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Zapata y el listón

El concejal de Cultura del recién constituido Ayuntamiento de Madrid acaba de anunciar su dimisión. Guillermo Zapata se marcha antes de estrenarse en el cargo a causa de unos tuits desafortunados, de mal gusto, pero publicados en su día dentro de un contexto del que han sido sacados para ponerlo contra las cuerdas. Esos tuits los había escrito hace cuatro años, cuando ni estaba como concejal ni se le esperaba; cuando no ostentaba ningún cargo público.

ZAPATA DEJA CONCEJALÍA (EFE)

Zapata dimite como concejal de Cultura (Foto: EFE).

Hemos visto y oído en incontables ocasiones a políticos, en ejercicio de su cargo, decir auténticas barbaridades; los hemos visto incluso cometerlas. Lo que no hemos tenido la oportunidad de ver ni oír con tanta frecuencia es a esos mismos representantes de la ciudadanía pidiendo disculpas sinceras -ni desde luego dimitiendo-, por sus salidas de pata de banco, faltas de respeto y ofensas a las mujeres, las víctimas del franquismo, los ‘sintecho’ o los parados.

Zapata dice que dejar la concejalía de Cultura ha sido «un ejercicio de responsabilidad». Y sin duda lo ha sido, sobre todo con el equipo de Gobierno que tomó posesión el sábado en el Ayuntamiento. Pero es también un ejercicio de responsabilidad con el resto de políticos y ciudadanos. Porque su dimisión fija un listón ético de intolerancia colectiva que debería empezar a aplicarse, con la misma intensidad, con igual exigencia, a cualquier figura pública que cruce ciertas líneas rojas.

Si el ‘caso Zapata’ sirve para limpiar de rabia y revanchismo el discurso de los mandatarios españoles y para provocar dimisiones en otras fuerzas políticas cuando estas sean merecidas, bienvenida sea su renuncia. Si para lo que sirve es para azuzar la batalla política y para distraer la atención de la verdadera política, la de las acciones, la de los hechos… el cese de Zapata habrá sido una gota en un desierto.

Manuela, de tú

A Manuela la conozco mucho por referencias, poco en la cercanía. Sin embargo, y aunque sobrepasa los 71 años, la voy a llamar Manuela, a secas; ni alcaldesa, ni señora, ni doña: sencillamente Manuela. Y de tú.
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Durante los últimos diez años he entablado contacto profesional con numerosos políticos de distinto signo y con representantes de instituciones públicas. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que los periodistas (a acólitos y otros seres que los rodean los dejaré aparte) se dirijan a ellos en las distancias cortas llamándolos por el cargo que ostentan: “presidente/a” (lo mismo da el organismo que presidan y desde cuándo ya no ostenten ese cargo), “ministro/a”, “delegado/a”, “alcalde/sa”, etc. Eso por no hablar de los protocolos para relacionarse con miembros de la monarquía, más propios de la Edad Media que del siglo XXI.

Puede parecer algo irrelevante, una mera cuestión de formalismos, pero no lo es tanto: si un periodista llama al presidente del Gobierno “presidente”, se está colocando en un plano de inferioridad respecto a él y automáticamente está asumiendo que le debe una pleitesía, un respeto distinto, mayor, que el que debe a cualquier otro ciudadano, a quien nadie mentaría por su puesto de trabajo, sino por su nombre y apellidos.

Ese tratamiento protocolario abre de entrada una brecha con el político, una distancia que nunca debería existir; al menos no más allá de la que exista con cualquier otra persona, en tanto en cuanto aquellos están desempeñando una misión pública, encomendada por una ciudadanía que los ha votado y designado por un periodo de tiempo como representantes suyos. Desde esa reverencia, la tarea esencial del periodista como vigilante y notario de la actuación de estos políticos puede perder fuerza y eficacia. Y de hecho lo hace (puede que no tanto por esta cuestión formal como por otras más relacionadas con las carantoñas al poder, aunque ambas están relacionadas).

El respeto no se gana con palabras huecas que nombran cargos. El respeto se gana con la coherencia, con la integridad, con la honestidad, con la bonhomía, con la ética (no con la que se dice, sino con la que se hace) y con los hechos. Por eso Manuela sí merecería que todos la tratáramos de usted. Porque a diferencia de buena parte de los políticos que hemos visto desfilar por las instituciones de este país, ella conoce aquello de lo que habla; ha bajado al barro y se ha manchado las manos de lo que nadie quiere tocar; ha hecho frente a la corrupción modificando procesos de trabajo y conductas en los juzgados por los que ha pasado; ha promovido cambios reales para mejorar las vidas de personas que sufren (los presos y sus familias, entre otros); viaja en Metro y puede citar a Julia en su “discurso no programático” (y por eso fresco, humano, hermoso) de investidura.

Por todo esto a Manuela habría que llamarla de usted, y los primeros en hacerlo deberían ser esos maniquíes políticos que pretenden ser sus contrincantes sin darse cuenta de que esa figura no existe en el vocabulario de la nueva alcaldesa de Madrid. Por esas mismas razones, y no solo porque ella lo pida, todos acabaremos llamándola de tú; sencillamente, Manuela.

* Foto: EFE