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¿Un buen polvo? No (solo) gracias al pene

No tengo pene y nunca lo he tenido (me ha parecido importante dejarlo claro nada más empezar ya que la Duquesa Doslabios es una aristócrata muy sexual, sí, pero muy anónima al mismo tiempo), pero si hubiera nacido hombre, tengo claro que habría sido una de mis preocupaciones.

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Lo sé porque siendo mujer pasé toda mi adolescencia preocupada de los tamaños y formas de mi cuerpo: que si el pecho, los pies, las piernas, la nariz, el pelo… Por lo que imagino, de haber sido de género masculino, habría pasado por lo mismo.

Sin embargo, lo referente al miembro masculino parece tener mucha más gravedad. Encuentras divisiones en la talla de condones, apartados específicos en páginas web de pornografía con ejemplos descomunales, consoladores en tiendas de sexo del tamaño de calabacines gallegos

En definitiva, la medida del pene es una cosa que nos rodea. Incluso en esas amenas tertulias con amigas entre té matcha y pasta de anís ecológica (o cerveza y aceitunas) sale en muchas ocasiones el tema de las tallas.

Nos permitimos el lujo de hablar sobre el tema porque, a fin de cuentas, somos quienes los disfrutamos.

Pero mayor parte de nosotras, aunque disfruta de recibir información y animar la cerveza o el café con una buena porra, nos consideramos mucho más  prácticas.

Tanto pensar en el tamaño puede dar a entender que vivimos inmersos en una ‘falofiebre’, cuando, hay veces que lo único que te gustaría es coger al susodicho y decirle «pero que tamaño ni que tamaño y cómeme la boca (u otros sitios), que para eso no necesitas más que los labios«.

Y es que a la hora de la verdad, y por mucho que España sea el tercer país que más intervenciones de alargamiento de pene realiza, nos interesan otras cosas. No dais crédito cuando afirmamos esto, pero es así. Pasado el impacto del primer momento, valoramos en mayor medida la química y a la dinámica del momento.

Pero si no os queréis fiar de mí, fiaos de Plátano Melón que de sexo saben un rato y quisieron tener las opiniones de las mujeres a pie de calle que lo confirmaron: alguien que sepa moverse bien, en detrimento del tamaño. La declaración rotunda de una de las encuestadas lo resume: “No creo en absoluto que el tamaño del pene sea algo decisivo para que haya una relación sexual placentera”.

Un pene garantiza un contacto físico entre dos personas, pero no la conexión. ¿La conclusión de todo esto? Que se le dedique menos tiempo a mirar el pubis y más a mirar a los ojos de la otra persona.

Duquesa Doslabios.

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La (dañina) fiebre por los «empotradores»

Me gustaría que alguien me explicara a qué viene ese furor que generan los empotradores.

Vale que puede gustarnos que nos cojan y nos pongan con la cara pegada al espejo en una intensa sesión de sexo, de esas de las que luego te dejan el cuerpo al día siguiente como si te hubiera pasado un camión por encima.

Pero no es oro todo lo que te empotra.

Parece que, desde que conocemos el término, las otras maneras de practicar sexo han quedado relegadas a un segundo plano. Como si solo nos interesara el fuelle. Si empuja menos de lo que consideramos empotramiento, ya no nos vale.

Lo que cuenta es que te reviente, que tenga la fuerza suficiente como para cogerte en peso en cualquier momento y lugar. Y cuidado del que no lo haga, ya que se arriesga a que opinemos que no ha estado a la altura de las expectativas, que es un soso en la cama.

Sin embargo, hay hombres que deben “forzarse” para que les salga ese empotrador ya que supuestamente, es lo que creen que esperamos de ellos en la cama.

Y si no es por nosotras, es por los amigos, ya que ninguno presume como hazaña de haber puesto una lista de Spotify de baladas románticas o de haber llenado una bañera de pétalos de rosa.

¿Entonces, hasta que punto es algo libre el “empotramiento”? Y sobre todo, ¿cuando empezamos a valorar una experiencia sexual únicamente por una performance o por si necesitamos Ibuprofeno al día siguiente?

Con esto no quiero decir que esté en contra de los empotradores ni mucho menos (que benditas sacudidas nos dan), pero no nos olvidemos del resto, y sobre todo, no perdamos la capacidad de apreciar, que hay vida más allá del empotramiento. Que hay polvos que te ponen de punta piel que ni siquiera sabías que tenía esa capacidad.

Hay contactos delicados con una complicidad y un cariño que no tienen nada que envidiarle a un meneo contra el cabecero de la cama.

¿O es que ya no queremos romanticismo en la cama?

Duquesa Doslabios.

Sexo en la primera cita, ¿Sí o no?

