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El mundo de las páginas de contactos

Es un fenómeno imparable. Cada vez sé de más gente que tira de Internet y las webs de contactos para conocer a otras personas, ya sea en plan ligue, encuentros fugaces o buscando algo más serio. Las opciones son múltiples y variadas y las hay para todos los gustos y circunstancias. Solteros, casados, jovencitos, tercera edad, para relaciones esporádicas, gente con gustos especiales… Raro es el día en que no surge una nueva.

Cuando pregunto entre mis conocidos por qué las usan, las respuestas que encuentro son parecidas. Entre los solteros/as de mediana edad, la mayoría me dicen que los 20 años les quedan cada vez más lejos y que no tienen el cuerpo ni el bolsillo para tirarse a los bares cada fin de semana, en busca de un poquito de calor.

De manera que, en cierto modo, se podría decir que para muchos los portales de contactos han venido a sustituir a los pubs y garitos, grandes templos tradicionales del ligoteo. Ya lo decía Lichis con su cabra mecánica, que “es la falta de amor la que llena los bares”. Pura filosofía callejera. Reconozco que yo, carne de bolero y taberna, tengo ciertos recelos fruto de rancios prejuicios aún no vencidos, y que, al menos de momento, me sigo resistiendo a sumarme al carro. Aunque no seré yo la que diga que de este agua no beberé.

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Otra de las respuestas más repetidas es la de aquellos que buscan en la Red, protegidos por la pantalla, el blindaje perfecto para sus miedos y su timidez. Para otros es solo cuestión de pereza, o simplemente una forma más de llegar a lo mismo, ya sea aliviar los fuegos o la soledad.

Y como todo en la vida, de todo encuentran. Conozco historias de final feliz, con boda incluida, historias intermedias y alguna que otra para morirse de la grima. La última, una amiga que se tiró meses escribiéndose y hablando por WhatsApp con un chico que conoció gracias a Meetic. Empezó como una tontería, solo por probar, pero el chico, al que solo había visto por foto, resultó que era perfecto a sus ojos: un barbudito con aspecto bohemio, de los que a ella le gustan, un treintañero atractivo que siempre decía aquello que ella necesitaba oír. Almas gemelas.

La cosa fue a mayores, cada día estaba más ilusionada, pero por una cosa o por otra, pese a vivir en la misma ciudad, nunca se veían. Al tipo siempre le surgía un problema a última hora. Y claro, su gente más cercana empezamos a mosquearnos. Que si ese está casado y te está tomando el pelo, que si oculta algo raro, que si tiene familia y cinco hijos… Tanto le malmetimos que acabó reaccionando y, tras mucho presionarlo, le dijo la verdad: ni se llamaba así, ni esa era su foto, ni era fotógrafo ni nada de nada. Olvidó decir, además, que pesaba 150 kilos. Y no es que pesar eso te inhabilite para nada, pero mentir tampoco es de recibo. ¿Qué ganas?

Aún así, ella insistió en verlo; quería conocer al tipo que le había hecho sentir todas esas cosas durante tantos meses y al que había idealizado. Pero él se negó. La acusó de ser una superficial por haberle dado tanta importancia a sus mentiras y no quiso quedar. Sin embargo, empezó a acosarla y ella, además de cerrar su perfil en dicha agencia, tuvo que cambiar de teléfono. Tiempo más tarde, con un perfil falso, comprobamos que ahí seguía el hombre, con la cara de otro y una vida inventada, para volver a engatusar a alguna incauta con la que no quedaría jamás. Menudo chasco.

«Va a ser que vuelvo a los bares», me dijo el otro día.  Y puestos a volver, mejor cerca de la barra.