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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Confirmado científicamente: no es posible limpiar el mar de plásticos, hay que reducir la producción

Acumulación de plásticos en el mar.

Prácticamente todas las semanas surgen noticias de métodos casi milagrosos que son capaces de recoger los miles de toneladas de plásticos que emponzoñan el mar: drones y robots, filtros de arena, y barredores y aspiradoras de superficie. Se da casi por seguro que estas tecnologías serán capaz de solucionar la actual crisis ambiental de los plásticos. Pero una cosa es anunciarlo y otra es que funcione.

Los científicos han analizado hasta 38 dispositivos y tecnologías diferentes de recogida de plásticos marinos que pretenden recolectar y extraer la basura plástica del océano y la conclusión es desoladora. No solo son ineficaces, sino que incluso pueden ser tan perjudiciales como la propia basura que recogen.

Aunque a primera vista el objetivo de estas tecnologías parece atractivo, organizaciones ecologistas y científicos temen que supongan una amenaza para las mismas especies y ecosistemas a los que pretenden ayudar. También advierten de que estas tecnologías desvían la atención de las políticas que realmente abordan en origen el problema de la contaminación por plásticos, es decir, las que se dirigen a su producción y consumo.

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¿Hay que prohibir los chicles?

La nueva plaga de nuestras ciudades se llama chicle.

Lo mascamos compulsivamente incluso mientras hablamos, hacemos pompas, lo estiramos como niños pequeños y al final lo tiramos a la calle o lo pegamos en cualquier sitio, cual incómodo moco descomunal. Mírese las suelas de sus zapatos. Seguramente tiene ahora mismo alguno pegado en ellas. Caries aparte, la limpieza de chicles de la vía pública consume millones de euros de las arcas municipales todos los años.

En ciudades como Murcia o Málaga las patrullas quitachicles se gastan 12.000 euros al mes. En Vigo han dejado de hacerlo tras comprobar que limpiar un solo tramo de calle les lleva un día y no menos de 1.200 euros. Muchas localidades ya tienen costosas máquinas para eliminarlos (entre 30.000 y 50.000 euros), pero según acaban de limpiar por un lado, las pegajosas gomas vuelven a llenar las aceras por el otro lado.

Londres es sólo un ejemplo. Se necesitan 17 semanas para quitar los 300.000 chicles pegados en la céntrica calle Oxford Street, pero solamente 10 días para que la calle vuelva a estar como antes. Allí un chicle cuesta 3 peniques y despegarlo 10.

Más expeditivos, en Singapur el chicle está prohibido desde 1992. En esa ciudad-estado su uso sin receta médica acarrea multas para los infractores de algo más de 3.000 euros si es la primera vez, o de 6.000 euros para los reincidentes, con la posibilidad incluso de ser condenados a dos años de cárcel.

¿Habría que prohibir el chicle en España? Si fuéramos un poco civilizados no haría falta. Bastaría con envolverlos en su envoltorio original una vez consumidos y depositados en una papelera. Aunque si queremos seguir siendo unos guarros, tecnología y tradición están de nuestra parte.

Podemos volver a los orígenes, a mascar goma natural de la savia de un árbol llamado Manilkara zapota, al igual que hace 600 años lo hacían los aztecas, los inventores del chicle. Una cooperativa mexicana (Chicza Rainforest Gum) trata así de distribuir en Europa su chicle biológico, Chicza, nacido de los árboles chicozapotes de la selva mexicana, ecológico desde el principio de su preparación y biodegradable, pues una vez mascado, se deshidrata y se convierte en polvo.

La otra opción es seguir consumiendo goma artificial, pero del modelo ecológico desarrollado por Revolymer, una compañía surgida en la Universidad de Bristol. Un chicle que no se pega a nada y se degrada con el agua en tan sólo 24 horas.

Personalmente no me gustan los chicles, sean del tipo que sean. Tanto masticar para nada, que diría la abuela. Tampoco me gustan las prohibiciones. Pero lo de imponer multas fuertes por tirarlos a la vía pública me parece más que necesario, aunque sólo sea por el bien de nuestro calzado.