Lo entiendo perfectamente. Han sido horas, días, semanas, meses de duro trabajo y al fin llega el reconocimiento en público, a lo grande, ante millones de espectadores. Un honor que además viene otorgado por los propios colegas de profesión y ante competidores de nivel. Y es ser bien nacido, por lo de agradecido, acordarse en esos momento de aquellos más cercanos a nosotros, a los que más queremos, a los que seguramente habrán soportado las ausencias, cambios de humor y nervios durante el proceso. O de los integrantes del equipo artístico y técnico con tantos buenos o malos momentos compartidos hasta llegar allí. Cuando a uno le dan un premio el impulso irrefrenable es quererlo dedicar.
En la pasada gala de los Goya, la del trigésimo aniversario, a los dos minutos de discurso sonaba la música, los micrófonos se silenciaban y el realizador de TVE pasaba a un plano general, lejos del centro de atención del galardonado o galardonados. Marcaba el momento de retirarse para que el show prosiguiera.
Hubo más de un premiado que se quedó con las palabras en la boca, a medias. Entre los más sonados, el de una emocionadísima Natalia de Molina, Goya a la mejor actriz por Techo y comida, premio que pocos se esperaban, aunque estuviera magnífica en la película de Juan Miguel del Castillo, porque la gran favorita era Inma Cuesta por La novia.