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Carnismo, el nuevo palabro de los vegetarianos estrictos

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Me acabo de encontrar con un palabro, con un nuevo concepto, que no deja indiferente a nadie: carnismo. Dícese de aquel sistema de creencias que nos condiciona a comer determinados animales, a alimentarnos básicamente de carne.

Lo han adoptado los vegetarianos estrictos, los veganos, como contraposición a su elección, más que alimentaria, vital. Abstenerse del consumo o uso de productos de origen animal. No sólo comerlos. También usar pieles, lanas, aromas, tintes o cueros.

Yo no soy ni lo uno ni lo otro, pero he de reconocer que ambos términos me hacen pensar.

Melanie Joy, profesora de Psicología y Sociología en la Universidad de Massachussetts, es una de las que más están publicitando el carnismo por todo el mundo. Tiene la culpa su último libro, titulado: “Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas” (Editorial Plaza y Valdés, colección Liber Ánima).

Porque así se ha hecho toda la vida, dirá más de uno. Pero no es verdad. Hay mucho de cultural en los hábitos alimentarios; perfectamente lógico comerse un perro en China e inadmisible matar una vaca en India.

En nuestra cultura fue siempre así, justificará alguno. Pero tampoco. Hace apenas un siglo la carne era un aderezo en los platos de verduras y legumbres, en pequeñas cantidades, y ahora ocurre exactamente lo contrario, las verduras son un acompañamiento poco más que decorativo del filete.

Al margen de éticas y conceptos, la actual y planetaria tendencia social hacia el carnismo o como lo queramos llamar tiene efectos demoledores sobre el medio ambiente y nuestra salud. A más carne, más ganado y más cultivos de forraje. También más contaminación.

¿Solución? Quizá apostar por otro palabro: locávoro. Comer productos cercanos, apoyar a nuestra agroganadería más sostenible. Incluso en Navidad, cuando nos convertimos en consumidores compulsivos de todo: ¿Totalvoros?

Foto: Retrato de Rudolf II. Giuseppe Arcimboldo (circa 1590).

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Me confieso. Soy locávoro. Ni vegetariano ni carnívoro: omnívoro concienciado, consumidor de productos locales. No en su totalidad, pues vivo en una isla, pero sí al menos en lo que está a mi alcance en el pequeño pueblo de Fuerteventura donde habito.

La señora Isabel me trae todos los días leche recién ordeñada de sus dos vacas, unos animales formidables a los que trata y cuida como a queridas mascotas. Cuando la recojo está aún tibia. Y después de hervirla queda flotando una nata maravillosa, fantástica para hacer postres. Los huevos son de gallinas felices, esas que aún corretean por la calle y escarban en las cunetas. Y el pescado lo compro en la cofradía, recién capturado con viejas técnicas artesanales. Por no hablar del queso de cabra que hace Felipa, uno de los mejores del mundo.

Alarmados por nuestro desmedido impacto ambiental, cada vez somos más los que nos preocupamos por elegir productos de cercanía y de temporada, a ser posible ecológicos y mejor aún de razas y variedades autóctonas, las nuestras. Menos transporte significa menos consumo de combustibles fósiles, menos contaminación, pero también menos intermediarios. Un comercio más justo donde el productor recibe el dinero que vale lo que nos vende, con el reconocimiento del consumidor a su trabajo como inmejorable pago añadido.

Desgraciadamente, lo normal es lo contrario. En el mercado los productos vienen del otro extremo del planeta. Según un estudio de Amigos de la Tierra, los alimentos importados por España recorren más de 5.000 kilómetros hasta llegar a nuestra mesa. Ello supone la emisión anual de 4,7 millones de toneladas de CO2, un 67 % más que en 1995. Los productos más viajeros son cereales y piensos, pescados y mariscos, café, cacao y especias, frutas y legumbres. Vamos, casi todos.

Muy viajados, es verdad, pero yo prefiero la comida sin marear.

Foto: Efeagro

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