Archivo de septiembre, 2013

Sobre el blanqueamiento anal y la cirugía estética íntima femenina

La primera vez que oí hablar del blanqueamiento anal pensé que era una broma. Fue gracias a Paris Hilton, que reconoció públicamente hace unos años haberse sometido a uno. Se ve que la inquieta muchacha ya se había aburrido de comprarle todo lo comprable a su chihuahua y pensó que estaría genial que su ojete hiciera juego con el tono de su pelo. Esta técnica, conocida como anal bleaching, se puso de moda entre strippers y actores porno, y en menos que canta un gallo se convirtió en el “no va más” de las clínicas estéticas al otro lado del charco, especialmente en Miami, Colombia y Venezuela.

a00603354 271Desconozco el nivel de implantación de dicha práctica en España, aunque haciendo una búsqueda rápida en Google he encontrado varias clínicas en Madrid que ofrecen tratamientos para “blanquear los genitales y la región anal”. Las técnicas van desde cremas decolorantes a peelings químicos y tratamientos con láser. Y como no, ofrecen financiación en “cómodos plazos”. ¿Pero de verdad hay alguien dispuesto a pedir un préstamo o a pagar aunque fuera 15 euros por aclararse el culo? Pero, ¿estamos locos?

Pues parece que sí, porque al buscar información sobre el bleaching me he encontrado, además, con tropecientos artículos que informan de que “las intervenciones de cirugía estética íntima femenina se han duplicado en los´últimos cinco años en España”. Es decir, que cada vez más mujeres deciden pasar por un quirófano para una “lipoescultura del pubis o del monte de Venus”, para estrecharse la vagina, reconstruirse el himen o hacerse una labioplastia. Esto es, recortarse los labios menores, un procedimiento con serio riesgo de disminuir la sensibilidad erógena.

Y digo yo, ¿no teníamos bastante con los complejos tradicionales, los de toda la vida, que ahora tenemos que importar las gilipolleces y excentricidades de cualquier idiota? Que una cosa es hacerse las ingles brasileñas y otra muy distinta acabar con un láser tipo Darth Vader chamuscándote el periné. Como si el macizo de turno se fuera a ir a la cama contigo solo porque tuvieras el ano más blanquito del lugar. A menos que se trate de un racista anal, claro está.

Aunque no sé, igual estoy exagerando. ¿Vosotros qué pensais? ¿Es una mejora como otra cualquiera? ¿Merece la pena? ¿Le dais importancia a esos detalles?

La ropa interior, ¿mejor sexy y sofisticada?

Leo en distintas revistas especializadas que este otoño vuelve pisando fuerte la lencería sexy y sofisticada. Y debe de ser verdad, porque no paro de ver escaparates por doquier con prendas tan deliciosas como sugerentes adornando los cuerpos de toda clase de maniquíes (esqueléticas todas, por cierto).

Las veo ahí, con sus rasos, sus encajes y sus ligueros y me dan ganas de tocarlas, casi. Parecen hadas. A puntito estuve el otro día de entrar en una de estas tiendas, que las hay a montones en cualquier centro comercial, y volverme loca comprando bragas, sujetadores y prendas que no sabía ni cómo se ponían. Pero luego pensé, ¿y para qué me voy a gastar yo este dinero, que no me sobra, si hace tiempo que no me como una rosca, si no tengo novio, ni ligue, ni perrito que me ladre? Vamos, que al final acabé comprándome un par de calcetines y una tarrina gigante de helado de chocolate para ponerme hasta las cejas de eso que dicen que es el gran sustitutivo del sexo (el que lo dijo es que debe de haber follado muy poco).

colección 2013 de Agent Provocateur Luego me arrepentí. Porque la verdad, antes o después acabará esta sequía y el estado de mi ropa íntima no puede ser más lamentable. Si hasta tengo un sujetador al que se le ha roto la tira y en lugar de tirarlo, le he hecho un nudo y ahí sigue, para los días de diario. Cutre a más no poder, lo admito. Mis amigas amenazan con allanar mi piso y tirar a la basura el contenido de mis cajones… Que esa no es la actitud, dicen. Y creo que tienen razón. Para ser sexy hay que sentirse sexy, y aunque el hábito no hace al monje, una ropa interior en condiciones puede ayudar bastante.