El simple hecho de tener que plantear esta pregunta implica que hay muchas cosas que aún no se han superado. Y eso que los tiempos han cambiado mucho… Pero visto lo visto, no lo suficiente. La cuestión la planteo porque el fin de semana pasado un amigo me contaba emocionado que, tras quedar por primera vez con una chica, había echado el polvo de su vida. Primera vez con esa chica, quiero decir, no me interpretéis mal. Lo típico: amiga de un amigo a la que conoce en una fiesta, charlan, se gustan, se despiden porque tenían planes distintos para después pero se dan el teléfono. Al día siguiente él la llama para tomar algo, quedan y, unas cuantas cañas y tapas después, acaban en la cama. Les debió de ir muy bien, porque ambos están más que contentos y piensan repetir.

pareja en la cama

ARCHIVO

El caso es que ayer, comiendo con unos compañeros de trabajo, saqué el tema a modo de anécdota y más de uno me dijo que a ellos les “tiraba para atrás” que una chica accediera a practicar sexo en la primera cita. “Si es solo para guarreo no me importa, pero si la chica me interesa para algo más, prefiero que no sea de las lanzadas”, me dijo uno en particular. La frase en sí no me pudo parecer más desagradable, machista y desafortunada. Pues anda que yo contigo, ni a coger billetes de 500 me iba, pensé.

Mi malestar aumentó cuando comprobé que algunas de las presentes, además, me reconocían luego en privado que alguna vez se habían aguantado las ganas por miedo a quedar ante su cita como “facilona”. Como si por ejercer libremente tu sexualidad con otro adulto merecieras menos respeto o fueras menos digna de ser tenida en cuenta para vete tú a saber qué.

Hay quien prefiere esperar porque cree que un acercamiento lento aumenta la magia del encuentro íntimo; quien piensa que así la pareja tendrá más futuro y quien opina que, a más espera, más deseo y fantasía. Todas son opciones válidas. No estoy diciendo que haya que acostarse por narices con el otro/a en la primera cita; lo que estoy diciendo es que cada uno tiene derecho a hacerlo o no, dependiendo de si le apetece, quiere o si le da la real gana, sin tener que ser juzgado por ello. ¿Sexo en la primera cita? Pues habrá veces que sí, habrá veces que no, habrá veces que te lleve a una segunda y una tercera y puede que hasta la eternidad… Quién sabe. Y si alguien opta por no hacerlo nunca porque así lo decide y así lo piensa pues perfecto también, pero que no juzgue a los demás ni les cuelgue etiquetas.

Porque en el sexo, como en todo en la vida, cuanto menos prejuicios haya, mejor. Y porque las etiquetas son muy fáciles de poner pero muy difíciles de quitar y algunas pesan para toda la vida.

Cena por todo lo alto con vibrador incluido; morbo asegurado

El morbo residía, especialmente, en tener que disimular. Allí estaban ambos, rodeados de gente en un carísimo y moderno restaurante del centro de Madrid. Elegante y sexy ella, impecable él. Querían celebrar sus 10 años juntos. Animados por el vino y excitados por lo que solo ellos sabían, no se quitaban los ojos de encima, divertidos. Ella, que bajo el vestido llevaba una exquisita ropa interior negra, ocultaba entre las piernas un pequeño juguetito. Dentro, muy dentro.

huevo vibrador con control remoto

VIBRAFACCION.COM

Ni lo habría notado si no hubiera sido porque él, cuando consideraba oportuno, apretaba los botones del mando a distancia que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Dar placer a su voluntad… e interrumpirlo, arrebatarlo. “¿Más vino, señora?”, pregunta el camarero. Ella intenta mantener la compostura.

Me lo cuenta entusiasmada, con la risa nerviosa de una niña pequeña que acaba de cometer una travesura. “Lo mejor fue el polvo de después”, me dice. Y eso que llevan 10 años juntos. Claro, así cualquiera.

Polvos que curan

A veces pasa. Cuando más jodido está uno, cuanto más pisoteado el corazón y anémica la autoestima, se cruza alguien que pone del revés nuestro dolor, lo relativiza y nos ayuda a encontrar el camino para curar las heridas. No hablo de amigos, sino de completos desconocidos/as que la vida te pone delante en el momento adecuado para darte justo aquello que más necesitas. Eso sí, durante un breve espacio de tiempo, el justo.

No, no es un rollo utilitario, ni un polvo cualquiera para intentar olvidar. Son una especie de ángeles enviados por no sé quién para provocar auténticas catarsis. O al menos así los consideran quienes han tenido la suerte de cruzarse con uno. Mi amiga Beatriz es una de ellas. Llevaba con su chico desde el instituto, un amor de los de toda la vida. Se casan y a las pocas semanas él se va tres meses a hacer un master a México. El día anterior a su marcha, Beatriz recibe la noticia de que su padre, al que adora, tiene un cáncer inoperable, y a partir de ahí todo explotó.

Mujer se acaricia el hombroEl marido se debió de trastocar con el tequila y las rancheras y decidió que era el mejor momento para tener una amante, una que lo sacara de la rutina de su compañera de tantos y tantos años. Su matrimonio duró lo mismo que su padre: ocho meses. Ocho meses de infierno en los que su marido no dudó en pasárselo todo por el forro y decirle a bocajarro que él necesitaba vivir experiencias, entrar, salir y hacer lo que le saliera del alma.

