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Los celos de la mujer de su amigo

Han sido amigos toda la vida. Vecinos de tabique y acera que han compartido juegos, meriendas y fiestas de cumpleaños repletas de gusanitos y refrescos de cola. Guardería, colegio e instituto; veranos de piscina y escapadas callejeras. Misma pandilla, mismos bares, mismas fronteras. Juntos estaban en su primera borrachera y juntos también afrontaron muchos problemas. Se intercambiaron los hombros llenos de mocos cuando necesitaron llorar desengaños amorosos, y en cada momento importante siempre estuvo uno en el umbral del otro. Ni demasiado lejos ni demasiado cerca; lo justo para llegar a tiempo y tender una mano amiga. No había que esforzarse; salía solo.

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Fue ella quien recogió sus pedazos cuando su hermano murió en accidente de coche; ella quien lo ánimo a juntar los trozos y marcharse fuera, recorrer mundo y conjurar a la muerte con sorbos de vida. Pero vida de la buena, de la que avanza a borbotones, no de la que deja pasar los días. Lo vio reír y llorar junto a una preciosa francesa, partir algún corazón, montar un negocio e instalarse de vuelta. Hasta que un día él conoce a una nueva chica, se enamora, y se empiezan a torcer las cosas.

“Tus amigas me miran mal, no ponen ningún interés en conocerme. Sobre todo esa, la rubia”. Mal comienzo; empieza la ponzoña. “¿Y por qué tienes que acompañarla tú al taller, no la puede llevar su novio?”. La mierda continúa. Si salen todos juntos, en grupo, y ella se quiere ir a casa y él intenta quedarse un rato, bronca. Si la rubia está enferma y él acude a visitarla, bronca. Si hablan demasiado rato o si se ríen demasiado juntos, bronca. Si ella se niega a ir a su fiesta de cumpleaños y él insiste, bronca.

No paraban de crecer los muros y multiplicarse las grietas. “Me hubiera gustado que nacieras el día que te conocí”, le dijo una vez. Es decir, borrar su vida, su pasado, todo aquello aquello que existiera antes de ella y le resultara molesto, amenazante. Que habían quedado para comer, se ponía mala, había que cancelar. Que los invitaba a una fiesta, iba solo para intoxicar: “No me hace caso, se ríe de mí con sus amigas, la he pillado criticándome, no me gusta cómo te toca, al pasar junto a mí ha intentado darme un codazo…” Y así, poco a poco, fue sembrando el veneno de la duda, de la sospecha, hasta que logró acabar con toda la complicidad entre ambos y con cualquier cosa que pudieran compartir.

Al principio, su amiga se revolvió, claro. Pasó de la prudencia a defenderse y de ahí directamente al ataque, cometiendo el error de decirle a aquel que hasta entonces había sido su amigo todo lo que pensaba. Gran equivocación, la de decirle al que tiene los oídos tapados todo aquello que no quiere oír. No se puede obligar a ver a quien prefiere vivir ciego. Y aunque le costó aceptarlo, al final asumió que había perdido un amigo.

Ahora lo ve una vez cada mucho, cuando se lo encuentra de casualidad por el barrio y se saludan como viejos conocidos, cordiales pero fríos. Tiene su misma cara, pero ella solo ve a un extraño. La otra noche, supone que porque estaba borracho, recibió un mensaje en su móvil. Lo había borrado de su agenda, pero era imposible no reconocer el número, después de tantos años. “Ya no sé ni quién soy, he perdido a todos mis interlocutores válidos”. Eliminó el mensaje y apagó el teléfono: “Deben de haberse equivocado”.

Amistad y amor secreto

Sabe que es ahora o nunca, pero se muere de miedo. Lleva enamorado de ella toda la vida, desde que sus padres aparcaron la furgoneta de mudanza en frente de su casa y la vio abrazada a su perro en medio de tantas cajas. Entonces tenían 8 años. Acampadas, juegos, vacaciones, navidades y meriendas compartidas. Lazos familiares, la inocencia intacta y en el horizonte la promesa de toda una vida. Fue a él a quien abrazó, con la excusa de los sustos, la primera vez que les dejaron ver Los Gremlins.

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Pero el tiempo pasa y él nunca se atreve; las cosquillas se difuminan y ella se echa su primer novio. Nada más allá de pasear de la mano y unos cuentos besos, lo justo para que él se sienta como si le hubieran arrancado las tripas. Cuando quiere darse cuenta, ya ocupa el papel de “insustituible mejor amigo”.

