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Cómo estropear una buena cita

Aburrida ya de aguantar a mis amigas, que intentan liarme con todos sus conocidos solteros, acepté la invitación a cenar de uno de ellos, al que había conocido hacía un par de semanas en una fiesta. El tipo era majo, demasiado graciosete para mi gusto, pero tenía buena percha y pensé que bueno, que nada tenía que perder por picar algo, tomar unas copas y ver qué daba de sí la noche.

Todo iba más o menos bien. Ya sabéis, restaurante bonito, sonrisas, intercambio de anécdotas… Los dos pretendiendo ser interesantes y mostrar nuestra mejor cara. La cosa prometía; empecé a sentir curiosidad por algunos aspectos de su vida e incluso llegué a imaginarme con él en la cama… Hasta que su maldito móvil se convirtió en el tercer invitado. Y ya se sabe, la mayoría de las veces, tres acaban por ser multitud.

Lo sacó del bolsillo de la chaqueta con la excusa de que tenía que enviar un mail importante. “Cosas del trabajo”, dijo. Luego ya no volvió a guardarlo, sino que lo dejó encima de la mesa. Mala cosa, pensé. Y no me equivoqué. A partir de ese momento, fue imposible mantener el hilo de cualquier conversación. El tipo miraba la pantallita de las narices cada dos por tres, y como ni siquiera silenció las notificaciones, una lucecita roja y un leve pitido lo avisaba cada vez que recibía un nuevo mensaje de WhatsApp.

tecnología y sexoNo se cortaba lo más mínimo. Leía los mensajes, se descojonaba y respondía. ¡Si hasta me contó un par de chistes que le mandaron sus amigos! Hice serios esfuerzos por ser tolerante y mantenerme educada, pero a medida que avanzaba la cena me iba poniendo de más mala leche. Aproveché un momento en que se levantó para ir al baño (con el móvil, por supuesto) para escribir un mensaje a mi amiga, la que me lo presentó, y darle recuerdos a su madre de mi parte. Y mientras esperaba, me fijé en una pareja que estaba a un par de mesas de la nuestra.

Ella tenía un móvil con una funda rosa con orejas de conejito, y parecía estar escribiendo algo; él hablaba con alguien a través del suyo. Ambos llevaban la misma alianza, y de verdad que llegué a contar hasta 10 minutos, los que tardó en volver el imbécil de mi acompañante, sin que se dirigieran ni una sola palabra. “Perdona, es que me han llamado y he salido un momento a hablar”, se disculpó mi compañero de cena cuando volvió. Ni postre pedí. La cuenta, un bostezo y a tomar viento, que una tiene muy poco tiempo libre como para andar perdiéndolo así, a lo tonto.

Mientras volvía a pie a casa, que estaba a un largo paseo de aquel restaurante, me acordé de mi amiga Vera y de su novio. Resulta que ella quiere poner una tele en el dormitorio porque dice que está harta de quedarse dormida en el sofá (son dos frikis del cine y de las series americanas) y que luego, cuando se levanta para irse a la cama, tarda mucho en volver a coger el sueño. Su chico dice que por encima de su cadáver, que la cama es para follar o para dormir, y que en la habitación de ambos, que él considera casi un santuario, no quiere ni un aparato que pueda restarles atención al uno del otro. Ella refunfuña con la boca pequeña, pero en el fondo está encantada. No hay más que verle la cara. Suerte que tienen algunas…