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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

Estos son los hombres que parten el bacalao sostenible en Noruega

Iversen Børgen muestra orgulloso un colosal bacalao skrei recién pescado.

Ralf Kjeseth nació en Stavanger, una bellísima región sureña de Noruega famosa por el fiordo Lysefjord y el mundialmente conocido mirador pétreo de Preikestolen (El Púlpito). Pero a él le va más el norte. Por eso se ha ido a vivir al Círculo Polar Ártico, aunque no es tonto. Ha elegido el archipiélago de las Lofoten, apenas 25.000 habitantes, un paraíso de la naturaleza no tan helado como cabría esperar gracias a la cálida corriente del Golfo, lo que le permite disfrutar de un clima mucho más suave del que le correspondería. Aunque frío, hace frío.

A Ralf no parece preocuparle demasiado, ensimismado como está en la limpieza de un gran bacalao skrei de 14 kilos que acaba de pescar esta misma mañana. Con hábiles cortes de su afilado cuchillo va extrayendo el famoso hígado de bacalao que tanto hizo sufrir por su mal sabor a los niños de la postguerra española en un intento por acabar con el raquitismo. Separa también las huevas que me enseña orgulloso, pues era una robusta hembra. Y las lenguas, nuestras famosas cocochas, un delicado trabajo de extracción del que habitualmente se encargan en las Lofoten los niños.

«¿Vienes de España?», me pregunta sorprendido. «Creo que allí se come mucho bacalao noruego», afirma con un gesto orgulloso mientras retoma la tarea. Me explica que mañana volverá a hacerse a la mar en su pequeño barco, él sólo, igual que ha hecho hoy. Pero que saldrá muy pronto «porque por la tarde llega temporal de nieve».

Ralf Kjeseth limpia un skrei en el puerto de Nusfjord.

Su predicción meteorológica me provoca cierta preocupación. Estoy en las Lofoten gracias a una especial invitación del Marine Stewardship Council (MSC), la ecoetiqueta que asegura que el pescado que consumimos en el mundo proviene de una pesca sostenible certificada, respetuosa con el medio ambiente, manteniendo la biodiversidad del mar y asegurando que las generaciones futuras puedan disfrutar de un mar lleno de peces.

Formamos la expedición de periodistas medioambientales la francesa Cécile Cazenave, el fotógrafo mitad holandés y mitad noruego Eric Fokke, el sueco Johan Augustin y el finlandés Matias Manner. Yo soy el único ibérico. Y mañana, según el apretado programa previsto por el MSC, navegaremos junto a uno de estos valientes pescadores noruegos para conocer de cerca su trabajo. No quiero ni imaginarme cómo tiene que ser una tormenta de viento y nieve en el mar Ártico.

Fría y bella estampa del pueblo de pescadores de Nusfjord donde nos alojamos.

Estamos en pleno invierno polar. Viniendo en coche desde el aeropuerto de Leknes el paisaje es como uno se lo espera, gélido, con imponentes montañas graníticas con más de mil metros de altura cubiertas de nieve (no demasiada, aquí el cambio climático se nota mucho) reflejadas en apacibles fiordos bajo un viento glacial. Más parece que vayamos a una estación científica de la Antártida, o al menos esa es mi ilusión.

Pero en realidad vamos al paraíso noruego del ecoturismo. A la pequeña aldea de Nusfjord, en la isla Flakstadøya, un lugar de cuento tan hermoso, tan bello, tan bien cuidado, que ya en 1975 fue designado por la UNESCO como proyecto piloto para conservar la arquitectura tradicional noruega.

Otra vista de Nusfjord, un confortable paraíso helado.

Nos alojaremos en una rorbu, antigua cabaña de pescadores toda de madera levantada sobre pilotes a modo de palafitos, pintada de rojo por fuera para que sea bien visible entre la nieve, y de blanco en todo su interior para reflejar ese sol de medianoche tan esquivo. Justo enfrente, en una pequeña roca junto al muelle, tengo una preciosa colonia de gaviotas tridáctilas.

Me encantan estas aves, capaces de instalar sus nidos de algas en lugares inverosímiles, pero especialmente por los graciosos reclamos a modo de risa que no paran de emitir todo el rato haciendo honor tanto a su nombre científico (Rissa tridactyla) como al cacofónico inglés: kittiwake. Las escucharé durante toda la noche. Serán la banda sonora de este viaje.

Agotado por el esfuerzo, Øysten Rånes no está nada contento con la pesca de hoy.

