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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Siempre hubo ecologistas y malos cazadores

Ecologismo, respeto a los animales, caza sostenible no son conceptos modernos.

Un libro de principios del siglo XX titulado Tradiciones hispanas, de la editorial barcelonesa Araluce, escrito por María Luz Morales, ya defendía hace más de cien años esta filosofía de respeto a la Naturaleza que ahora todos abrazamos. E incluso mucho antes, pues apoyándose en una bellísima leyenda catalana de tradición oral, la escritora compone el cuento de El Mal Cazador.

En época ahora de tiradas, ojeos, batidas y otras masacres cinegéticas varias, bien está que los cazadores, buenos y malos, los que cumplen con la ley y los que se la saltan a la torera, tengan bien presente tan ejemplar y edificante historia que os paso a copiar a continuación.

Érase que se era un cazador tan aficionado a su oficio, con tan buenas piernas y mejor puntería que, como suele decirse, “donde ponía el ojo ponía la bala”. Es fama de toda Cataluña que jamás hubo en el mundo entero cazador como él.

Pero tanto y tanto llegó a cazar y siempre con tan buena fortuna, que los bosques de la tierra catalana empezaron a quedarse sin la gente menuda que suele poblarlos. Liebres, conejos, perdices, ardillas, gorriones, palomas torcaces o patos silvestres, no había casta de animal, corriera entre las matas o se elevara sobre los árboles, que estuviera libre del certero tiro de su escopeta o de la dentellada de sus perros.

(…)

Y sucedió que un día los moradores del bosque, cansados de sufrir, y viendo extinguirse, por culpa de aquel dichoso cazador, sus especies y castas, acordaron dirigirse al mismísimo Dios, Padre de todos, para suplicarle que se compareciera de ellos y pusiera término a tanto mal.

Y Dios se compareció de los pobres animalillos inocentes, y llamando al cazador a su presencia le orden que desde aquel instante no cazara sino lo indispensable para alimentarse.

El cazador prometió cumplir el mandato divino, y desde aquel instante empezó a padecer lo que no es ara dicho. Porque cuando tenía el estómago lleno no debía ya disparar un solo tiro, y las liebres pasaban entre sus pies, y las perdices volaban sobre su cabeza, y él tenía que hacer esfuerzos para dominar su impulso, que era echar el dedo al gatillo inmediatamente. Y tenía que sujetar a sus perros, lo que tampoco era flojo trabajo. Mas se contenía al fin y seguía cumpliendo el recepto divino.

Un domingo sucedió que el cazador pasó por delante de una ermita cuando el ermitaño estaba celebrando la misa. Y como el cazador era buen cristiano, dejó sus perros en la puerta, entró, y se arrodilló devotamente. Pero en el momento preciso en que el ermitaño alzaba el cáliz, cruzó por entre las piernas del cazador arrodillado una liebre tan magnífica como él no había visto jamás en sus largos años de correría por los bosques; los perros en la puerta empezaron a ladrar desesperadamente y el cazador, sin poder resistir aquella tentación, más fuerte que toda su buena voluntad, se levantó y echó a correr monte arriba, seguido de sus perros, tras la imprudente liebre.

Y dicen que tras ella corre todavía. Porque Dios le castigó a correr, correr siempre detrás de aquello que era para él más que nada de este mundo… ni del otro. Hace siglos que dura su carrera, y la liebre fantástica sigue corriendo delante de él, sin detenerse nunca ni para comer, ni para beber, ni para dormir.

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Las gentes de la montaña de Cataluña dicen que en las noches de tempestad, cuando silba el viento y retumba el trueno, es el Mal Cazador quien sale ruidosamente a cazar.

Dicen también que oyen el ladrar de los perros, el galopar del caballo, el sonar del cuerno y el renegar del escopetero y de los demonios que le sirven de séquito. Entonces cierran bien la puerta, se acercan al fuego y se santiguan.

Fuera, en la fría noche, el cazador maldito sigue corriendo, corriendo eternamente, tras esa imposible liebre fantástica.