Conozco mujeres sin pareja que van siempre impecables bajo la ropa, altas ejecutivas de la lencería, que en ellas parece una segunda piel. Antes muertas que llevar unas bragas de algodón de esas que te venden de tres en tres en H&M y compañía, parecen pensar. Otras, en cambio, la usan de forma ocasional, en momentos especiales. Y también las hay que reniegan de lo que consideran una forma más de “tiranía y esclavitud”. “Comodidad por encima de todo”, escucho en más de una ocasión. A ellos, en cambio, parece entusiasmarles. No he conocido a uno solo al que no se le iluminara la cara ante un provocativo liguero o un insinuante corsé.

¿Qué opináis? ¿Sois de los/as que os gustan este tipo de prendas u os da exactamente igual?

Los errores más repetidos en el sexo oral

Hace unos días leí en El Mundo que han abierto una escuela de sexo oral en Moscú, a la que por lo visto acuden rusas a diario para ser mejores en la cama. A mí todo lo que sea para aprender y mejorar me parece estupendo. Y si encima ese afán de superación tiene que ver con el sexo, más aún, pero reconozco que me tocó la moral que la escuela en cuestión sea solo para mujeres. ¿Acaso los hombres lo saben todo acerca de esta materia?

Yo no sé cómo será el tema en Rusia, pero lo que es aquí, el panorama a veces deja mucho que desear. Echando la propia vista atrás y teniendo en cuenta lo que me llega por ambas partes, tanto hombres como mujeres tenemos mucho que aprender. Sin generalizar, por supuesto, pero a menudo somos torpes, muchas veces callamos por no incomodar, y otras tantas olvidamos que el sexo real poco tiene que ver con lo que vemos en las películas. Sobre todo si se trata de cine porno.

Sexo oralLas quejas más repetidas por unos y otras tienen un denominador común: el mal olor y la falta de higiene. Agua y jabón, por favor, que estamos hablando de sexo oral. Esto es como el anuncio de la casera: si no hay fregado, nos vamos. Y no se trata de que uno tenga que ponerse ahí a darle a la esponja justo antes del gran momento, sino de un poco de sentido común… y de compasión por el otro. Empatía.

Pasarse de frenada con los dientes y el aburrimiento por los movimientos repetidos también están en el top five de las quejas en el sector masculino. Para combatir este último sugieren sutiles cambios de ritmo, un poquito de imaginación y no “desgastar el frenillo”, como le he oído a alguno. Lo de acariciar los testículos durante la faena está muy bien, pero ojito con no apretar demasiado. Ellas, por su parte, insisten en que lo de agarrarles la cabeza para marcar el ritmo de la felación no mola. Tampoco está de más recordar a alguno que, cuando se prolonga, las gargantas se agarrotan y que por definición, si se empeñan en introducir el asunto hasta la campanilla, lo único que conseguirán es provocar arcadas.

Muchas mujeres afirman que algunos hombres creen que el clítoris es un interruptor que hace que salten al techo de placer en cuanto se les toca. Cuanto más, mejor. Error. No es tan simple: hay que currárselo. Si uno se cansa, puede ir alternando con la masturbación. Acariciar los pechos también ayuda. Pero claro, hablamos de acariciar tetas, no de estrujar pelotas de goma de esas contra el estrés. Ella puede ir también marcando el ritmo con suaves movimientos, pero con cuidado de no acabar asfixiando a nadie. Que hay veces que apretamos tanto las piernas que, decimos algo en el fragor de la batalla y el otro, ahí casi sin oxígeno, no se entera de nada, con las orejas aplastadas y más rojas que la camiseta de la selección. Ya lo decía Raimundo Amador en esa fantástica canción…

Pues eso. Que viva el aprendizaje y que ya se sabe: despacito y buena letra.

La soledad del viejo seductor

“Lo que más me duele de haber llegado a viejo es todas las mujeres guapas que veo por la calle y que ya nunca me podré follar. Pero de todas ellas, la que más me duele es Alicia. A ella nunca la podré tocar”. Esta frase de viejo verde pasado de rosca fue la que le soltó su padre a un conocido mío hará unos cuatro años años. Él, que por aquel entonces tenía 28, estaba acostumbrado a las procacidades y excesos de su progenitor, pero aquel comentario sobre la que todavía era su novia (a día de hoy la única que realmente ha querido) le molestó sobremanera.