La primera tarde visitamos el puerto de Ramberg. Acaba de llegar un barco cargado de bacalao. El patrón es Øysten Rånes, pero no viene nada contento. Lleva pescando desde las 4 de mañana y sólo trae 250 kilos de pescado, cuando lo normal es pescar más de una tonelada. Utiliza redes, no le gusta el palangre. Mucho menos los grandes barcos palangreros rusos con líneas de anzuelos de kilómetros de longitud. «Esos se llevan todo el pescado», protesta enfadado.

Por el camino paramos en uno de los muchos secaderos de bacalao que salpican el paisaje, elevados varios metros sobre el duelo para evitar que zorros y osos polares puedan zamparse el pescado. Explosiones periódicas de aire comprimido, a modo de disparos, espantan a las gaviotas tragonas.

Allí está Ole Grimestad colgando pacientemente de las perchas grandes piezas de bacalao, dejando que de enero a junio el viento helado y la sal hagan su trabajo de secado siguiendo una técnica ancestral utilizada desde hace milenios por los humanos para conservar tan nutritivo alimento.

Ole Grimestad coloca el bacalao en un secadero que hay junto a su casa.

A mí allí me huele todo a pescado pasado, pero Eric Fokke, uno de los pocos periodistas gráficos de las Lofoten, lo rechaza. «A mí me huele a dinero», asegura con sorna. Aprovecha para explicarme las tres calidades del bacalao. La de primera se llama Portugal, la de segunda «secunda», en portugués. Y la tercera África. Para ese continente va lo peor, especialmente las cabezas secas. Aquí no se tira nada, todo se aprovecha del bacalao, y aunque a España llegue siempre el salado sin cabeza, ésta se seca y sala igual.

Antes el mayor importador de cabezas secas era, curiosamente, Italia, pero ahora es Nigeria la que se hace con la mayor parte de estos también nutritivos desechos. Los secaderos de cabezas son, sin embargo, un espectáculo dantesco, como de cementerio gigante con miles de bocazas abiertas en un último suspiro. No me gusta nada esa visión de muerte, así que desvío la mirada hacia el fiordo y obtengo como recompensa disfrutar del vuelo de un joven de pigargo europeo. Mucho mejor.

Impresionante secadero de bacalao en las Lofoten.

Marinero ártico

Nos levantamos a las 4 de la madrugada y ya empieza a amanecer. En lugar de farolas, las casitas de madera tienen toda la noche lámparas encendidas en las ventanas del salón para facilitar su localización. Es una vieja tradición cuidadosamente conservada. Todavía se distingue claramente en el cielo helado la constelación de Casiopea. Y se escucha la incansable bulla de las gaviotas tridáctilas en su colonia. Hace un frío que pela.

Salimos en coche hasta el puerto de Ballstad. A esas horas todo el mundo ya está despierto en el pequeño pueblo, preparando barcos y redes para hacerse a la mar. El nuestro se llama Iversen Jr, 14,7 metros de eslora. Lo pilota Iversen, un recio noruego de 59 años, ojos azules como las aguas del fiordo, pálida tez curtida por el frío, sonrojada cual salmón al igual que su pelirroja barba, siempre feliz y siempre terminando sus frases con una risa a modo de coletilla parecida a un «Ah, ah, ah». Algo que, comprobaré más tarde, es habitual en el habla de los países nórdicos.

Pregunto por el resto de la tripulación pero no hay nadie más. Iversen Børgen es patrón, marinero y hasta cocinero. «Tuve una vez un ayudante, un chico joven, pero no aguantó el trabajo y se fue enseguida», justifica.

Rápidamente nos hacemos a la mar junto con otros diez barcos que poco a poco se van abriendo en abanico a medida que nos adentramos en un mar abierto que ruge salvaje. Nuestra embarcación es muy pequeña, apenas un cascarón de hierro. Salta inestable empujada por el embravecido oleaje y los fuertes vientos del norte. Algunos tumbos y pantocazos son especialmente violentos. Enseguida empiezan las primeras bajas (y vomitonas) entre el grupo de periodistas. En poco tiempo sólo aguantaremos en pie el fotógrafo noruego, el director de MSC Europa y yo, el canario.

Iversen blande el bichero con el que no para de izar cientos de bacalaos a cubierta.

