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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Resucita el árbol más triste de la Tierra

El árbol de Ana Frank ha rebrotado desde las raíces. © Foundation Support Anne Frank Tree

El árbol más triste del mundo ya no existe. Se partió por la mitad en 2010, al no servir para nada la chapuza de armazón que a modo de muletas le habían instalado. Era un castaño de Indias y tenía 170 años. Su fama le llegó no por la edad, sino por su simbólica pena. Fue el árbol de Ana Frank. La niña del famoso diario.

En los dos años largos en que Ana estuvo escondida en Ámsterdam, su único contacto con la naturaleza y la libertad fue la pequeña ventana del desván. Desde allí, asomada a hurtadillas a un patio interior, Ana podía ver el cielo, los pájaros y ese castaño cuajado de flores en primavera.

Quería ser escritora. Pero acabó muriendo a los 15 años en un campo de concentración, enferma, con la cabeza rapada, semidesnuda, sola y asustada, quizá acordándose de ese árbol florido, de esa vida que el destino terrible le negó.

Tenía que ir a verlo. Y ha sido una de las experiencias más sobrecogedoras de mi vida. Hacer la larga cola para entrar en la casa-museo. Llegar frente a la estantería giratoria. Atravesar la puerta secreta. Ver su habitación vacía, adornada en las paredes con fotos de estrellas de Hollywood. Subir por esa misma escalera donde esperó muerta de miedo la entrada de los nazis que pusieron fin a su escondite y su vida. Alcanzar el segundo piso pero no poder subir al ático, cerrado a las visitas. Tan sólo un espejo te permite vislumbrar, muy de lejos, esa ventana de esperanza con vistas al castaño desaparecido. Aunque algo vi. Tras el cristal asoman unas hojas. Parecen de un olmo. Y sí. Al verlas lloré.

Entonces las víctimas fueron los judíos. Hoy son los palestinos. Muchos morirán recordando un árbol, una flor, un beso. Pero hay esperanza. Contra todo pronóstico, el castaño de Ana Frank ha rebrotado. Inicia una segunda vida. En unos años volverá a poder verse desde el desván. Una segunda oportunidad. ¿Nos la damos todos?

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Escalada

Estos días los paso en Amsterdam, una ciudad que no deja de sorprenderme. En un país donde la mitad del territorio son tierras ganadas al mar, era previsible que un deporte como la escalada fuese algo imposible. Pero no. Para eso están los rocódromos. Y en el centro de la capital holandesa hay uno ciertamente asombroso. De interior, claro está, pues aquí la climatología es habitualmente horrible. Se llama De Klimmuur y ya sólo su edificio resulta arquitectónicamente sorprendente: un cubo semihundido entre canales, rodeado de edificios ultramodernos y otros históricos.

De lejos no sabes si es un museo de arte contemporáneo o un bareto de moda, así que cuando pasas a su interior te llevas una sorpresa morrocotuda.

Ayer por la tarde, nada más atravesar la puerta de entrada, casi se me cayó encima una chica que bajaba del techo colgada de una cuerda, muy cerca de donde sus amigos la esperaban bebiendo refrescos en la cafetería instalada justo en medio de la gran nave, mientras sonaba buena música y la gente charlaba animadamente. Había decenas como ella colgados de las paredes.

Acostumbrado a la escalada en las montañas del norte español, estos espacios cerrados y musicales donde el personal habla entre susurros me alucinan. Con gente escalando de todas las edades y niveles. Incluso te ofertan cursos de iniciación.

Pero como en esta ocasión he optado por practicar el turismo inactivo (fuera de moverme a todas partes en bicicleta), renuncié a acompañarles. Me senté en uno de los confortables sofás del lugar e hice de genuino mirón ibérico. Todo un espectáculo gratuito.

¿Conoces algún lugar parecido en España?

Escalada2

Escalada3

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