Siempre tuvieron una relación extraña. La viví bien de cerca porque era el mejor amigo de mi exnovio. Listo, guapo, brillante… un imán para las tías. Sus padres se separaron cuando él era un bebé y ninguno volvió a tener hijos. El viejo se mudó a una ciudad de la costa y durante años ejerció de padre en la distancia. Casi siempre ausente, pero siempre presente. A medida que sus conquistas compulsivas se fueron espaciando, intensificó el contacto con el chaval, hasta el punto de que, más que padre e hijo, acabaron por comportarse como hermanos.

viejo seductorPese a la edad, el viejo aguantaba el tipo y con su postureo y sus modos de caballero siempre engatusaba a alguna, por supuesto más joven, a la que usaba y tiraba como si fuera de papel. Llegó a tener tres novias a la vez. Para él eran como animales de compañía, instrumentos para su placer. Incapaz de amar a ninguna. “Las mujeres son para follar. Para todo lo demás ya están los amigos”, solía decir. Un enfermo de seducción y misoginia que necesitaba nuevas presas para olvidar el peso del vacío y de la vejez.

Recuerdo que cuando me lo presentaron me tiró los trastos, como a todas, y se puso a mis pies, todo sonrisas y ojitos, rodeado de los amigos de su hijo, que lo miraban divertidos y admirados. Uno más del grupo, pero con 30 años más. Sentí pena, en el fondo. Creo que llegó a vivir la vida a través de la de su hijo. Se hizo un yonqui de sus experiencias, lo necesitaba para sentirse vivo.

Al padre le perdí la pista un tiempo, lo veía como mucho una vez al año. Al hijo, como os dije, lo tuve cerca una buena temporada. Lo vi perder a su chica, Alicia, después de que ella se marchara harta de que le pusiera una y otra vez los cuernos. También estuve lo suficiente para conocerle mil rollos que siempre acabaron en nada, chicas ilusionadas que nos presentaba y que luego no volvíamos a ver nunca.

Este fin de semana volví a verlos. Cenaban en una terraza cerca de la Gran Vía y me paré a saludarlos. Al viejo le costó levantarse. Estaba enfermo y se le habían venido encima unos cuantos años, pero no abandonó sus poses de galán. El hijo pareció alegrarse realmente de verme y me invitó a sentarme un rato. Nunca los había visto a solas, tan juntos, tan parecidos. Pese a los kilos de arrugas, podrían intercambiarse los ojos y seguirías intuyendo a la misma persona. Sentí una inmensa tristeza.

Miedo repentino al cunnilingus

Desde que Michael Douglas soltara la bomba a principios de verano, son muchos los hombres que me han confesado, y lo digo completamente en serio, que el cunnilingus ya no ha vuelto a ser lo mismo para ellos. Refrescaré la memoria a los despitados: el actor, que en su día se confesó adicto al sexo, afirmó el pasado mes de junio en una entrevista que el cáncer de garganta que padeció había sido “causado por HPV (virus del papiloma humano), que proviene del cunnilingus».

Aunque un portavoz del actor trató luego de matizar sus palabras, el escándalo estaba servido. Douglas olvidó mencionar su tabaquismo y lo mucho que había empinado el codo durante toda su vida, motivos ambos que están relacionados «con más del 80% de los tumores de cabeza y cuello». Que sí, que hay muchos tipos de virus del papiloma humano y que alguno puede ser muy puñetero, algo de razón no le falta, pero no es este el tema que nos ocupa.

Miedo al cunnilingusMe sorprendió muchísimo comprobar como, a raíz de aquellas declaraciones, algunos hombres de mi entorno habían cambiado sus hábitos sexuales. Y no hablo solo de encuentros en plan “aquí te pillo aquí te mato”, donde es lógico ser más precavidos. Un amigo que lleva 7 años con su mujer me reconocía que desde entonces no ha vuelto a practicarlo. Ella se ha enfadado porque siente que la acusa de infiel o de portadora de un virus que asegura que no tiene, pero él mantiene que no tiene nada que ver. Argumenta que desde entonces no puede dejar de ver lo que tiene entre las piernas como una posible amenaza, que le dan arcadas solo de pensarlo. Según sus propias palabras, “ha perdido toda la gracia”. Eso sí, no tiene ningún problema en follar sin condón, lo cual es un poco contradictorio, ¿no? Ella está que trina, así que llevan unos meses que ni lo uno, ni lo otro.

