Esta profesión obliga a menudo a realizar piruetas físicas y emocionales de las que no resulta nada sencillo volver a recobrar el equilibrio. Ayer la euforia contenida del fútbol, el calor agobiante y el alborozado griterío de las piscinas en Madrid; y hoy el cielo encapotado de Sarajevo, las gélidas calles del barrio austrohúngaro y los desgarradores testimonios de los miembros de la Asociación de Supervivientes de los Campos de Concentración.
Desde primera hora de la mañana escucho y tomo apuntes. Algunas personas muestran reticencias más que comprensibles a evocar el pasado. No hay presión de mi parte. Ni siquiera hay preguntas. Escucho lo que quieran compartir. Ya bastante generosos son al recibirme.
Y más aún de la manera en que lo hacen: me entregan informes, me muestran fotos; mapas, entre tazas de café y bandejas de dulces según exige la tradición en estas latitudes.
Alisa, la directora de la organización, sostiene que no le gusta pensar en lo que padeció en el campo de concentración de Kula, que sólo quiere rodearse de gente alegre, que la haga reír. “Claro que trabajo aquí, y que tenemos más de 6.000 socios, y que hablamos muy a menudo de lo que nos pasó, pero cada vez que lo revivo después tengo que tomar pastillas para serenarme”, confiesa.
Asim, policía cuando estalló la guerra en 1992, trae una carpeta con recortes de periódico. «Soniboj Skiljevic fue el director del campo de Kulsa. El año pasado lo condenaron a ocho años de prisión», levanta una página del diario Oslobodenje – «libertad» en bosnio – en la que resalta una foto en blanco y negro. «Alisa lo conocía, era su vecino en el barrio. Yo también conocía al hombre que más daño me hice durante los 106 días que estuve encerrado. Era un serbio que trabajaba conmigo en la policía».
Otras personas, como Dina, llegan deseosas de hablar, de levantar la voz para que el mundo no olvide su sufrimiento. “Desde que me dijeron que venías llevo días pensando, y creo que este es el momento de que cuente lo que nunca he contado”, se explica inquieta sobre el sofá de terciopelo rojo del aula de informática de la asociación.
Un confesor de avión
A parte de malabarista, esta profesión tiene algo de confesor anónimo, eventual. Después de todo se trata de alguien dispuesto a escuchar a quien quizás no vuelvas a ver en tu vida, similar a esa persona con la que coincides en un hotel, en un avión, en un aeropuerto, y a la que le confías remordimientos, historias, transgresiones, miedos, que quizás a pocas personas de tu entorno contarías.
Dina habla con tanta pasión que Asmira, mi traductora, no se anima a detenerla. Tenía 20 años cuando la arrancaron de su casa junto a su bebé de 16 meses y la encerraron en el campo de concentración. Malvivía junto a un centenar de mujeres y niños en un antiguo almacén de harina. “Los soldados serbios nos gritaban que nos iban a violar. Yo me ensuciaba, me afeaba y me escondía debajo de una mesa con mi hijo. La única guardia mujer, Lyilya, te hacía una pregunta y si no le respondías te daba una paliza”.
Dina sigue adelante con su relato. Lucho por no perder la concentración pero aún no he llegado del todo a Bosnia Herzegovina. No he tenido suficiente tiempo ni horas de sueño para estar aquí en una pieza. Parte de mi se encuentra flotando entre Madrid y Sarajevo, mirando por la ventanilla los picos nevados que ascienden entre las nubes, quizás los Pirineos, quizás los Alpes. Más que nunca me siento como un escucha ocasional, de avión.
Ciudad sitiada
Las ideas dan vueltas en mi cabeza de las misma forma deshilvanada y confusa que en esta entrada del blog. Mi mirada se distrae en un mapa que cuelga detrás Dina. Un mapa de Sarajevo rodeada de tanques, cañones y morteros. “Sarajevo 1992, 1993, 1994, 1995”. La ciudad sitiada que describe Dzevad Karahasan en “Sarajevo, diario de un éxodo”, libro que empecé a leer en Barajas y que terminé cuando el vuelo de Lufthansa planeaba sobre los campos perfectamente recuadrados, delimitados, rasurados, de la periferia de Munich.
Una obra extraordinaria, ya que con una prosa racional hasta el paroxismo, desapegada y retórica, logra conmover profundamente. Mientras más contención verbal, mayor parece ser la hondura de los latigazos de emoción que atiza al lector.
Quizás el ensimismamiento que se apodera de mí mientras Dina no deja de hablar, y Asmira toma apuntes a la espera de poder reproducir sus palabras, no sólo se deba a la fatiga y al cambio de geografía, sino a que siempre que nos enfrentamos a nuevo paisaje humano lo hacemos desde nuestras experiencias pretéritas (de allí también el tono más íntimo de esta entrada, que dejaré atrás en los próximos días).
Y en este caso no puedo dejar de pensar que la Sarajevo cerrada a cal y canto que recrea Dzevad Karahasan es la franja de Gaza que conocimos en este blog en julio, agosto y septiembre de 2006, cuando las bombas caían desde la frontera, los tanques arrasaban los cultivos y nadie podía salir ni entrar de aquel territorio que aún hoy continúa sitiado.
Por muchas características, el sitio de Sarajevo recuerda a las guerras medievales y los asedios de las ciudades de entonces, mejor preparadas para aquel tipo de combate. Recuerda aquellas guerras no sólo por el cerco total de la ciudad y la táctica bélica de “tierra quemada”, sino también por los “medios de apoyo” con los que se lucha.
Esos medios indirectos de luchar acostumbran a poner en práctica el asesinato de la ciudad y de sus habitantes mediante el hambre, la sed y el expolio de las premisas existenciales básicas. En Sarajevo, desde el principio del sitio, el Ejército Popular Yugoslavo cortó el agua y la luz, impidió la llegada de alimentos y medicinas, de combustible o leña para las calefacciones y de los artículos más elementales para mantener la higiene.
Las brutales críticas de Dzevad Karahasan a la indiferencia de Europa, a la pobredumbre humana que esta actitud denota, también podría encontrar cierto paralelismo con la relación de este continente hacia el destino de los palestinos.
Dina parece no hacer pausa siquiera para respirar. Continúa cabalgando a lomos de las experiencias sufridas. Asmira no puede más, se emociona. Me visitan los recuerdos del primer día en Gaza. Los tanques Merkava israelíes se acababan de ir del campo de refugiados de Al Maghazy. Igual de confuso, de ensimismado que ahora – sin saber bien qué parte de mi estaba en qué sitio – saqué la libreta y comencé a tomar apuntes. Persona tras persona. Dueños de casas destruídas, de fábricas arrasadas, de cultivos pisoteados por las excavadoras. La única diferencia fue que aquella heridas acababan de ser abiertas.
Foto: Dina en la oficina de ACCTS, Sarajevo (HZ)