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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

Pasamos Atapuerca por el tamiz de los lavadores del yacimiento

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Esta semana se ha desmontado en Ibeas de Juarros (Burgos) «el lavadero del río«. El nombre no te sonará a nada, no sale en los periódicos ni se visita, pero es un lugar fundamental para las excavaciones de Atapuerca a pesar de encontrarse a 4 kilómetros de distancia de la emblemática sierra.

Allí, entre chopos y sauces, a orillas del Arlanzón, cada verano se lavan y criban toneladas de tierra arrancadas con paciencia por los arqueólogos, milímetro a milímetro, de las entrañas de espacios ya famosos para la ciencia como Sima del Elefante, Galería, Gran Dolina, Cueva Mayor o Cueva del Mirador.

2015 ha sido muy especial. Después de tres años de injustas reducciones presupuestarias, finalmente las administraciones han abierto el grifo y han permitido doblar prácticamente el tiempo invertido en la campaña, extendiendo los trabajos a 40 días.

Impelidos por el «increíble esfuerzo e intensidad del equipo», como destacó en rueda de prensa José María Bermúdez de Castro, unas 200 personas han trabajado de manera desinteresada para lograr extraer cerca de 30 toneladas de materiales, algunos depositados hace más de un millón de años.

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[La doctora Gloria Cuenca Bescós analiza uno de los fósiles descubiertos]

Pasando Atapuerca por el tamiz

Separados los grandes huesos y la industria lítica aparecida, esa valiosa tierra tiene aún muchos secretos guardados. Descubrirlos es el trabajo del que se responsabiliza «el equipo del río«, 22 personas dirigidas por Gloria Cuenca Bescós, aragonesa de pura cepa y profesora titular de paleontología de vertebrados en la Universidad de Zaragoza.

Ha sido ella la que nos ha explicado in situ, en el laboratorio del Arlanzón, los detalles de este trabajo que, no oculta, le apasiona. Porque, como diría el periodista, están, literalmente, pasando Atapuerca por un tamiz donde lo pequeño importa. Y mucho.

La cita es en el bar de Los Claveles, en Ibeas de Juarros. Desde allí nos acercamos en coche al río, donde se encuentra lo que parece un pequeño campamento militar. No estamos muy desencaminados. Las grandes tiendas de campaña de camuflaje y contenedores para guardar el material han sido cedidos por la cercana Base Militar Cid Campeador, de Castrillo del Val, una de las muchas razones por las que este año han sido merecedores del Premio Evolución.

El molesto ruido de la bomba de agua acompaña a los investigadores durante toda la jornada. Aquí trabajan codo con codo, de igual a igual, jóvenes universitarios de variada procedencia que están empezando sus tesis en murciélagos, aves, anfibios o reptiles de Atapuerca, junto a versados doctores en insectívoros o roedores extinguidos. Cuentan además con la ayuda de la Fundación Aspanias y de un grupo de vecinos del pueblo. Todos juntos, con paciencia, pasión y entusiasmo, se afanan por descubrir detalles de la vida de los pequeños animales que vivieron en la Sierra de Atapuerca hace cientos de miles de años.

«Lo que hacemos en el río es, podríamos decir, excavar la microfauna», explica Gloria. «Como ésta no se puede ver durante las excavaciones por estar mezclada con el barro y ser de muy pequeño tamaño, traemos aquí los sacos de tierra de las cuadrículas donde se está extrayendo la macrofauna».

En el campamento se ha organizado una reproducción de las diferentes cuadrículas de las excavaciones de los yacimientos para poder ordenar espacialmente todos los hallazgos. Y después, cuando llevan a lavar sus contenidos, los ordenan temporalmente, por profundidad o estratigrafía.

Una vez queda todo ordenado, lo pasan al registro de campo y ponen las muestras a remojo para poder cribar luego las arcillas. Cada cubo de plástico colorido es lo extraído en una cuadrícula a un mismo nivel. Se trata del conocido sistema de «levigado, lavado y tamizado«.

El trabajo no puede ser más sencillo… y curioso. Una estructura de andamio levantada directamente sobre el río Arlanzón sustenta una hilera de 18 gruesas mangueras colgantes a modo de las mangueras de los bomberos. Bajo ellas se extiende una larga mesa con diferentes tamices de acero inoxidable, en cada una de las cuales hay trabajando un voluntario calzado con altas botas de agua y cubierto por un grueso mandil de vistoso plástico amarillo, al estilo del usado en las pescaderías, quien aplica concienzudo potentes chorros a las tierras. Un ruidoso motor permite bombear con fuerza agua del río al lavadero.

Cuando hace calor el trabajo es agradable, pero con los fríos burgaleses, hasta en julio se puede acabar tiritando.

