El nutricionista de la general El nutricionista de la general

"El hombre es el único animal que come sin tener hambre, que bebe sin tener sed, y que habla sin tener nada que decir". Mark Twain

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¿Hay alimentos o ingredientes que sean realmente adictivos como lo son las drogas?

Gordito con patatasEl debate no es nuevo para nada. De un tiempo a esta parte hemos leído no pocos titulares de algunos medios de comunicación en los que, sin ambages, señalaban a determinados alimentos o ingredientes contenidos en estos como causantes de una verdadera adicción similar a la que se le atribuye a algunas drogas y sustancias estupefacientes. Así, las grasas (en especial las saturadas), determinados aditivos como el glutamato monosódico y por no hablar del azúcar han sido tildados poco menos que de drogas o de generar una adicción en el más estricto sentido de la palabra. De ser así, según estos planteamientos, la adicción a alguno o varios de estos elementos ayudaría a explicar en cierta medida el constante incremento de las cifras de obesidad.

A mí, sin mayores argumentos en la mano, estas fatalistas perspectivas siempre me han parecido un tanto desproporcionadas… exageradas si se prefiere. En este sentido un reciente y muy interesante artículo ha estudiado estas asociaciones (las de observar los alimentos o algunos de sus ingredientes como si de drogas se trataran) y ha concluido que con lo que actualmente se sabe, eso de que los alimentos generen o fomenten una adicción hacia ellos tiene pocas probabilidades de ser cierto, pero… eso sí, que la adicción a la comida o al comer (en general) sí que podría tener mucho más sentido. Que parece que es lo mismo, pero no.

Esta cuestión es un problema emergente con no pocas repercusiones, entre ellas una de las más importantes, el tratamiento que se le pueda dar a los pacientes si se establece como cierta esa relación entre “sustancias alimentarias” y adicción. Así pues, el artículo en cuestión ha observado la “adicción alimentaria” en sus dos posibles vertientes: la de que sean los alimentos concretos (o sus ingredientes) los que propicien esa supuesta adicción o que exista una adicción conductual hacia la comida en general.

Con esta perspectiva las conclusiones han sido básicamente dos:

La actual evidencia disponible al respecto de una adicción “sustancia (o alimento) dependiente” es escasa. Esto, sin embargo, puede ser así porque hay pocos estudios que hayan abordado esta cuestión.

No obstante, sí que se muestran más receptivos a la hora de reconocer conductas alimentarias adictivas y para ello remarcan que al igual que sucede con otros comportamientos, el acto de comer también puede ser observado como un comportamiento adictivo en individuos predispuestos y en circunstancias ambientales específicas.

En resumen, y estaría bien que tomaran buena nota algunos, los autores desaconsejan el uso de términos como “la adicción del chocolate, del azúcar, de las grasas, etcétera” al haber poca evidencia científica para poder establecer estas relaciones y considerar que “apetecer” algo en términos de alimentos no significa ser adicto a ése algo, con todas las connotaciones sanitarias que tiene el término “adicción”. En lugar de esta terminología, sí que se muestran conformes en reconocer la “adicción a comer” poniendo el acento en la adicción conductual del acto alimentario.

En cualquier caso los autores apuestan por seguir investigando en este terreno y alcanzar una mejor definición de criterios, algo especialmente importante cara al diagnóstico y futuro tratamiento de los pacientes en estas cisrcunstancias.

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Imágenes: marin vía freedigitalphotos.net

Niños y ketchup: ¿una batalla perdida de antemano o una buena solución?

ketchupA raíz de la entrada del otro día en el que describía el bizarro asunto de aquella señora que promociona un sistema adelgazante consistente en rociar el entorno de las comidas más tentadoras con un espray pestilente (y de esa forma terminar por abortar todo intento de comérselas), algunos comentarios juguetearon con esta idea de los olores y aromas pero, esta vez, con una aplicación más positiva. Planteaban si sería posible idear y crear un spray que en vez de provocar el rechazo a un alimento facilitara su consumo.

