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Orgasmos con llanto incluido

Era, sin duda, uno de los mejores polvos de su vida. Se habían arrastrado por la cama en múltiples posturas, en un festival de carne y saliva de los que hacen que te olvides de todo y hagas las paces con el mundo. Ella estaba encima y, con un suave empujón, giraron sobre sí mismos. Entonces le dio la vuelta, la penetró y, mientras no dejaba de tocarla con la mano, la embistió hasta que empezó a correrse. Ella debió de sentirlo y, sobreexcitada, alcanzó también el orgasmo. Un orgasmo larguísimo. La sintió acelerada, con la respiración entrecortada y, de repente, en ese momento… ¡pum! ella se puso a llorar como una magdalena.

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Los dos son pareja, son mis amigos, y ambos me contaban que, al principio, fliparon con la situación. Él se asustó, pensando que le había hecho daño, y ella no daba crédito a lo que le estaba pasando. “Estaba feliz, tocando el cielo con las manos, pero de repente se me hizo un nudo en la garganta y no podía dejar de llorar”, me decía desconcertada.

Estaba confusa, ambos lo estaban, porque no le pasaba nada malo. Nada la entristecía ni la perturbaba. “¿A qué venía entonces tanta lágrima?”, se preguntaban. La respuesta, según los expertos, es clara: no es más que la descarga de la tensión acumulada. No es ni la primera ni la última a la que le pasa, y desde luego, no es patrimonio exclusivo de las mujeres. El llanto es la expresión de una emoción, y esta no tiene por qué ser necesariamente de dolor o de pena. También se llora de miedo, de rabia o de impotencia, se llora de alegría o de felicidad extrema. Se llora cuando se deja atrás la tensión.

“En el caso de mujeres y hombres que lloran después del orgasmo quiere decir que ha sido tan intensa la excitación que éste no es suficiente para descargar toda la tensión sexual acumulada y es necesario el llanto. En este caso sería de satisfacción”, explica la sexóloga Pilar Cristóbal.

Bendito llanto. ¿A alguien más le ha pasado?

Los celos de la mujer de su amigo

Han sido amigos toda la vida. Vecinos de tabique y acera que han compartido juegos, meriendas y fiestas de cumpleaños repletas de gusanitos y refrescos de cola. Guardería, colegio e instituto; veranos de piscina y escapadas callejeras. Misma pandilla, mismos bares, mismas fronteras. Juntos estaban en su primera borrachera y juntos también afrontaron muchos problemas. Se intercambiaron los hombros llenos de mocos cuando necesitaron llorar desengaños amorosos, y en cada momento importante siempre estuvo uno en el umbral del otro. Ni demasiado lejos ni demasiado cerca; lo justo para llegar a tiempo y tender una mano amiga. No había que esforzarse; salía solo.

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Fue ella quien recogió sus pedazos cuando su hermano murió en accidente de coche; ella quien lo ánimo a juntar los trozos y marcharse fuera, recorrer mundo y conjurar a la muerte con sorbos de vida. Pero vida de la buena, de la que avanza a borbotones, no de la que deja pasar los días. Lo vio reír y llorar junto a una preciosa francesa, partir algún corazón, montar un negocio e instalarse de vuelta. Hasta que un día él conoce a una nueva chica, se enamora, y se empiezan a torcer las cosas.

“Tus amigas me miran mal, no ponen ningún interés en conocerme. Sobre todo esa, la rubia”. Mal comienzo; empieza la ponzoña. “¿Y por qué tienes que acompañarla tú al taller, no la puede llevar su novio?”. La mierda continúa. Si salen todos juntos, en grupo, y ella se quiere ir a casa y él intenta quedarse un rato, bronca. Si la rubia está enferma y él acude a visitarla, bronca. Si hablan demasiado rato o si se ríen demasiado juntos, bronca. Si ella se niega a ir a su fiesta de cumpleaños y él insiste, bronca.

No paraban de crecer los muros y multiplicarse las grietas. “Me hubiera gustado que nacieras el día que te conocí”, le dijo una vez. Es decir, borrar su vida, su pasado, todo aquello aquello que existiera antes de ella y le resultara molesto, amenazante. Que habían quedado para comer, se ponía mala, había que cancelar. Que los invitaba a una fiesta, iba solo para intoxicar: “No me hace caso, se ríe de mí con sus amigas, la he pillado criticándome, no me gusta cómo te toca, al pasar junto a mí ha intentado darme un codazo…” Y así, poco a poco, fue sembrando el veneno de la duda, de la sospecha, hasta que logró acabar con toda la complicidad entre ambos y con cualquier cosa que pudieran compartir.

Al principio, su amiga se revolvió, claro. Pasó de la prudencia a defenderse y de ahí directamente al ataque, cometiendo el error de decirle a aquel que hasta entonces había sido su amigo todo lo que pensaba. Gran equivocación, la de decirle al que tiene los oídos tapados todo aquello que no quiere oír. No se puede obligar a ver a quien prefiere vivir ciego. Y aunque le costó aceptarlo, al final asumió que había perdido un amigo.

Ahora lo ve una vez cada mucho, cuando se lo encuentra de casualidad por el barrio y se saludan como viejos conocidos, cordiales pero fríos. Tiene su misma cara, pero ella solo ve a un extraño. La otra noche, supone que porque estaba borracho, recibió un mensaje en su móvil. Lo había borrado de su agenda, pero era imposible no reconocer el número, después de tantos años. “Ya no sé ni quién soy, he perdido a todos mis interlocutores válidos”. Eliminó el mensaje y apagó el teléfono: “Deben de haberse equivocado”.