Detalle de un trozo de hueso de marmota.

Detalle de un trozo de hueso de marmota.

Marmotas y águilas pescadoras burgalesas

Como aquí aparecen murciélagos y musarañas con dientes mínimos, usan un tamiz de medio milímetro de luz. Y por encima, para ver piezas más grandes, tamices de un centímetro y de dos centímetros.

Los ojos expertos localizan las mejores piezas a primera vista. Cuando estamos haciendo este reportaje, un pequeño revuelo se forma alrededor de un trozo de hueso de apenas un centímetro de tamaño. Tiene una forma extraña. Al final resuelve la duda Gloria. Se trata de uno de los huesecillos de la muñeca de una marmota.

¿Marmotas en Burgos? Antes eran tan frecuentes que las cazaban los hombres de Neandertal que vivieron en estas tierras. Ahora sólo se pueden encontrar en los Pirineos.

Otra sorpresa surgió entre el barro unos días antes. Era una parte distal del húmero de un águila pescadora, “un preciosísimo trozo de hueso” como nos lo describió Cuenca Bescós. Raros nidificantes en la actualidad en Canarias, Baleares y con una pequeña población reintroducida en Andalucía, resulta increíble pensar que en épocas remotas hubiese águilas pescadoras volando por el Arlanzón.

Relojes de la prehistoria

Los huesos y pequeñas piedras aparecidos tras pasar por los finos cedazos se ponen a secar al sol. Una lona plástica por cada cubo, que es el contenido cribado de cada cuadrícula y nivel. Tras ello se pasa a la mesa de los, llamémoslos, ojeadores. Pacientemente, armados tan solo con su vista experta y unas pinzas, otra parte del equipo va separando los dientes, cráneos y huesillos, depositándolos en cajitas perfectamente numeradas. Un tesoro para especialistas como Gloria, quienes posteriormente harán la clasificación taxonómica de los restos y podrán realizar estudios sobre la riqueza específica, diversidad, número mínimo de individuos, etc.

Todo ello les permitirá hacer reconstrucciones por una parte paleoambientales y climáticas del pasado, pero por otra parte conocer con exactitud edad de los yacimientos. Porque los roedores son el grupo de mamíferos que evolucionaron más rápidamente, funcionando de esta manera como auténticos relojes de la prehistoria.

Por poner un ejemplo. El ancestro de la rata de agua (Mimomys savini) tiene un rango de distribución desde 1,8 millones de años hasta 600.000 años. En Atapuerca aparece en los niveles inferiores de Dolina y gracias a a ellos es así posible confirmar esta antigüedad.

¿Dónde están las lechuzas?

La mayor parte de los micromamíferos encontrados en los yacimientos atapuerquenses fueron en su momento cazados por lechuzas y búhos reales, además de por algún pequeño carnívoro como comadrejas o garduñas.

Estas aves nocturnas se tragan a sus presas enteras, para después escupir en negruzcas bolas los restos no digeribles como pelos, plumas y huesos. Son las técnicamente conocidas como egagrópilas. Se amontonan en sus posaderos habituales, normalmente ubicados en cuevas o grietas profundas. Con el paso de los años (y los siglos), las acumulaciones pueden ser impresionantes. Y una fuente valiosísima para conocer las especies más frecuentes de la zona.

Esta técnica de estudio, habitual en nuestros días, la utilizan también los paleoantropólogos. «Somos los biólogos del pasado», reconoce Gloria.

La cantidad de restos obtenidas de las viejas egagrópilas es inmensa. Pero lo curioso, uno de los grandes misterios de Atapuerca, es que sólo aparecen las presas. No hay ni rastro de los cazadores alados.

«Es algo rarísimo», confiesa la profesora aragonesa. «Creo que entre todos los yacimientos sólo hemos encontrado hasta ahora un resto atribuible, con dudas, a lechuza, y de búho real no hemos visto nada».

Lo mejor está por estudiar

En Atapuerca hay trabajo para muchas generaciones de paleontólogos y arqueólogos. Al ritmo que manda la investigación, las excavaciones no pueden ir más rápido. El mismo impelido en los últimos 20 años. Sin prisa pero sin pausa.

Los codirectores Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro reconocen que, aunque se doblara el presupuesto, no se podría estar más de un mes y medio excavando cada año. Tan importante como el dinero es contar con gente capacitada para poder dirigir la excavación, y de esos, en un país que desprecia la Ciencia como el nuestro, no hay por desgracia muchos. También hace falta tiempo para poder procesar toda la ingente cantidad de restos extraídos en cada campaña. Realizar estudios, dirigir tesis, presentar conclusiones en congresos,…

Porque después de 40 días de extraordinario esfuerzo el trabajo no termina. Acaba de empezar.

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