Y aunque este es el caso más extremo, no es el único. Ya os digo que son varios los que, de una u otra manera, han dejado de lado esta práctica tan antigua como placentera. Pero claro, tiene que serlo para ambos, si no, no funciona. Me pregunto si será solo algo pasajero, hasta que se les pase la impresión. ¿Os suena de algo esta situación? ¿También se os han disparado los escrúpulos o creéis que están exagerando?

El poder del pie como fijación erótica

Tengo un compañero de trabajo que anda muy deprimido porque se acaba el verano. A él se la sudan los días cortos y las noches eternas, el frío, la lluvia y todo lo demás. Lo que realmente le entristece es que a medida que bajen las temperaturas irá desapareciendo de su vista su máxima fijación erótica: los pies femeninos. Todos los años, cuando llega el buen tiempo y las mujeres empiezan a cambiar las botas por las sandalias, se vuelve literalmente loco. Anda todo el día de un lado para otro salido perdido, y si encima llevan las uñas pintadas o algún anillito, entonces ya solo le falta aullar.

A mí me hace mucha gracia y las chicas de la oficina se lo toman a coña, pero es una fijación real y muy muy fuerte. Él lo pasa mal, porque dice que condiciona sus relaciones, que se siente un incomprendido y que muchas veces se siente un bicho raro. No es que no disfrute con otras partes del cuerpo femenino, pero ninguna supera la excitación que le provoca un pie de mujer bien cuidado y desnudo.

PiesEsta fijación, que algunos confunden con fetichismo (proyectar el placer sexual sobre objetos), es de las más comunes entre varones. Se llama podofilia y desde la psicología se le ha dado un sinfín de explicaciones, algunas de las más peregrinas, la verdad. El caso es que, como todo en la vida, tiene distintos grados y depende de la persona. Aunque claro, hay casos extremos, como el que se encontró mi amiga Blanca hace un par de años.

Una noche de copas en una terraza de verano conoció a un tipo con bastante buena planta y conversación con el que acabó quedando a cenar al día siguiente. Antes de llegar a los postres ya se habían comido la boca y en cuanto el camarero les trajo la cuenta salieron pitando hacia la casa de él, que es la que estaba más cerca. Pues nada, magreos para arriba y para abajo, tú toca aquí que yo toco allá, todo bien y aparentemente normal… solo que el tipo, no conseguía correrse. Hasta ahí todo normal también. Ya sabéis, primera cita, nervios, varias copas de vino encima, nada del otro mundo, vaya. Pasa hasta en las mejores familias. Pero la cosa cambió cuando ella, divertida, accedió a la petición de él de ponerle los pies en la cara mientras se masturbaba. No tardó ni 30 segundos.

Quedaron varias veces en los días sucesivos y Blanca fue advirtiendo que el tipo cada vez estaba más obsesionado con sus pies, hasta el punto de que llegó a tener la certeza de que la penetraba solo para cumplir el trámite y poder así entregarse a su auténtico placer. La llamaba antes de las citas para pedirle que se pintara las uñas de tal o cual color, incluso se ofreció a regalarle una pedicura, algo que ella declinó. Pronto comprendió que él no obtenía ningún disfrute en tocarla, ni en estar con ella. Solo le interesaba la parte final de sus extremidades inferiores. Sin ellas, era incapaz de llegar al clímax. Nunca más volvió a cogerle el teléfono.

Crónica de una infidelidad anunciada

Por primera vez en años, vuelve a sentir vértigo. No, mareos no; no hablo de ese vértigo. Hablo del otro, del que se te agarra a la boca del estómago y hace que te tiemblen las rodillas. Ayer la vi a la salida del cine. Le brillaban los ojos y no paraba de sonreír. Lo hacía casi compulsivamente, como una adolescente. Entonces lo supe.

Cada vez tiene más cerca la frontera de los 40 y siente que se le pasa el arroz. Lleva con su marido desde el instituto. Un tipo majete, sí, hasta atractivo, y no es un mal padre para sus hijas. Eso sí, quienes les conocen saben que es en ella en quien recae el peso de la responsabilidad. Es ella quien organiza horarios, la que pone normas, la que marca los límites y hace el trabajo sucio; ella quien las arropa, les pone un espejo delante y las obliga a hacerse las preguntas adecuadas.

