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Suicida al desnudo

Querid@s,

Les voy a contar la historia de un desnudo. El de Francesca Woodman. Esta americana, algo chiflada, comenzó a sacar retratos a la temprana edad de 13 años, pero sólo pasó a papel 500 fotografías. Dejó en este mundo también varios miles de negativos que jamás reveló en ningún estudio, pues pensaba que no valía la pena que vieran la luz.¿Curioso no?

Conociendo su historia pienso que quizás no le dio tiempo. La suya fue una vida truncada, cuando a los 23 años se suicidó tirándose por la ventana de su apartamento de Manhattan. Antes de hacerlo, dejó una carta que no dejó ni deja hoy en día indiferente a nadie. «Preferiría morir joven dejando varias realizaciones, en vez de ir borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas.»

Francesca Woodman, About Being My Model, Rhode Island, 1976

Francesca Woodman, About Being My Model, Rhode Island, 1976

Antes de suicidarse, Woodman exploró temas como los sexos, la representación, la sexualidad y la corporalidad. El tema más recurrente de su obra fue su propio cuerpo, su ser, ella. Utilizó la fotografía como su medio de expresión más personal, como si llevara la piel del revés, convirtiendo así su cuerpo en el único objeto de su trabajo. Así descubrimos en su obra un gran número de autorretratos en los que siempre aparece desnuda. Pero no siempre de la misma forma. En unas fotografías Francesca expone su desnudez sin tapujos y libremente y en otras, la oculta. Esta dualidad desnudez – ocultismo subraya su genial pero tormentosa personalidad. Para más INRI se fotografiaba en interiores decadentes, vaticinando, creo yo, su fatal desenlace.

Tenía talento, era joven, y como los héroes murió antes de tiempo. A pesar de haber desaparecido hace más de 30 años, su obra sigue trasmitiendo la fuerza de ese «alguien (ella misma) que fotografiaba porque siempre estaba disponible».

Si les ha picado la curiosidad, sólo tienen que escaparse a Amsterdam, y después de darse unas vueltas por el Red Light District, dejarse caer por el museo Foam, donde se expone la retrospectiva, Being an Angel, de esta artista excepcional que siempre se mostró como Dios la trajo al mundo.

Que follen mucho y mejor

 

 

Cenas en casa completamente desnudos

Todos andamos en pelota picada por casa en algún momento del día. Al entrar o salir de la ducha, mientras elegimos la ropa, cuando nos quitamos el pijama… Si encima es verano o hace mucho calor, más aún. El umbral del pudor de cada uno es variable, como todo en la vida, pero en este caso también depende de con quien compartamos casa. No es lo mismo vivir solo que en pareja, con compañeros de piso o con tres hijos adolescentes, y claro, eso afecta a nuestras costumbres.

Os meto este rollo porque siempre me he tenido por una persona de mente abierta y dispuesta a luchar contra sus propios prejuicios, pero hace unos días me enfrenté a una situación que me ha hecho pensar a este respecto. Todo empezó con el programa ese de Cuatro, Adán y Eva, en el que según tengo entendido la gente busca pareja en una isla desierta completamente desnudos. Tengo que reconocer que no lo he visto, pese a la curiosidad, más que nada por falta de tiempo. Un par de minutos, a lo sumo. El caso es que mas allá de gustos y opiniones, el tema da para el debate y, como no podía ser de otra manera, ha servido de carnaza en cenas, copas y charlas entre amigos y conocidos varios, a los que siempre sondeo en busca de posibles posts.

GTRES

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Más pronto que tarde la conversación trascendió al programa en sí y los interlocutores acabamos inmersos en una ardiente discusión entre defensores y detractores del nudismo. Ahí estaba yo, que en verano aprovecho siempre que puedo para quitarme la parte de arriba del biquini, defendiendo el derecho de la gente a tomar el sol como le da la gana frente a varios que decían sentirse “agredidos” de alguna manera si alguien se tostaba a su lado en la playa como Dios lo trajo al mundo. En cuanto a si poder o no hacer top-less en una piscina pública, la discusión se calentó aún más.

Y lo cierto es que, aunque bañarse desnudo en el mar y luego secarse al sol es maravilloso, no soy yo muy de quedarme en pelotas del todo en la playa, por muy nudista que sea. No termino de sentirme cómoda, qué le voy a hacer. Cateta que es una… Depende de la compañía y de la playa, en cualquier caso. Pero al final, como con todo, se trata de una cuestión de sentido común, en mi opinión. Este verano, por ejemplo, estaba yo con unas amigas en una playa de Portugal. El sitio era precioso, con kilómetros de arena blanca y aguas cristalinas, pero claro, en pleno agosto el chiringuito de rigor no podía faltar. En torno a él se aglutinaban las familias con niños pequeños y la gente se partía la cara por conseguir una cerveza. Hasta allí nos acercamos mis amigas y yo a comprar agua cuando vimos llegar a una pareja. Extendieron sus toallas a las puertas del chiringo, se quitaron toda la ropa y empezaron a darse crepita el uno al otro. A ella debía de preocuparle bastante que a su amorcito se le quemara el manubrio, porque hay que ver los meneos que le daba… Lo mismo podría decirse de él con las tetas de su amada. Los niños tenían los ojos como platos y sus escandalizados padres ni te cuento. Y digo yo, puestos a elegir, ¿no habría sido mejor tumbarse a disfrutar del verano y del amor unos metros más allá? Porque mira que había playa…