La próxima será mi oportunidad, se dice, pero nunca da el salto, y aferrado a su paracaídas la ve moverse por la vida año tras año, novio tras novio, mientras él permanece quieto, en el lugar de siempre, aguardando. Un curso a Estados Unidos, erasmus a Francia, un trabajo en Londres… “¿Con lo guapo y listo que eres, y con todas las tías con las que andas, cómo es que nunca te echas novia”?, le pregunta ella en uno de sus regresos. Ninguna me llega como tú, ninguna me toca el alma, piensa él, a la vez que calla. En la superficie, solo un falsa sonrisa pícara, de tipo duro. “Alguna vez alguna te la devolverá y te romperá el corazón”, le dice ella, ajena. O no…

De alguna forma, siempre lo ha sabido. Igual que todos. Un secreto a voces; un grito silencioso. Un quien no arriesga no gana y aquí, de momento, perdemos todos. Ella ha vuelto, de nuevo. Se acerca la navidad y ha vuelto, como en el anuncio. Solo que esta vez regresa con el corazón hecho jirones, en una cajita de madera. Y ahí está su amigo, su gran amigo, para enjugarle las lágrimas. “¿Tendrás un huequito para mí esta noche?”, pregunta ella. “Sí, claro”, responde. Ante sí el resto de su vida, bajo sus pies, un acantilado. ¿Se atreverá esta vez a saltar? ¿Querrá por fin ella empujarlo?

Pasarse media vida siendo ‘la otra’

Llevo todo el día dándole vueltas a la historia de dos mujeres que no se conocen entre sí, pero que tienen mucho en común, más de lo que podrían imaginar. Ambas tienen sesenta y tantos años y las dos tienen varias hijas, ya mayores. Casualidades de la vida, dos de esas hijas, una de cada, abandonaron hace muchos años su Extremadura y su Galicia natal, respectivamente, para buscarse la vida en Madrid, donde se conocieron… y donde me conocieron a mí. Con el tiempo nos hicimos muy amigas y un día, mientras destripábamos a nuestras familias entre copa y copa, descubrimos que la trayectoria vital de sus madres era asombrosamente parecida.

Mujer de pueblo, que se casa joven con su novio de toda la vida y cría varios hijos. Ella limpia la casa y zurce calcetines mientras él trabaja honradamente. Aburrida, se asoma a menudo por la ventana del salón y descubre que desde allí puede ver, a través de un cristal, a uno de los trabajadores del banco de enfrente, que cada mañana a la misma hora se sienta frente a su mesa, en un despacho. Que hombre más guapo, piensa. Y sin que nadie sepa cuándo ni cómo, acaba enamorada de ese señor, a su vez casado y con un hijo, y convertida en su amante.

a00508825 1235La aventura empieza a alargarse; él le promete que dejará a su mujer y ella, confiada, decide poner fin a su matrimonio. Drama familiar, escándalo en el pueblo, habladurías… Podéis imaginaros. Pero el tiempo empieza a pasar y ese momento nunca llega. “Voy a esperar a que mi hija termine el colegio”, le dice. Después del colegio llegó el instituto y luego, la universidad… Hoy la hija del empleado de banco está casada y tiene descendencia. Han pasado más de 20 años y la madre de mi amiga sigue siendo ‘la otra’, aquella con la que se va a tomar el aperitivo a diario, con la que da un paseo un par de veces a la semana y con la que se acuesta los viernes por la tarde, con el tiempo justo para no llegar tarde a cenar en casa con la familia.

La historia de la otra mujer es prácticamente la misma, salvo algún matiz. En este caso se trataba de un vecino. Al principio solo se daban educadamente los buenos días cuando coincidían en el rellano, o esperando el ascensor. Luego ya sabéis, el mismo final repetido tantas veces en tantas historias similares. Salvo que en esta ocasión, para variar, él le acabó confesando que nunca dejaría a su mujer. Aun así, ella optó por separarse de su marido y apostar por una vida de mentiras, de ocultamiento, de estar siempre a la sombra, en un segundo plano. Como cuando al señor le dio un infarto y fingió ser familiar de otra persona para pasearse por el hospital sin levantar sospechas, atenta siempre a cuando se iba su “verdadera” familia para poder visitarlo.

De nada han servido los sermones de sus hijas, que no entienden cómo sus madres han dejado pasar media vida en una relación que no les reconoce nada, de la que no pueden esperar nada, salvo un ratito de compañía. “Han tirado su vida a la basura”, dicen con pena. Y la verdad, por más vueltas que le doy, yo tampoco alcanzo a comprenderlo. “Lo que temo es no enterarme si le pasa algo, no poder cuidarlo. ¿Y si se muere y después de toda una vida ni siquiera puedo ir a su entierro?”, dicen una y otra vez, como una letanía, según mis amigas. Ese es el principal temor de ambas mujeres. Hasta eso tienen en común.