La música elegante, evocadora y sinuosa de Angelo Badalamenti mece una tela de terciopelo azul a modo de cortina. Es la primera imagen, y sonido, del cuarto largometraje de David Lynch. Son los títulos de crédito y pronto darán paso a escenas idílicas de una (ficticia) población norteamericana llamada Lumberton: unas preciosas rosas rojas contrastando con un cielo muy azul, bomberos que saludan amablemente a su paso o colegiales cruzando libres de temor un paso de peatones, hasta llegar a un hombre que está regando tranquilamente el jardín de su casa. Todo de postal.
No transcurrirá mucho más tiempo para revelarnos que junto a ese remanso de paz convive algo oscuro, siniestro y repulsivo (quizá tan asqueroso como fascinante). El hombre que riega el jardín sufre un repentino ataque al corazón, un perro se acerca y aprovecha para beber del chorro de la desbocada manguera, sin dueño que la sujete, un bebé andando solo y desorientado cerca y allí mismo, a unos pocos palmos del cuerpo caído, la cámara nos acerca hasta ese submundo escondido mostrándonos centenares de hormigas inmersas en la frenética actividad de su propio otro cosmos.