CamaHace años que siente que tiene que suplicarle para que la toque. Ha probado de todo: viajes que él casi siempre cancela, escapadas pretendidamente románticas, ropa sexy, dietas milagro… Nada. Él no la mira, no la siente, no la ve. Ella se rebela, le explica, le reprocha… pero al otro lado no se mueve nada. Y ahí sigue, levantándose cada mañana, preparando colacaos y tirando del carro de un matrimonio en el que solo ella parece ponerle ganas. Lo quiere, lleva toda la vida con él. No quiere hacerle daño… pero siente que su vida se consume y el reloj no perdona.

Y ahí, en medio de ese lugar de hastío y frustración, se encuentra de repente con alguien que hace que vuelva a sentirse ilusionada. No ha pasado gran cosa, en realidad. Bueno, según como se mire. Unos cuantos mails, otros tantos mensajes y algún encuentro fugaz, pero a juzgar por su cara y su sonrisa, bien podrían ser como las alas de la mariposa que aletean en Zurich y provocan un terremoto al otro lado del mundo.

Es fácil juzgar y dar lecciones desde el otro lado de la frontera; cuando uno no se ha visto en una situación similar o simplemente, no se han tenido opciones. Porque es muy fácil mantenerse fiel cuando se es feliz y nadie te pone por delante la oportunidad. Y no hablo de echar un polvo intrascendente…

Ella no lo tiene fácil. A un lado el abismo, el vértigo, el miedo, el fuego, las dudas; la línea que ya no podrá descruzar. Al otro, lo seguro, lo cotidiano, lo conocido… pero también una cama fría y un desierto de certidumbres.

No seré yo quien la juzgue. No seré yo.

La importancia de un beso

Hay besos, y besos. Largos, cortos, fugaces, húmedos, apasionados, lentos, rápidos, demoledores, mágicos, insípidos, inolvidables… El Kamasutra, sin ir más lejos, describe en sus textos más de 20 tipos distintos. Porque besar, más allá de un simple intercambio de saliva, es todo un arte tan antiguo como el hombre.

Suele ser la primera manifestación del deseo, el primer contacto entre los amantes y su importancia, tanto desde el punto de vista emocional como erótico, es vital. Hay besos que se te agarran por dentro y ya no te sueltan. Cuando hay dos que se tienen ganas y deciden al fin dar el salto que cruza la línea de sus labios, la descarga eléctrica que recorre los cuerpos y sacude el cerebro si el beso está a la altura es algo a lo que superan muy pocas cosas en este mundo. Química pura.

El BesoSe puede hacer el amor con un solo beso. No pasa a menudo, es cierto, pero a veces pasa. Y cuando pasa, puedes darte por bendecido… o por bien jodido. Porque esas tormentas perfectas no suelen tener marcha atrás y nunca se sale indemne.

Pero también hay besos capaces de arruinar la mejor de las promesas. Nada peor que descubrir, después de un deseo largamente macerado, que el tipo (o tipa) en cuestión es un baboso incapaz de controlar sus glándulas salivales, o que no para de chocar con los dientes, o un ansioso que te mete la lengua hasta la campanilla. Una más como esa y vomito, piensas, y tratas de ganar tiempo mientras encuentras una buena excusa con la que quitarte de en medio. ¿Cómo es posible, con lo bueno que estaba y lo que prometía? Lo es. Quizás sea de nuevo una cuestión de prejuicios, pero nunca me he colgado de ningún tipo que no me removiera la entrañas en el primer beso.

¿Es mejor dejar o que te dejen?

Cuando una pareja se rompe, siempre hay algún cretino cerca que lo primero que pregunta es: ¿quién dejó a quién? Más allá de la curiosidad morbosa y humana, que es entendible, lo que me molesta realmente es el tufo a prejuicio (sí, aquí cabalgan de nuevo), ese que parece catalogar a las personas y colgarles la etiqueta de pobrecitos/desgraciados a los dejados, y de tipos/as guays y duros a quienes dejan. Más de una vez he oído a gente hablar de otra gente con cierta admiración solo porque sus exparejas se quedaron hechas polvo tras la ruptura y tardaron en recuperarse. Como si eso les hiciera ser mejores o más atractivos de cara a los demás.

a00528242 581Soy consciente de que cualquier planteamiento sobre este asunto pecará de reduccionista (no se trata de hacer una tesis), pero la premisa es que el dolor, en ambos casos, es inevitable. Llorar por las esquinas y sentir que te mueres de pena, o sentir mucha pena y creer que te mueres de culpa. En este último caso, además, se suman grandes dosis de duda. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Y si no es que esté desenamorada, sino que no estoy sabiendo asumir las distintas fases por las que pasa una pareja? ¿Será peor el remedio que la enfermedad?

