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Una historia de sexo, amor y muerte

Eros y tánatos. O lo que es lo mismo, sexo, amor y muerte. De Platón a Freud pasando por Goethe, son temas universales que han preocupado al hombre desde el inicio de los tiempos. El auténtico motor de la existencia. El primero como sinónimo de vida y, el segundo, como parte esencial de la misma. Porque no hay muerte sin vida, y viceversa.

Y ellos, los dos, eran la representación perfecta de este binomio griego. Pucelana ella, la más pequeña y mimada de todos los hermanos, hambrienta de experiencias y, aunque estaba muy buena, escasita de amor. La joya de la corona de la familia. Él, por su parte, era el malote del pueblo. Un guaperas pasado de coca que destacaba en aquel lugar de Aragón tan pequeño como su ambición.

Eros y TánatosJamás se habrían conocido si no fuese porque eran primos hermanos. De niños nunca se prestaron demasiada atención; quizás porque él era un par de años mayor y ella le parecía aburrida y ñoña, quién sabe. Él nunca salía del pueblo, y siempre que coincidieron fue porque ella y su familia viajaban hasta allí, una o dos veces al año. Y así siguieron, navidad tras navidad, verano tras verano, hasta que un día, cuando ella había terminado la carrera, salió con su prima a celebrarlo. Eran las fiestas del pueblo y hacía mucho calor.

Puede que fuese la mezcla de alcohol y cocaína, o puede que no, pero el caso es que al verla allí, bailando feliz y desinhibida, algo se le movió por dentro. Y no era solo la fiebre en el cuerpo de aquel maldito calor. De repente, era como si la viese por primera vez. Hoy, tantos años después, pienso que en realidad lo que vio fue lo que él nunca sería, lo que él nunca tendría. Y claro, precisamente por ello, la deseó como si le fuese la vida en ello. Pulsión de muerte, pulsión de vida. Dos instintos básicos en plena pelea.

La avidez autodestructiva de él chocaba frontalmente con la existencia plácida de ella, provista de horizontes, y con su instinto de conservación, de trascendencia. Solo que ella tardó en darse cuenta. Y hasta entonces, se dejó sumergir en la turbiedad de aquellos ojos de pupilas dilatadas que no dejaban de mirarla. Y aquella noche, como una mala alegoría, acabaron follando como si no hubiera mañana en la funeraria en la que él trabajaba, propiedad de la familia.

Con el tiempo aquel lúgubre lugar se acabó convirtiendo en su nido de amor. La estrecha relación con su prima era la excusa perfecta para sus cada vez más frecuentes visitas. Prima que, por otro lado, fue la única cómplice con la que contaron. Áún hoy me pregunto cómo es posible que nadie se oliese aquello, y la única respuesta que encuentro es que no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Solo una vez fue él a verla a Madrid, a donde ella se había mudado en busca de aquellos horizontes. Se fueron a un hotel de lujo dispuestos a pasar una noche de locura, pero a él ni siquiera se le levantó. “Creo que solo se excitaba cuando lo hacíamos allí, rodeados de muerte y de ausencia de futuro”. Amar y morir, ¿acaso no podía resumirse en eso la vida?.

Aquello duró poco más de un año, el tiempo que tardó el morbo inicial en ir dando paso a una especie de asfixia paralizante, a una suerte de claustrofobia del alma que amenazaba con convertirla en un zombie no muy distinto de los pobladores de aquellos ataúdes. Y él, el imperturbable, aquella noche lloró como un niño, le dijo su prima. Nunca más ha querido volver a verla.