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De vuelta a la vida

¿Cuántas cajas hacen falta para empaquetar una vida? Hace casi cuatro meses me hacía esa pregunta mientras ayudaba a mi chico, bueno, a mi exchico, a meter la suya en un par de maletas viejas y un montón de cajas de cartón cortesía de Mercadona y del chino de la esquina. Ni cuernos, ni malos rollos (los justos) ni dramas mexicanos de Buñuel, como diría Aute.

Pero por muy civilizada que sea, una ruptura siempre es una ruptura y, tras el portazo, antes o después una tiene que verse frente a frente con la ausencia y el vacío. Sí; ese que aparece en los armarios y cajones desiertos, en la comida que se pudre en la nevera porque aún no te has acostumbrado a comprar para uno y en la tapa del váter que ya no tienes que bajar cada puñetera vez que vas a mear. Ese vacío te asalta y te apuñala en cualquier momento, y el objeto más nimio o precisamente la ausencia de él son capaces de provocarte un llanto incontrolable. ¿Qué demonios voy a hacer con tanto espacio?, te preguntas.

IbizaPero todo duelo tiene su fin y, para qué engañarnos, mi historia con A. estaba más acabada que Napoleón tras la batalla de Waterloo. El porqué no lo dejamos antes ya es otra historia… El caso es que casi cuatro meses y muchas lágrimas después aquí estoy, tomándome un ron en una playa de Ibiza, el lugar elegido por mis amigas para nuestras vacaciones tardías, con las que pretenden sacarme de mi letargo.

Agradezco sus intentos, pero mi falta de tono vital me ha llevado a pensar todos estos días que estábamos perdiendo el tiempo… Hasta hace 15 minutos. Se llama Felipe, es uno de los camareros de este garito playero y tiene unos años menos que yo. No me interpretéis mal, no hablo de un flechazo; es solo que casi me pongo a llorar de alegría cuando me he dado cuenta de que, por primera vez en muchos meses, he vuelto a tener ganas de acostarme con alguien. Y de qué manera…

Una ya no tiene 20 años y hay mucha competencia, pero tengo a mi favor unos cuantos rones y cinco amigas taradas dispuestas a todo con tal de que me lleve una alegría para el cuerpo. Sea como sea, he vuelto a sentirme viva. Gracias Ibiza.

PD. Aprovecho el retraso en nuestro de vuelo de vuelta para escribir esta postdata desde el aeropuerto. No, no me acosté con Felipe. Pero mis amigas y yo nos lo pasamos en grande y, aunque tendré que aguantar el vacile durante años, mereció la pena intentarlo. La risa, como el sexo, es terapia pura. El caso es que la competencia no paraba de aumentar, y yo, para desinhibirme, no paraba de pedir rones que Felipe preparaba la mar de dispuesto. Y una está muy bien, para qué mentir, pero aquello era otra liga.

Aún así, mi adonis me ponía ojitos cada vez que tenía oportunidad, a los que yo respondía con una cada vez más ebria y amplia sonrisa. Todo el mundo bailaba en aquel trozo de arena pegado a la barra y yo, claro, me fui creciendo. Hasta que los rones a favor se volvieron en mi contra y acabé echando la pota entre los taburetes, derribando un par de mojitos recién servidos y salpicando los pies de pedicura perfecta de una de mis principales rivales. Tan malita me puse que ni tiempo me dio a morirme de vergüenza. Han pasado dos días y he aprendido una cosa: lo único peor que una gran resaca es una gran resaca con calentón incluido.