A menos que hablemos de un psicópata sin empatía, y por supuesto dejando fuera aquellos casos de historias muy chungas y rupturas aún peor, lo normal es que el que deja también lo pase mal. Y mucho. Porque aunque ya no estés enamorado, ¿cómo no vas a sufrir al asistir al fin de un proyecto en común por el que un día apostaste? ¿Cómo no te va a afectar el sufrimiento de alguien a quien has amado y a quien seguramente aún sigas queriendo? La costumbre, las rutinas, los recuerdos… Muchas cosas que llorar antes de poder abrazar nuevas causas.

El asunto es, ¿cuál de estas dos opciones es más deseable? Como todo, dependerá de la persona. En mi caso, lo tengo claro. Por mucho que duela, el abandonado siempre lo pasa peor. Esa sensación de desahucio, de vacío, de noches enteras pensando qué hiciste, en qué fallaste, la autoestima por los suelos… Además, siempre es mejor poder elegir. Aunque para ser sincera, he de decir que nunca he sido capaz de dejar a alguien de forma unilateral y tajante. El otro siempre me ha importado tanto, aunque ya no lo amara, que siempre he optado por intentar convencerlo de que él tampoco me amaba a mí. Y así, tras meses de mostrarles los beneficios de que rompiéramos, casi siempre acabé por convencerlos y que al menos pareciera una separación de mutuo acuerdo. Quizás por eso me llevo bien con casi todos. No es muy valiente, pero cada uno hace lo que puede. ¿Y vosotros?

A vueltas con el tamaño

Leo en las webs de numerosos medios que, cuanto más pequeños tiene los testículos un hombre, más tiende a involucrarse en el cuidado y crianza de sus hijos. A mí, personalmente, tal afirmación me provoca cantidades ingentes de escepticismo, pero es la conclusión de un estudio de la Universidad de Emory recién publicado por la prestigiosa revista Proceedings of the Nacional Academy of Sciences.

Cierto o no, la noticia me ha hecho volver irremediablemente al ya manido debate sobre el tamaño en lo que al sexo se refiere. En el caso del pene, las preguntas suelen girar en torno a si realmente importa, a si influye a la hora de dar placer o a si es verdad eso tan adolescente de que “más vale pequeñita y juguetona que grande y morcillona”. La verdad es que sobre esto los sexólogos ya han escrito ríos de tinta, como dice el tópico. Que si la estimulación está en el clítoris y con cuatro centímetros basta, que si lo que importa es el grosor por eso del roce “uniforme y constante”, que si a un pene demasiado grande le cuesta más alcanzar y mantener la erección…

penes2No digo yo que no sea verdad, pero al final, digan lo que digan los sexólogos, más allá de la técnica resulta que el tamaño, a veces, sí importa. Es una putada, pero es así. El otro día, sin ir más lejos, una amiga que llevaba varios meses en la más absoluta abstinencia me llamó emocionada para contarme que había conocido a un tipo muy atractivo e interesante con el que había quedado para cenar. Cuando le pregunté al día siguiente por su cita, no pudo ser más clara: “Me tocó talla mini. Se me escurría de la mano y dentro ni me enteraba. El pobre me preguntó dos veces si me había quedado dormida, y mira que me esforcé…”. No sé si sería para tanto o no, pero el caso es que no han vuelto a quedar.

Y no es la única. Ya sea por prejuicios, por fetichismo, por cuestión cultural o por ignoracia, lo cierto es que la mayoría de las mujeres con las que he alcanzado ciertos niveles de amistad han acabado por confesarme alguna anécdota sexual en la que hacían referencia al tamaño del pene. Que sí, que será un factor psicológico de percepción, pero hipocresías aparte, a muchas (y me incluyo) les tira para atrás que un tipo se baje los pantalones y que para agarrar su herramienta en el mejor de sus momentos basten dos dedos de una mano. Por no decir cuando le pides que entre y él, abochornado, te dice que ya está dentro. Tierra trágame.

No obstante, ninguna verdad es absoluta, y menos en el sexo. Lo mejor, en mi humilde opinión, es una buena combinación entre tamaño y buen hacer. Pero ya lo dice el dicho: la magia la hace el mago, no la varita. Para gustos los colores y para prejuicios, ya estamos los demás.