Sobre el papel este tema puede tener su enjundia. Imagínate, que resulta que a alguien no le gusta y le cuesta comer… lo que sea, pero que al mismo tiempo se ve en la “obligación” de comerlo ya que es muy “sano” y conveniente comerlo. Pues ¡zasca! rociada con el spray aromatizado a lo que sea (rico y agradable) y asunto arreglado. Paradigma de esta situación es la de nuestros hijos y el ejemplo típico de las verduras, el pescado… ¿que resulta que no les gusta y no quieren comer brócoli? pues nada, buena chorretada de spray de chocolate por encima y a correr… ¿Qué no hay forma de que se coman esa maravillosa merluza a la romana que has preparado? no hay problema, chufletada de espray con aroma de algodón de azúcar y todos contentos… ¿no?

Pues no. Al menos un servidor no piensa así. No digo que este tipo de espray no terminara por triunfar desde un punto de vista comercial, creo muy posible que tuvieran un notable éxito. Lamentablemente, no lo puedo negar. Pero mi rechazo para darle el visto bueno al espray como tal se debería a que no me parecería una adecuada herramienta para educar a nuestros hijos. Al igual que tampoco me lo parece ese otro tipo de conducta parental consistente en servir o permitir acompañar la comida de los más pequeños con cantidades industriales de la salsa de turno más persistente, lo más típico, ketchup. Aunque hay muchas otras posibilidades, mayonesas, salsa rosa y hasta, pásmate, Nocilla (sí, eso lo he visto yo con estos ojitos míos: Nocilla con alcachofas, y en ese orden más que en el contrario)

Volviendo al tema del aerosol perfumante, como digo, creo que podría llegar a triunfar pero seguiría siendo tan mala estrategia como la del ketchup. Conste que no tengo nada en contra de este alimento, siempre que ocupe su sitio y no se descontextualice su uso. Es más, el ketchup me gusta y no poco… pero solo cuando es “del bueno”.

La varita mágica para que el nene se coma lo que “se tiene” que comer

Además, como habrán podido comprobar muchos papás y mamás, hay veces que ni con el ketchup “el nene” se termina por comer lo que los padres quieren que se coma. Así, resulta, que la presunta “varita mágica” no lo es tanto y falla más que una escopeta de feria. En realidad no hay “varitas mágicas” en este asunto de que los niños coman. Bueno sí que las hay, pero no se pueden poner encima de un plato o guardar en el frigo o en la despensa. Esas varitas mágicas a la que me refiero se llaman amor y buen hacer. Buen hacer para dedicar tiempo a la cocina, para comer lo mismo que los niños comen, para comer con ellos, para involucrarles a la menor oportunidad en los procesos de planificar el menú, comprar los ingredientes, cocinar… Y amor, mucho amor para, dentro de una adecuada oferta saludable de alimentos dejarles decidir qué comer y qué no (creo que a estas alturas sería conveniente que le eches un vistazo a la entrada: “¿Que tu hijo come de todo? No te preocupes, ya cambiará”). Con respecto a los alimentos menos recomendables, eso sí, estaría muy bien que siguieras la fantástica máxima de Julio Basultono ofrecer, no negar” localizada en el libro “Se me hace bola”. Es decir, no dárselos habitualmente, pero tampoco ser tan fundamentalista como para quitárselos de las manos si ya han caído en ellas.

Por cierto, ya que estamos, y antes de despedirme déjame que te anuncie el título de la próxima entrada, para que veas que nada más alejado de mi intención el criminalizar el uso del ketchup. El próximo post tendrá por título: “Ketchup Heinz: para algo que me gustaba de McDonalds, va y lo quita”.

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Imagen: Grant Cochrane vía freedigitalphotos.net

¿Fruta por castigo? No, gracias

Todos los miércoles el colegio al que van mis hijas les proporciona a los escolares una ración de fruta.

Supongo que como dietista-nutricionista cualquier acción llevada a cabo en los colegios para mejorar los hábitos alimentarios de los más pequeños debiera parecerme una sana y deseable medida. Y de hecho, formulada así la cuestión, en plan aséptico, me parece una estupenda iniciativa.

Como padre, además, debiera agradarme y mostrar mi gratitud al respecto de que los colegios se preocuparan sobre estas cuestiones, máxime si es el mismo centro el que pone los medios para proporcionar un almuerzo saludable sin solicitar una derrama extra, como es el caso.