Iversen lo hace todo, incansable, enfundado en un traje de agua naranja como única prenda de abrigo y protección, con un cigarrillo siempre apagado en los labios y una gorra americana de béisbol que escasamente le cubre la cabeza. Lanza las líneas de anzuelos cebados con gruesos langostinos, perfectamente lastradas para evitar muertes accidentales de aves marinas. Las recoge luego con pericia ayudado por un pequeño motor, izando uno a uno con el bichero los bacalaos capturados, algunos gigantescos, que degüella certeramente con un cuchillo y lanza a un cacharrón lleno de agua para luego distribuir la carga en las bodegas. El trabajo es monótono y sangriento. Tiene una cuota asignada al año de 1,9 toneladas que suele gastar en tres meses, y no me extraña viéndole trabajar como un bestia sin perder la sonrisa en todo momento ni sacarse el cigarrillo de la boca.

Empieza a caer una fina aguanieve. En ese momento se forma un gran arco iris en el horizonte. Un momento mágico si no fuera porque mi compañera, la periodista de París, lo estropea vomitando al mar desde la popa. Pero es una mujer dura y 10 minutos después ya está haciendo fotos de nuevo. Yo estoy helado pero feliz, pues de momento mantengo el tipo y el equilibrio.

Entre la interminable ascensión de bacalaos aparece un ejemplar especialmente grande. Pesará casi 20 kilos, pero no es suficiente para lograr el premio. Hace unos días Iversen pescó un monstruo de 27 kilos que tampoco cumplió sus expectativas. Como me explica en su estupendo inglés, «si pasa de los 30 kilos el periódico local publica una foto tuya y te regala un paquete de café». El café es lo de menos, claro está. Pero posar en el periódico junto con tu gran bacalao provoca la envidia del resto de los pescadores. «Ése es el verdadero premio», ríe con picardía.

Le explico a Iversen que yo vivo en Canarias, un lejano y cálido archipiélago del África atlántica perteneciente a España. Me mira asombrado. Vaya si conoce Canarias. Cuando termine la temporada del skrei seguirá con la pesca del abadejo, luego con la del arenque y más tarde la del fletán hasta que, con la llegada del verano, se dedique a la pesca del turista. Los acoge en su casa, les lleva a pescar y se saca buenas perras con ellos. Como premio, antes de volver a la pesca invernal, se irá como todos los años dos semanas al sur de Gran Canaria, a Mogán, el retiro favorito de los noruegos. No volveré a hablarle de Canarias para evitar hacer más el ridículo.

Poco a poco las bodegas se van llenando de pescados. Le pregunto a Iversen si desde que se ha puesto de moda el skrei y todo el mundo quiere probarlo, se pesca demasiado y el caladero va a menos. Lo niega rotundo. «Ahora hay mucho más bacalao que hace 10 años y mucho más que cuando casi desaparece en los años 80. Lo sabemos cuidar y el stock crece año tras año gracias a que en su mayor parte tiene la ecoetiqurta de MSC». El control de sostenibilidad es extricto, pues les va en ello el futuro. Nunca más de medio millón de toneladas de skrei por temporada en toda Noruega.

Foto de grupo en al barco bacaladero. Yo estoy a la izquierda, entre el patrón Iversen y Sofia Nordlund, responsable de Comunicación de MSC en los países nórdicos.

A las 10 de la mañana regresamos al puerto, cuando como me avanzaba Ralf Kjeseth, el temporal de frío polar ya lo tenemos encima y empieza a nevar copiosamente. Tan sólo ha sido media jornada de pesca, algo que agradecemos los periodistas cuando por fin saltamos a tierra firme y al dar los primeros pasos seguimos bamboleando como si estuviéramos en alta mar. A pesar de las molestias causadas el patrón nos despide satisfecho. Trae las bodegas repletas.

«No ha sido un mal día», reflexiona mientras empieza a descargar el cargamento. Él solito ha pescado hoy 1,2 toneladas de skrei que muy probablente obtendrán la certificación MSC. Aunque su trabajo no termina aquí. Todavía deberá desviscerar los animales antes de entregarlos en la lonja, lo que me asegura es capaz de hacer en menos de dos horas. Este hombre es una máquina.

Una preciosa vista de las Lofoten.

El rey de los bacalaos

El bacalao de las Lofoten es el rey de las cocinas. No es un bacalao cualquiera. Es un manjar, el mejor bacalao salvaje del mundo. Se le conoce por skrei, palabra noruega que significa nómada. La misma especie habitual en todo el Atlántico norte, la Gadus morhua, pero de altísima calidad dados sus peculiares hábitos migratorios.