Ella se convirtió en una piltrafa; la sombra llorosa y arrastrada de la mujer que un día fue y que no se podía creer lo que le estaba pasando. Se engañaba pensando que el viaje lo había cambiado pero que pronto se daría cuenta de todo y volvería a ser él, el de siempre. Pero no. Solo juergas, copas, cuernos y más cuernos. Mientras, ella fingía ante su padre, al que le ocultó todo. El día que murió, su aún marido no estuvo a su lado: resulta que la música del bar en el que estaba no le permitió oír las 15 llamadas perdidas. “Cómo lo siento, Bea, sabes que lo quería muchísimo, no creía que estuviese tan mal…”

Semanas después ella estaba sentada frente al palacio real, en Madrid, leyendo. Y un hombre con acento norteamericano se acercó a preguntarle que qué leía. No miente cuando dice que era muy atractivo, he visto las fotos. Duró solo el fin de semana porque él, productor de cine, tenía que volver el mismo domingo a Los Ángeles, donde vivía. Ella, tan blanquita, acabó con moratones y la piel enrojecida de tanto roce. 48 horas sin casi salir de la cama, salvo para comer, hidratarse e ir al baño.

Pero no fue solo sexo… fue mucho más. Besos en heridas abiertas en carne viva, palabras medicinales, charlas interminables sobre lo divino, lo humano y los secretos del averno. Vendas caídas y ojos abiertos. Y de repente, algo cambia. A los dos días su marido pasa por casa para decirle que todo ha pasado, que se ha dado cuenta de lo mucho que la quiere, que lo perdone pero que era un proceso por el que tenía que pasar.

Ella asegura que hasta compasión llegó a sentir entonces, cuando le dijo que le diera las llaves de la casa alquilada que compartían y que no quería volver a verlo nunca más. Le costó creérselo, al tipo, hasta que el abogado de Bea, el único con el que pudo hablar desde entonces, acabó por convencerlo. Hoy es un hombre divorciado y libre, pero me cuentan que ya no tiene tantas ganas de juerga.

¿Aumentan el riesgo y lo prohibido el placer sexual?

Varios medios de comunicación informaron el pasado lunes sobre la muerte de una mujer mientras hacía el amor con su pareja en las vías del tren en Ucrania. Ambos fueron arrollados. El suceso ocurrió de madrugada, cuando volvían de pasar la noche bebiendo en casa de unos amigos y quisieron probar algo nuevo y “sentir algo extremo”.  Al menos eso es lo que cuenta el novio, que se recupera en un hospital de la amputación de ambas piernas a la altura de la rodilla. Ella tuvo peor suerte. Murió en el acto.

No es la primera vez que ocurre algo así. En 2008 un tren de carga arrolló a una pareja de veinteañeros que practicaba sexo en las vías en Sudádrica. El chico murió en el acto y ella, horas después en el hospital. El conductor del convoy explicó en su día que tocó la bocina y les hizo señales porque no le daba tiempo a frenar,  pero que ellos “siguieron a lo suyo”.

crashEl trágico incidente, aunque salvando las distancias, por supuesto, me llevó irremediablemente a pensar en Crash, aquella polémica película de David Cronenberg, basada en la novela homónima de J.G.Ballard, en la que los protagonistas encontraban en los accidentes de coche un motivo de excitación sexual in extremis. Sangre, lujuria, peligro, muerte. Un cóctel explosivo y retorcido, un mundo oscuro y prohibido al que un grupo de fetichistas o parafílicos, como quiera llamárseles, se entregaban con pasión autodestructiva.

Y dandole vueltas a esto me acordé, como no, de nuestro querido Walter White cuando, ya avanzada la primera temporada de Breaking Bad, le empieza a meter mano a su mujer por debajo de la mesa en una sala abarrotada de agentes de la DEA  siguiéndole la pista. Cuando más tarde le echa un polvo salvaje en el interior del coche, en plena vía pública, y ella pregunta que por qué de repente el sexo es tan bueno, la respuesta de él no puede ser más clara: «Porque es ilegal», contesta.

La cuestión es, ¿aporta lo ilegal, lo prohibido, lo arriesgado, etc, una dosis extra de morbo y placer al sexo en sí? Supongo que la respuesta dependerá de la persona, pero pienso en mi propia experiencia y en lo que me cuentan mis conocidos, y algo de eso hay. La rutina, la vorágine cotidiana, la montaña de obligaciones… a veces vamos como autómatas por el mundo y buscamos, casi sin saberlo, un catalizador que nos saque de nuestra ataraxia, de nuestro marasmo. Algo que nos vuelva perturbables y, en definitva, nos haga sentir vivos.

Pero claro, como todo en la vida, siempre hay una línea. Y como siempre, esta es difusa. Porque una cosa es que te ponga follar en sitios públicos y otra muy distinta que solo puedas excitarte mientras te estrellas a 120 por hora en la autopista. ¿Dónde acaba el morbo y dónde empieza lo enfermizo?