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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Quiero ser una oveja negra

Las ovejas negras están en peligro de extinción en España.

No todas, eso es cierto, sólo una raza en concreto, la merina negra, apenas presente en un reducido número de explotaciones de Castilla y León, Andalucía y Extremadura. Escasamente nos quedan 18 rebaños, unos pocos centenares de ejemplares.

Y eso que la raza merina era hace 500 años negra y lo raro sería entonces ver una blanca. ¿Por qué hay ahora tan pocas?

Porque para vender su cotizada lana siempre se comercializó mejor la carente de color, perfecta para ser luego teñida. Fue por tanto la paciente selección artificial de los ganaderos, desdeñando a las oscuras y fomentando la cría de las claras, la que acabó modificando la coloración general del hato.

Por suerte la situación ha cambiado. Tras estar a punto de desaparecer hace una década, su número está aumentando de la mano de las subvenciones, el doble por ser una raza en peligro, pero también porque su carne es mejor y, dada su rusticidad, es más resistente a las enfermedades.

Lo que son las cosas. Siempre nuestros padres nos advirtieron que no fuéramos nunca la oveja negra del rebaño. Y resulta que serlo en estos tiempos de crisis tiene premio, subvención que le decimos ahora. Así yo también quiero ser una oveja negra.

Y por cierto, ¿saben que esa mala fama de las brunas procede de un error de pronunciación referido a una antiquísima costumbre monástica? Durante las reuniones de los monjes, san Benito ya obligaba a utilizar en las votaciones secretas habas negras o blancas que se introducían en una bolsa, para oponerse o aprobar algo por mayoría. Así te podía “tocar la negra” y ser castigado.

Los benedictinos usaban frecuentemente arvejas, guisantes, palabra que por proximidad fonética se acabó confundiendo con oveja. Cuya piel, dicho sea de paso, durante mucho tiempo se creyó corregía las cojeras.