Pero la materialización de la iniciativa es lo que no me parece tan correcto, en especial teniendo en cuenta que en el poco tiempo que lleva en funcionamiento lo único que ha conseguido entre los alumnos es más discrepantes seguidores de la fruta que partidarios. Más que si no se hubiera tomado ninguna medida o más que si se hubiera llevado a la práctica de otra (mejor) forma.

A los papás se nos hizo llegar en su día el calendario de las frutas que les serían proporcionadas en miércoles consecutivos. Todo bien “sobre el papel”. En la frutal minuta hay mandarinas, peras y manzanas de distintas variedades, plátanos, cerezas y ciruelas (tomando en consideración la temporada) etc. El caso es que ya desde el primer día el “éxito” fue rotundo; a las mandarinas no había por donde hincarles el diente: secas, sosas y pellejudas… mi hija dijo que no  se la comió, y como ella la mayor parte de quienes las cogieron. No me extraña, en esas condiciones yo tampoco lo hubiera hecho. Llegó el día de la pera, “Conferencia” para más señas, aunque a juzgar por el grosor de su piel (se las dieron sin pelar) y el (no) grado de madurez podrían haber sido peras de la variedad “Sermón inaguantable”. La realidad: que la gran mayoría de las peras acabaron en las papeleras del patio y los niños y niñas con más hambre que el perro de un ciego y echando pestes del día de la fruta.

Y digo yo, ¿qué costaría que loables campañas para acercar el consumo de fruta a los más pequeños se hicieran de forma adecuada? Dinero, contestarán muchos; fruta de más calidad y personal para prepararla, diría yo (que al final, es lo mismo que dinero). Pues eso, que si quieres promocionar hábitos saludables, sean los que sean, y no te llega la infraestructura para conseguirlo en las mejores condiciones, se corre el riesgo de que el tiro te salga por la culata y, por tanto se alcancen objetivos (comportamientos) diametralmente contrarios al perseguido, en este caso, que la fruta tenga una mala imagen.

A ver, se trata de conseguir este tipo de reacciones:

 

Y no estas otras:

 

 

Vaya por delante que no me preocupa el caso concreto de mis hijas, ellas ya sabían, antes de que el colegio se preocupara sobre el tema, cómo saben las distintas frutas y cómo pueden utilizarse, por ejemplo, a la hora de llevarlas como almuerzo. Sí o sí, en casa se ofrece y se consumen no menos de dos raciones diarias de fruta (escogida en función de la temporada, su sabor y convenientemente preparada). Me dan pena todos esos otros niños que no lo sabían (muchos supongo, a tenor de que un colegio decida promocionar el consumo de fruta), los padres de ésos niños y, también el propio colegio que ha invertido una serie de recursos humanos y económicos en promocionar un buen hábito y que le único que ha formado, de momento, son frutales enemigos. Esperemos que también sean frugales enemigos.

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Foto: imcountingufoz

¿Cuál es la causa de la obesidad?

 

Esta es fácil y no tiene vuelta:

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS): «La causa fundamental del sobrepeso y la obesidad es un desequilibrio energético entre calorías consumidas y gastadas«.

Para explicar el por qué hoy existen unas cifras tan elevadas de sobrepeso y obesidad (su prevalencia) en especial en los países desarrollados la OMS trae a colación dos circunstancias importantes:

  • El aumento en la ingesta de alimentos hipercalóricos y,
  • El descenso en la actividad física como resultado de un estilo de vida cada vez más sedentario.

De la misma opinión es el reciente consenso de la Federación de Sociedades de Nutrición Alimentación y Dietética junto con la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (Consenso FESNAD-SEEDO de octubre de 2011) ya que para referirse a las causas de esta patología recurre a citar a la OMS casi de forma literal.

Además, según la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN, en su Guía de práctica clínica para el manejo del sobrepeso y la obesidad en personas adultas, 2003): «Para que se produzca un aumento de la grasa corporal es preciso que la ingesta calórica sea superior al gasto energético«. En este punto es preciso recordar, como ya se ha visto, que era la cantidad de gasa y no otro elemento la que define la obesidad. Siguiendo con la SEEN, matiza además que este gasto viene modulado por factores genéticos y ambientales; pero, no obstante, añade: «Sea cual sea la base genética de la obesidad parece claro que el gran aumento en la prevalencia de la enfermedad acaecida en los últimos 20 años no se debe a cambios en el sustrato genético de la población, sino más bien a factores ambientales relacionados con el estilo de vida, que han llevado a un aumento del consumo calórico y un descenso en la actividad física».