Nace y muere en las aguas cercanas a este archipiélago noruego, pero vive a miles de kilómetros de distancia, en el Mar de Barents, un helador sector del océano Ártico entre Noruega y Rusia. Cada invierno, entre los meses de enero y abril, después de 5-7 años de crecimiento, descienden por cientos de miles a estas más templadas y cristalinas aguas donde nacieron para reproducirse. Tanto ejercicio dota a su carne de unas características gastronómicas únicas, musculosa, más fibrosa y menos grasienta. Por eso tiene un sabor tan intenso y una textura inigualable.

Especialmente cuando se consume en fresco. Algo posible gracias al eficiente sistema de exportación noruego, capaz de llevar bacalao recién pescado a las pescaderías españolas en apenas un par de días. Estos meses es por tanto el momento de comprarlo.

Paul Hauan explica a los periodistas el proceso de fileteado del bacalao certificado MSC.

En la lonja los bacalaos se seleccionan por calidades, separando cabezas, que irán para África, y lenguas, que mandarán para España. Sólo los mejores irán a la factoría de procesado de Norway Seefoods, en Stamsund, nuestra siguiente visita. Allí nos espera su director, Paul Hauan, y el segundo de a bordo, el joven Steffen Andersen.

Las instalaciones dan trabajo a 85 personas, algunas con rasgos faciales típicos de los samis o lapones. Todo es muy tecnológico, pero también muy artesano, pues para filetear y quitar espinas al final hay que ir pieza a pieza, con infinito cuidado. «Aquí no usamos más conservantes que el frío, no como los procesados chinos», destaca Paul Hauan.

La competencia con el gigante asiático se le atraganta, pero la explica: «China compra nuestros bacalaos y salmones, se los lleva a su país y luego nos los devuelve procesados a un precio más bajo del que nosotros podemos ofrecer. A ellos no les interesa la calidad, sólo el negocio».

Para Steffen Andersen es algo más. «El skrei forma parte de nuestra cultura, pues ya los vikingos lo pescaban aquí y lo exportaban igual que hacemos ahora nosotros; por eso debemos cuidarlo».

Pescado certificado

La pesquería del noroeste de Noruega para el bacalao del Ártico se certificó como pesca sostenible con el estándar del MSC en 2011. En 2015 medio millón de toneladas lucieron su famosa ecoetiqueta azul.

Kjell Ingebrigtsen, presidente de la Asociación Noruega de Pescadores, reconoce las ventajas de este sello. «Los consumidores de muchos países están muy sensibilizados con el etiquetado ecológico y la certificación MSC ha sido una herramienta importante para demostrar la sostenibilidad de nuestras pesquerías».

Noruega es el segundo productor mundial de productos del mar, origen de más de 37 millones de raciones que se consumen en el mundo todos los días, pues hasta el 95% de productos del mar de Noruega tienen como destino los mercados exteriores, siendo la UE el principal.

«Para que un producto del mar pueda ser vendido con la ecoetiqueta MSC, cada empresa en la cadena de suministro debe ser auditada de manera independiente para asegurar que cumple con nuestro estándar de trazabilidad de productos del mar y puede obtener un certificado MSC», completa Camiel Derichs, director regional de MSC Europa.

Gracias a este apoyo de los consumidores concienciados, el caladero de bacalao de las Lofoten produce ahora más pescado que nunca frente a, por ejemplo, el cada vez más reducido del Mar del Norte. Una ventaja de la que se benefician estos mares, su biodiversidad marina, pero también las miles de familias que como las de Iversen, Ralf, Ole u Øysten viven mejor en estas latitudes, e incluso pueden irse un par de semanas al año a Canarias donde, quién sabe, cualquier día me los encuentro paseando en bañador y luciendo el típico bronceado de gamba ártica.

Advertencia: El viaje a las Lofoten lo realicé a mediados de marzo de 2015. Toda la información aquí expuesta fue obtenida durante esa visita, para la que he tardado más tiempo de la cuenta en realizar el presente reportaje.

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2 comentarios

  1. Dice ser Yo de mayor...

    Yo cuando sea mayor quiero viajar por todo el mundo (utilizando combustibles fósiles claro) e incluso me iré a hacer fotos al archipiélago de las Lofoten,y luego intentaré hacer creer a la gente que soy el más ecologista de los ecologistas, total ,hay espaldas muy anchas…

    30 enero 2017 | 12:32

  2. Dice ser mar

    «yo de mayor» no me puede parecer más acertado y necesario tt cometario. o se es una cosa o se es otra pero hay cosas que, por mucho qué nos intenten hacer tragar , son incompatibles.

    01 febrero 2017 | 11:29

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