En fin. Pero a lo que iba, que me pierdo. Tras mucho divagar y mucho discutir todo esto con un grupo de personas a raíz del dichoso programa, acabé aceptando la invitación de alguien para ir a cenar a casa de unos amigos suyos que practicaban el “nudismo casero”. Así lo llamó. La idea era que yo lo conociese de primera mano, pudiera hablar con ellos, etc. Me pudo la curiosidad y acepté. Error. Gran error. Que no es que no fueran majos, no, eran majísimos, pero nada más abrir la puerta de la casa y ver a ese señor y a su barriga como un Adán cualquiera con una cuchara de madera en la mano y una paño de cocina colgado de un hombro, supe que me había equivocado. Todos allí, sentados alrededor de una mesa de centro, de esas bajitas, y yo no podía dejar de pensar en lo fácil que era que algún vello de esos pubis que tenía en frente, bien frondosos, por cierto, acabara en el cous-cous de pollo con verduras o en la ensalada con vinagreta de miel. Y como esos pensamientos me quitaron el apetito, no paré de darle al vino para mantener las manos ocupadas. Cuando me invitaron a quitarme la ropa entendí que había llegado el momento de agradecer la cena y marcharme. Al final salí de allí como una cuba y convencida de que eso del nudismo casero no es para mí. No si tengo invitados, quiero decir.

El placer de mirar

Una cerradura, un pequeño agujero, una ventana, un resquicio… Si cualquiera de estos estuviera a vuestro alcance, si además estuvierais solos en una habitación y supierais que al otro lado de la pared alguien está practicando sexo, ¿echaríais un vistazo?

Yo siempre había pensado que no, no sé bien si por pudor o por rechazo. Supongo que una mezcla de ambos. O quizás porque aún me estremezco del mal cuerpo que se me quedó cuando, a mis 16 años, descubrí a un tipo con la cara pegada al cristal trasero del coche de mi padre mientras pelaba la pava con mi primer novio. Nos llevamos un susto de muerte.

Como mucha gente, siempre había unido a los mirones, también llamados voyeurs, con una connotación peyorativa. Vamos, que los tomaba (y a algunos los sigo tomando, lo admito) por unos pervertidos que se excitaban tocándose mientras observaban porque eran incapaces de conseguir otra cosa. De hecho, el voyeurismo en sí es definido como una conducta, que puede llegar a ser parafílica, caracterizada por la contemplación de personas desnudas o realizando algún tipo de actividad sexual con el objetivo de conseguir excitarse.

a00193482 001Como siempre, y como en todo, hay niveles. Yo nunca lo he hecho, pero hay quien me asegura que explorarlo en pareja puede ser interesante. El cine y la literatura están repletos de historias de amantes que llevan al límite su relación incluyendo a un tercero en su vida íntima, ya sea para mirar o para ser mirados. En este sentido muchos estudios apuntan, además, que todo aquel que disfruta observando es, igual o en cierta medida, exhibicionista.

Y volviendo al principio… De estar en esa habitación, ¿miraríais, o no? Insisto en que yo pensaba que no, hasta este septiembre. Aún no había acabado el verano y tuve que ir al típico bodorrio familiar del que no hay manera de escaquearse. Además era de la parte pija, y malditas las ganas que yo tenía de ir a dejarme un pastizal en viaje, regalo, traje y suite (no había otra cosa) en un club de golf lleno de guiris tan blancos como forrados. Si hay algo con lo que no puedo es con un hombre en pantalones cortos y mocasines…

Pues ahí estaba yo, en el día previo al evento, dispuesta a aguantar estoicamente las charlas y preguntas indiscretas de familiares varios, cuando, al salir de mi habitación no compartida con nadie me topé con la ventana de la suite de enfrente. Ni me hubiera fijado si no hubiera sido porque se oía una débil melodía, se percibía una luz muy tenue y las cortinas (no había persianas) no estaban corridas del todo. Desde mi puerta no se veía nada, había que acercarse para hacerlo, y antes de saber por qué y sin ni siquiera tiempo para preguntármelo me encontré a mí misma junto a la ventana, moderadamente nerviosa por el miedo a ser descubierta. Ni lo pude ni lo quise evitar, así que miré a través del cristal.

Lo que vi aún me perturba. Había un hombre joven, de unos treinta y tantos, moreno y completamente desnudo. Estaba erguido pero de rodillas, en la cama, donde yacía tumbada una mujer rubia a la que no pude ver bien la cara. Tampoco a él, que todo el tiempo se mantuvo de espaldas a mí. Lo vi acariciarla, desde el pelo a los pies pasando por los ojos, los labios, los pechos… toditos los rincones. Y sobre todo, lo vi moverse, lento y acompasado, ese culo perfecto danzando en semicírculos que me resultaban hipnotizantes.

No sé cuánto tiempo pasé allí, observando como la más pervertida de todas las mironas. Solo sé que escuché un ruido, me asusté y salí corriendo. “¿Dónde estabas niña, te estábamos esperando para ir a cenar?”, me espetó mi padre, que me seguirá llamando así incluso el día que cumpla 50 años. “Es que me ha dado un mareo y he tenido que tumbarme un rato”, respondí acalorada. A la mañana siguiente, mientras paseaba por la piscina de aquel pijerío en las horas previas a la boda, no podía dejar de mirar a mi alrededor preguntándome si estaría allí el dueño de aquel culo. La verdad es que me pareció que ninguno de los presentes estaba a la altura. Mejor así, pensé. No fuese a ser que la realidad me arruinase el recuerdo.