Según MedlinePlus, un servicio de la Biblioteca de Salud de los Estados Unidos: «La obesidad se presenta con el transcurso del tiempo, cuando se ingieren más calorías que aquellas que se consumen«. Y aunque también apunta a los condicionantes genéticos, señala más en especial a los ambientales como elemento crucial para entender el desarrollo de la misma en nuestro entorno.

Y así podríamos seguir hasta que se me secara la boca o se me cayeran los dedos mientras le doy a la tecla: Cualquier sociedad científica o cualquier entidad sanitaria de reconocido prestigio que haya hecho un monográfico sobre el tema dirá lo mismo o muy similar. La obesidad, entendida como la acumulación excesiva de tejido adiposo (la única forma adecuada de entenderla) se debe a la incorporación a lo largo del tiempo de más calorías con la comida que aquellas que gastamos.

Con estas premisas, ya puede ir quien quiera y le apetezca a buscar la dieta de moda o milagro de turno. Pero que no se equivoque, si adelgaza (si pierde grasa) es porque ése sistema propuesto termina por aportar menos calorías de las que que se gastan. Tal y como pone de manifiesto la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) en un documento de opinión científica de 2010: «la pérdida de peso y el mantenimiento del peso perdido dependen de la ingesta de energía y no de la composición en macronutrientes de la dieta«.

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Foto 1: meddygarnet

Como decía mi abuelo: Comer otra vez lo que ya se ha comido

Mi abuelo Vicente era médico rural, y falleció hace ya muchos años. Como persona era uno de esos abuelos a los que te podías quedar pegado la tarde entera mientras te contaba batallitas; él en su sillón preferido y sus nietos alrededor. En esas circunstancias traía a la memoria variopintas anécdotas de su dilatada e intensa existencia. Historias que, hoy no me cabe duda, sacaba a colación con un doble fin, por un lado el educador o ejemplarizante y, por el otro, para evocarlas en su cabeza y verlas, quién sabe, como más cercanas. De esta forma mis hermanos y primos nos enteramos de muchos despertares suyos de madrugada para, a caballo y con una lampara de petróleo en alto, cruzar medio valle de Lecumberri a través de la nieve para atender a alguna mujer que estaba dando a luz en algún barrio cercano; o también de cómo, junto a otro colega con el que atendían a los pacientes de la zona, usaban útiles terapias algunas basadas en el efecto placebo.

No obstante, una de las reflexiones suyas que con más frecuencia suelo rescatar de mi memoria está relacionada con el tema del comer y no comer. Recuerdo perfectamente aquel día de colegio cuando con más o menos 12 años me levanté de la mesa tras haber terminado de comer en casa de mis abuelos. El menú, muy probablemente, ensalada de patata y remolacha, y las excelsas albóndigas en salsa que cocinaba mi abuela (no he vuelto a comerlas iguales desde entonces). Comenté que me encontraba lleno, que no podría comer más aunque me lo propusiera y hablé sobre lo poco que me apatecía volver andando en estas circunstancias al colegio. Entonces me abuelo me dijo: «Juan, la medida en el comer consiste en levantarse de la mesa en disposición de volver a comer lo que ya se ha comido«. Me quedé sorprendido y no pude por menos el contestarle: «Abuelo, si me levanto así, me levantaría con hambre«. Sí pero no, contestó él; es posible que sentado en la mesa tengas más «gana» y que con el fin de aplacarla el cuerpo te pida seguir comiendo, pero eso ya no es «hambre». Además fíjate, añadió, haz un día la prueba y aunque al principio sientas más «gana» tras haber acabado de comer, tras el postre, comprobarás cómo a los 10 minutos más o menos ya no la sentirás y, por tanto, no tendrás más gana de comer más. Qué razón tenía.

