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"El hombre es el único animal que come sin tener hambre, que bebe sin tener sed, y que habla sin tener nada que decir". Mark Twain

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Nuevo libro: El cerebro obeso; una lúcida perspectiva neuroendocrina del problema y sus posibles soluciones

Si alguien te dice que tiene una respuesta simple para solucionar tu obesidad o la de la población general… recela: o no tiene ni idea de lo que habla o miente como un bellaco.

El cerebro obesoCon estas palabras tan poco halagüeñas pero sinceras desde mi perspectiva me referí en el libro “Adelgázame, miénteme”a la solución de la obesidad. Y decía así, porque en efecto el problema, y por tanto su posible solución, son de todo menos simples. De todas formas, no estoy hoy aquí para comentarlo de nuevo, ni mucho menos, si no para glosar los contenidos de la obra editorial de Luis Jiménez, “El cerebro obeso” quien de forma espléndida aporta las razones que justifican esta forma de pensar y nos ofrece una panorámica accesible y sin parangón al respecto de las causas últimas del espectacular auge del sobrepeso y la obesidad a escala planetaria.

Cada día estoy más convencido de que adelgazar es terriblemente difícil (aunque no imposible) y más convencido aun si cabe tras leer el libro de Jiménez. La razón es que las decisiones últimas que terminan condicionando nuestras elecciones alimentarias se hallan condicionadas por una cantidad enorme de factores que a duras penas encuentra parangón en otro tipo de respuesta fisiológica. Me explico (aunque encontrarás explicaciones más detalladas en el libro):

Abrir o no la nevera para picar algo o merendar; servirse o no una segunda ración de lo que sea; elegir servirse un cazo más o no; alargar la mano para, cuando se hace la compra en el súper, elegir una serie de alimentos y no otros; decidir ir a comer a un restaurante y no a otro; preferir una guarnición de pimientos rojos frente a la de puré de patata, o escoger no poner guarnición; tomar de postre sandía o arroz con leche (o de nuevo, elegir no tomar postre); tomarte esa segunda cerveza (o tercera, o “n”) acompañada de patatas bravas, de pepinillo con atún… o de nada; llegar al bar de la piscina tras una maratoniana sesión de bicicleta y pedir un refresco de cola normal, sin azúcar, o agua; planificar un menú de Navidad y no otro… De forma ininterrumpida, todos los días de nuestra vida (en nuestro medio y afortunadamente) tenemos que hacer múltiples elecciones alimentarias… ¿y de qué depende que sea una u otra la opción escogida? Te lo diré en una sola palabra: de nuestro cerebro. Nuestro centro rector.

Es este órgano el que determina en última instancia nuestro comportamiento… lo peor para nuestros intereses es que su decisión final es tomada en virtud de innumerables variables (de las cuales, la mayor parte, no se controlan de forma voluntaria).

En un ultra resumen, se podría decir que en primera instancia se identificó al hipotálamo como esa región de nuestro cerebro dentro del sistema nervioso central encargado de recibir y procesar las señales de hambre y saciedad… si lo prefieres, de comer más o menos en virtud de nuestras necesidades energéticas o calóricas: que tienes necesidad de más energía, el hambre se despierta… que ya has comido lo que necesitas, llega la saciedad. Qué fácil sería el problema si la ecuación fuera tan simple. Pero va a ser que no.

Al mismo tiempo y siguiendo con el megaresumen de la situación y por tanto del propio libro, otras zonas de nuestro sistema nervioso central, también en el cerebro, se encargan al mismo tiempo de dar una respuesta hedónica al hecho de comer… pero espera… de comer ciertos alimentos y no otros y en cierta cantidad. Dependiendo de su naturaleza y volumen despertaremos ciertas respuestas de agrado o disconfor que hará que, más allá de nuestras necesidades energéticas, nos apetezca y terminemos comiendo, si tenemos esa posibilidad, más o menos de esto o aquello otro.

Por último está la parte raciocional de nuestro cerebro, la consciente, la que al tiempo que trata de interpretar este tipo de señales como puede (las que responden a las necesidades energéticas y las que responden al placer) usa los conocimientos sobre nutrición y dietética y los pone en valor en virtud de nuestros intereses más mundanos (imagen, capacidad física, perspectivas de salud, etcétera) para terminar haciendo una elección, que lejos de ser «libre», está fuertmente influida por otras áreas del cerebro que a su vez se ven condicionadas por elementos externos.

Al final, lo que se pone de relieve de lo que actualmente se sabe, y que en realidad todo apunta a que debe tratarse de la punta del iceberg, es que hay un complejísimo entramado de circuitos neuronales que conectan diversos centros que controlan la ingesta, y que estos circuitos se ven influidos al mismo tiempo por una miríada incontable de señales químicas que a su vez dependen de nuestras propias elecciones alimentarias referentes a la cantidad de alimento que suministramos y de su naturaleza. Y todo ello suponiendo que el sistema funcione como se supone que tiene que funcionar.

Por si esta abigarrada perspectiva no estuviera suficientemente embrollada, el papel que a la luz de las más recientes investigaciones desempeñan la flora intestinal, la genética, las situaciones patológicas anteriores, el tratamiento concreto que se les ha dado o está dando, el nivel de estrés, las horas de sueño, etcétera… terminan por hacer de la solución de la obesidad un problema sumamente complejo en virtud de la inmensa cantidad de factores implicados y de las infinitas interrelaciones entre ellos.

Pero espera, para complicar todavía más este escenario, en las últimas décadas contamos con un nuevo actor, y que al menos por su coincidencia temporal es difícil de ignorar (el actor aparece y la obesidad aumenta de forma espectacular haciendo más que razonable el pensar en una relación causa-efecto). Quizá, más bien, lo que habría que hacer es empezar a señalar todos a ese actor con el dedo acusador, ya que el resto de elementos han sido comunes a la naturaleza humana a lo largo de su historia sin que la incidencia de la obesidad sea la que es hoy en día… ese actor es la industria alimentaria.

Una industria que con el lícito afán de hacer aquello a lo que se destinan sus más originales objetivos (mejorar su balance de cuentas), explota con perniciosas consecuencias nuestra natural inclinación a obtener placer del acto alimentario. Así, la balanza se desequilibra y se dificulta sobremanera el hacer mejores elecciones.

La obra se completa con una serie de breves consejos dirigidos a la acción, tanto del interesado individualmente hablando, como de los principales actores responsables en este drama planetario al que estamos asistiendo. Y es que… te pongas como te pongas, la culpa nunca es del propio implicado que padece obesidad.

Todo lo expuesto anteriormente, correctamente argumentado y explicado lo puedes encontrar en el libro “El cerebro obeso”… una obra de esas de las que solo puedo añadir, si esto te sirve de estímulo para su lectura, que es de las que sin lugar a dudas me hubiera gustado escribir a mí. Aun no entiendo cómo es que ninguna de las grandes editoriales no le ha echado el guante a Jiménez.

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Nota: No debiera hacer falta pero Luis Jiménez (@centinel5051) cuenta con un blog especialmente recomendable, «Lo que dice la ciencia para adelgazar» y es autor de otras dos obras: Lo que dice la ciencia para adelgazar de forma fácil y saludable; y Lo que dice la ciencia sobre dietas, alimentación y salud. Ambos libros, así como el que hoy se reseña, los puedes encontrar en este enlace.