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Pasarse media vida siendo ‘la otra’

Llevo todo el día dándole vueltas a la historia de dos mujeres que no se conocen entre sí, pero que tienen mucho en común, más de lo que podrían imaginar. Ambas tienen sesenta y tantos años y las dos tienen varias hijas, ya mayores. Casualidades de la vida, dos de esas hijas, una de cada, abandonaron hace muchos años su Extremadura y su Galicia natal, respectivamente, para buscarse la vida en Madrid, donde se conocieron… y donde me conocieron a mí. Con el tiempo nos hicimos muy amigas y un día, mientras destripábamos a nuestras familias entre copa y copa, descubrimos que la trayectoria vital de sus madres era asombrosamente parecida.

Mujer de pueblo, que se casa joven con su novio de toda la vida y cría varios hijos. Ella limpia la casa y zurce calcetines mientras él trabaja honradamente. Aburrida, se asoma a menudo por la ventana del salón y descubre que desde allí puede ver, a través de un cristal, a uno de los trabajadores del banco de enfrente, que cada mañana a la misma hora se sienta frente a su mesa, en un despacho. Que hombre más guapo, piensa. Y sin que nadie sepa cuándo ni cómo, acaba enamorada de ese señor, a su vez casado y con un hijo, y convertida en su amante.

a00508825 1235La aventura empieza a alargarse; él le promete que dejará a su mujer y ella, confiada, decide poner fin a su matrimonio. Drama familiar, escándalo en el pueblo, habladurías… Podéis imaginaros. Pero el tiempo empieza a pasar y ese momento nunca llega. “Voy a esperar a que mi hija termine el colegio”, le dice. Después del colegio llegó el instituto y luego, la universidad… Hoy la hija del empleado de banco está casada y tiene descendencia. Han pasado más de 20 años y la madre de mi amiga sigue siendo ‘la otra’, aquella con la que se va a tomar el aperitivo a diario, con la que da un paseo un par de veces a la semana y con la que se acuesta los viernes por la tarde, con el tiempo justo para no llegar tarde a cenar en casa con la familia.

La historia de la otra mujer es prácticamente la misma, salvo algún matiz. En este caso se trataba de un vecino. Al principio solo se daban educadamente los buenos días cuando coincidían en el rellano, o esperando el ascensor. Luego ya sabéis, el mismo final repetido tantas veces en tantas historias similares. Salvo que en esta ocasión, para variar, él le acabó confesando que nunca dejaría a su mujer. Aun así, ella optó por separarse de su marido y apostar por una vida de mentiras, de ocultamiento, de estar siempre a la sombra, en un segundo plano. Como cuando al señor le dio un infarto y fingió ser familiar de otra persona para pasearse por el hospital sin levantar sospechas, atenta siempre a cuando se iba su “verdadera” familia para poder visitarlo.

De nada han servido los sermones de sus hijas, que no entienden cómo sus madres han dejado pasar media vida en una relación que no les reconoce nada, de la que no pueden esperar nada, salvo un ratito de compañía. “Han tirado su vida a la basura”, dicen con pena. Y la verdad, por más vueltas que le doy, yo tampoco alcanzo a comprenderlo. “Lo que temo es no enterarme si le pasa algo, no poder cuidarlo. ¿Y si se muere y después de toda una vida ni siquiera puedo ir a su entierro?”, dicen una y otra vez, como una letanía, según mis amigas. Ese es el principal temor de ambas mujeres. Hasta eso tienen en común.