Son varias las entradas de este blog en las que me he dedicado a hablar de la calorías, qué son, cómo se calculan, de qué depende que un alimento aporte más o menos, etc. Pudiera parecer que, como dietista-nutricionista, estoy obsesionado por el tema, pero no hay nada más alejado de la realidad. Sirva como ejemplo el decir que nunca en mi desempeño profesional, jamás, he pautado una «dieta» calibrada al milímetro por las calorías o he aportado las típicas dietas de lunes a domingo (o del tiempo que sea) en las que se detallan con «gramos y señales» todo aquello que se le sugiere comer al interesado. Sobre estos estos ejercicios de calibración he de decir que ya me cansé de hacerlos en la Facultad y que me sirvieron para tomar conciencia de muchos aspectos relacionados con el consejo dietético; pero después de leer y escuchar mucho tanto dentro como fuera de la universidad, en este particular, me quedo con la frase de mi abuelo: «la medida en el comer consiste en levantarse de la mesa en disposición de volver a comer lo que ya se ha comido».

El «problema» es que la naturaleza humana se caracteriza entre otras cosas por poder comer y sentir la pulsión de hacerlo más alla de las necesidades nutricionales puntuales. Espero que este ejemplo les sirva: las bodas. Me refiero a aquellas en las que los novios se «estiran» con un buen aperitivo previo al banquete, un aperitivo que se prolongue durante una hora o más y que sea abundante. En estas circunstancias es frecuente que a la hora de pasar al comedor oigamos a no pocos invitados decir que ellos ya no comerían más, que el aperitivo estaba riquísimo, era abundantísimo y que no se sentarían a comer… ¿pero qué sucede? que se terminan sentando y se meten 5 platos uno detrás de otro para lo que dedican dos horas y media (o más). En resumen, tenemos una especial capacidad para comer más allá de lo que nos conviene y, además, lo hacemos con gusto (aunque luego nos pene).

Así pues hoy acabo con un consejo: Tanto en las bodas como en el día a día, no es recomendable comer hasta sentirse «harto», no es preciso comer como si fuera la última vez que lo fuéramos a hacer. Moderar, ponderar las cantidades en todas las ingestas del día, en especial comidas y cenas, y levantarse de la mesa antes de haberse «hinchado» es una buena recomendación. Si lo hacemos así, pocos minutos después comprobaremos que ya no tenemos más «hambre». La planificación de otras ingestas o pequeñas colaciones a lo largo del día, almuerzos y meriendas, es otras de las estrategias que nos ayudarán a articular de mejor forma nuestros hábitos de alimentación, pero esto, junto con la importancia del desayuno son temas para otro día.

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Foto: Dreamstime

Si tú comes bien, ell@s comen bien

 

Si usted come bien la probabilidad de que sus hijos también lo hagan aumenta exponencialmente.

Hace unos pocos años un anuncio institucional del Ministerio de Cultura para el fomento de la lectura usaba este recurso perfectamente aplicable al acto alimentario (y a muchos otros). No sé si será por casualidad pero además de fomentar este hábito, a los protagonistas del anuncio se les veía desayunar mientras leían. Casualidad o no me viene de maravilla para comentarles la importancia de los poderosos mensajes que lanzamos a nuestros hijos cuando nos ven practicar un determinado patrón de alimentación (o de estilo de vida).

¿Les dice a sus hijos que coman fruta y usted no lo hace? ¿Les insiste en la importancia del desayuno y usted sale de casa sin sentarse a desayunar? ¿Mantiene un patrón de vida sedentario y obliga a sus hijos a que hagan deporte? ¿Le preocupa el peso de su hijo y usted no adecua el suyo? ¿Les obliga a que se terminen el brócoli mientras usted come otra cosa?, etc. Si las respuestas son afirmativas sepa que les está mandando dos mensajes contradictorios uno de palabra y otro con su ejemplo. Uno de ellos infinitamente más poderoso que el otro.

Como en muchas otras facetas de la vida el mensaje del ejemplo suele ser mucho más eficaz que largos razonamientos e interminables peroratas a cerca de lo conveniente de comer de una determinada forma o de mantener un concreto estilo de vida. Este hecho ha sido constatado en diveras ocasiones en distintos estudios de intervención que vienen a resumir que el modelo de preferencias alimentarias que profesen los adultos ejerce un papel importante en el desarrollo de las preferencias alimentarias de los más pequeños.

Para que nuestros hijos adquieran unos adecuados hábitos alimentarios les sugiero que empecemos nosotros mismos por adquirirlos y, además, que pongamos buena cara mientras lo hacemos.