Las vueltas que da la vida. Ella siempre fue la tía moderna, la que me sacaba de marcha a sitios donde mi madre nunca me hubiera dejado y me contaba historias que me sacaban los colores. En realidad no era mi tía, sino la mujer de mi tío, y a mí me encantaba. Su ropa, su pelo, su música… todo en ella era distinto, como con un toque extra de color que destacaba de forma especial en aquel barrio de gente corriente y pelín aburrido. Porque, por suerte para mí, vivíamos muy cerca.
Fue ella quien me consiguió mi primer trabajo, una especie de prácticas remuneradas que duraron solo unos meses. Allí conocí a su jefe, del que mi tía era muy amiga. Resulta que el hombre, gay hasta la médula, estaba enamoradísimo de su novio, pero vivía en un sinvivir porque estaba casado y no se atrevía a salir del armario. Aquello no era Madrid y eran otros años… Y si en la actualidad la orientación sexual aún constituye la principal motivación para los delitos de odio registrados en España, imaginaos entonces. Mi tía era el hombro en el que lloraba y su confesora, hasta el punto de que muchos creían que estaban liados, lo cual a él le venía de perlas. Estaba tan atormentado por su condición que prefería que la gente lo tomase por un adúltero antes que por homosexual. A ella se la sudaba, la verdad; nunca le importó lo que pensaran de ella.
Luego acabaron las prácticas, yo me mudé a Madrid y, varios años después, mis tíos se separaron. Nada fuera de lo común, un divorcio más como tantos otros, sin mucho ruido, salvo el de los escombros al caer cuando el edificio se desmorona. Más polvo que otra cosa. La separación me dio muchísima pena, eran una gran pareja, y aunque al principio mantuve el contacto, la distancia hace muy bien su trabajo. Las llamadas telefónicas se espaciaron, las visitas aún más y hoy solo la veo una vez cada uno o dos años, cuando su hijo, mi primo, viene de Estados Unidos por Navidad.
Hace unos días, hablando con mi primo por Facebook de cara el próximo encuentro navideño, le pregunté por ella. Me dijo que, por primera vez desde la separación, la veía feliz y tranquila, sosegada. Sigue en el mismo trabajo, con el mismo jefe (del que sigue siendo amiga) y vive en el mismo sitio corriente y aburrido de siempre. La novedad es que ahora sale con el que en tiempos de mis primeras prácticas era el amante de su jefe (¿¿¿¡¡¡!!!???). “Pero, ¿por salir quieres decir que salen por ahí de marcha, que son amigos?”, pregunté ingenuamente a mi primo. “¿Tú eres tonta o qué? Que salen, que follan, que duermen juntos… vamos que son pareja”, me contestó él, descojonándose.
Y desde entonces no paro de pensar en ello. Porque, hasta donde yo sabía, él era gay, no bisexual. ¿Habrá cambiado de tercio o es simplemente un experimento? ¿De verdad la desea? ¿Estará ella enamorada? Y dándole vueltas al asunto volví a ver Sobreviviré, con Emma Suárez y Juan Diego Botto, y pensé que perdemos una gran cantidad de tiempo y energía en etiquetar absolutamente todo. Tarea tan ardua como absurda, porque, en este caso como en tantos otros, no hay nada menos catalogable que las personas y los sentimientos. Vive y deja vivir.