones Obreras la recibió de pie, con un largo y emocionado aplauso. Sin muestra alguna de resentimiento o acritud, agradeció el apoyo de los españoles y dijo que su sufrimiento era “apenas una pequeña parte del dolor que el pueblo saharaui viene padeciendo desde hace tres décadas”.

“De los años que pasé en la cárcel y de las huelgas de hambre que hice me han quedado graves secuelas físicas. No veo bien, tengo problemas de estómago y de corazón, hemorroides y reumatismo”, me explicó en las oficinas de CEAR. “Pero lo peor son las pesadillas. Desde que salí de la cárcel nunca volví a tener una noche completa de sueño”.

Aunque no elude hablar de los interrogatorios a base de descargas eléctricas, los constantes acosos sexuales y los innumerables abusos que sufrió en prisión, prefiere hacerlo en primera persona del plural para incluir en su relato a los cientos de saharaui que pasaron, o que están pasando, por experiencias similares.

Según señala, en los territorios ocupados por Marruecos más de 500 personas han desaparecido sin dejar rastro, el 25% de las cuales eran mujeres. “El gobierno marroquí arrasa con todo: madres embarazadas, niños, ancianos. Nada lo detiene”, me dijo.»Muchos saharauis han sido arrojados vivos desde helicópteros, tuvieron lugar enterramientos colectivos, abortos forzados, separaciones de madres e hijos, envenenamiento de pozos, destrucción de bienes materiales y casas, robos y exilios forzados».

Cuando fue detenida por primera vez, en 1987, acababa de cumplir 20 años. Hoy tiene 40. Está casada con un saharaui al que conoció en prisión y es madre de dos niños: Mohamed y Hayat. Su pugna, me explicó, es por ellos y por todos los jóvenes del Sáhara, para que puedan vivir libres y en paz, lejos de la política de exclusión y represión que el ejecutivo de Rabat impone en los territorios ocupados respaldado por la posición «ambigua y contradictoria» del gobierno español.

De Madrid viajó al Parlamento Europeo, donde nuevamente dio testimonio del horror que había sufrido. Su historia es similar a la del activista Ali Salem Tamek, que también padeció torturas, y la de tantos otros que se sacrifican por conseguir un destino justo y digno para su pueblo: la creación de la República Árabe Saharaui, y el regreso de los 180 mil saharauis que se encuetran exilados en la Hamada argelina. Justamente el lugar hacia donde me dirijo en estos momentos.

Rumbo a los campamentos saharauis

Treinta años atrapados en la aridez física y conceptual de uno de los desiertos más estériles y paupérrimos del planeta. Treinta años sufriendo la escasez de recursos elementales como el agua y la electricidad. Treinta años contemplando con estoicismo, sin perder la esperanza ni la dignidad, cómo el mundo ignora su legítimo derecho a una vida próspera, en su tierra, junto al mar.

La realidad del pueblo saharaui en el exilio, en esas precarias tiendas que año tras año esperan poder desmontar de una vez por todas para volver a su verdadero hogar. Cuatro campamentos, próximos a las ciudad argelina de Tindúf, en los que comenzaron a refugiarse en 1975 tras la salida de las tropas españolas y la Marcha Verde impulsada por Hasán II.

Y una gente, más allá de la terrible situación en la que está cautiva, que deslumbra por la amabilidad con que te recibe, con la que te abre las puertas de sus jaimas y te da la bienvenida a compartir su vida cotidiana. Esa vida que en los primeros días parece exótica al que viene de fuera, con sus camellos, su sol radiante y su tiempo moroso, pero que no tarda en demostrarse tediosa, frustrante y asfixiante como la fisonomía misma del desierto.

Estuve allí el año pasado y recuerdo con enorme cariño a Mohamed Tangui y su familia, que me alojaron en su jaima, que me daban la poca agua que tenían para que me pudiera asear, que me agasajaban con maravillosas comidas, que se preocupaban a toda hora por que estuviera bien, por que me sintiera cómodo en esa realidad tan dura y precaria.

Se cumplían 30 años de la traición del Gobierno español y de la peregrinación de este pueblo por las arenas del exilio y el olvido. Pero no hubo reproches ni comentarios críticos, al contrario, los saharauis saben distinguir entre la posición advenediza de las sucesivas administraciones que pasaron por la Moncloa, y el sentir del pueblo de España, que desde 1975 envía cientos de toneladas de ayuda humanitaria a los campamentos, que cada año trae a más de 8.000 niños de vacaciones a la península para que amplíen su conciencia del mundo, para que conozcan esta otra realidad tan distinta y abundante, con sus piscinas, sus parques de diversiones y sus centros comerciales.

La calidez y generosidad de las familia con la que me alojé y de sus vecinos. Los bailes en la jaima, las historias compartidas, los juegos. Una sonrisa ante la adversidad, que también te regalan de forma generosa. Las narraciones de los jóvenes que fueron a estudiar al extranjero, tanto fuera Cuba, España o Argelia. Los relatos de los mayores de aquellas terribles jornadas en que tuvieron que dejarlo todo y huir del Sáhara Occidental, de los 17 años de lucha armada del Frente Polisario, de las falsas y rotas promesas de la comunidad internacional con los Acuerdos de Hudson, con el postergado referéndum de autodeterminación. Esa comunidad internacional que, una vez más, da muestras de su doble moral, de su propensión a sobrevalorar el sufrimiento de algunos e ignorar el dolor de otros, dependiendo de su lugar de origen y de los intereses políticos y económicos que representen.

Y el primer día un gesto de aceptación y bienvenida: los hombres me dieron una chilaba, y las mujeres me tocaron con un lizab (turbante) para ayudarme a enfrentar la inclemencia del lugar.

Más recuerdos, un poco borrosos porque el calor del desierto embota los sentidos y vuelve ilusoria a la realidad, como si se estuviese atrapado en algún punto perdido entre el sueño y la vigilia. Y porque el año pasado fue para mí una vertiginosa sucesión de complejas experiencias, desde Sudán hasta Líbano y Gaza. Justamente fue en éste último lugar, junto a los palestinos, cuando más recordé la realidad de los saharauis, otra nación atrapada en un terrible destino colectivo, postergada por los sordos manejos del poder, sometida al aislamiento y la ignominia en condiciones insoportables.

La pobreza que los empuja a reciclar y dar buen uso a objetos que aquí estarían en vertederos. Partes de coches, de viejos electrodomésticos convertidos en hogares para las cabras y las gallinas, en vallas para sus viviendas.

Y los niños, con su presencia insoslayable, hacinados en las casas de adobe, en las jaimas, jugando en el desieto. Una legión de pequeños que te siguen, que te piden caramelos, que quieren que les tomes una foto. Los rostros curtidos por el sol. Las sonrisas inmaculadas, prístinas.

Pero, ante todo, la certeza de estar siendo testigo de una profunda injusticia, la convicción absoluta de que esta gente tiene que volver a su tierra para erigir su propio Estado, la República Democrática Árabe Saharaui, para tratar de recuperar el tiempo perdido en estos treinta largos años de destierro.

Mañana parto de regreso hacia los campamentos saharauis. Los recuerdos se enfrentarán a la realidad. El desierto, las jaimas, el calor. Volveré a encontrarme con todas esas personas extraordinarias que me acogieron el pasado año. Desde allí escribiré este blog.