Entradas etiquetadas como ‘zoología’

Por qué la carabela portuguesa no es una medusa, y en qué se diferencian

Es comprensible que muchas personas confundan la carabela portuguesa, de actualidad estos días por su aparición en la costa mediterránea, con una medusa. Al primer vistazo ambas pueden tener un aspecto parecido, una parte superior globosa con tentáculos colgando.

Pero quien prefiera llamar a las cosas por su nombre (entre quienes, al menos, deberían contarse los medios de comunicación y las concejalas de Turismo del Ayuntamiento de Alicante) deberían evitar no solo referirse a la carabela portuguesa como “esta medusa”, sino también prescindir del “no es una verdadera medusa”; la carabela portuguesa está más lejos de ser una medusa que un tiburón de ser un humano, ya que los escualos y nosotros nos separamos en la línea evolutiva hace solo unos 470 millones de años, mientras que las medusas y los hidrozoos llevan siendo cosas distintas los últimos 580 millones de años.

Carabela portuguesa en una playa de Florida. Imagen de Volkan Yuksel / Wikipedia.

Carabela portuguesa en una playa de Florida. Imagen de Volkan Yuksel / Wikipedia.

La carabela portuguesa (Physalia physalis) es un hidrozoo, como las hidras de agua dulce. Dentro de los hidrozoos pertenece al grupo de los sifonóforos, del cual es el representante más conocido. Pero lo que más la diferencia de una medusa es que esta es un animal, mientras que la carabela portuguesa es en realidad una colonia de animales, una especie de colmena formada por muchos individuos (llamados zooides o pólipos) genéticamente idénticos, pero tan especializados en sus funciones que no pueden vivir separados.

Así, cada carabela tiene un sexo, macho o hembra. Los pólipos especializados en la reproducción, llamados gonozooides, sueltan al mar su esperma o sus óvulos cuando se reúnen muchos ejemplares, con la esperanza de que ambos tipos de células lleguen a encontrarse.

Este aparato reproductor primitivo es una de las cuatro partes de la carabela portuguesa. Otra de ellas es la más reconocible, el neumatóforo, ese globo de color azulado con forma de pizza calzone que flota sobre el agua y que está relleno de un gas cuyo componente mayoritario es monóxido de carbono, el mismo que provoca los envenenamientos por las calderas defectuosas o los tubos de escape. A diferencia de las medusas, la carabela portuguesa no se propulsa en el agua, sino que se limita a echar su vela al viento y dejarse llevar por las corrientes marinas. Pero en caso de amenaza, pueden desinflar el neumatóforo y sumergirse.

La carabela se alimenta a través de su tercera parte, los pólipos devoradores o gastrozooides. Su dieta es carnívora, formada por presas atrapadas y envenenadas por su parte más temible, los tentáculos de hasta 50 metros. Estos pólipos, llamados dactilozooides, son los que pican, y mucho. La picadura tiene fama de ser muy dolorosa, aunque en contra de lo que pueede leerse por ahí, casi nunca es letal: en las revistas médicas solo hay un caso descrito de muerte causada por una carabela portuguesa (en la prensa ha aparecido algún otro caso sin confirmar).

Detalle de una carabela portuguesa. Imagen de Taro Taylor / Flickr / CC.

Detalle de una carabela portuguesa. Imagen de Taro Taylor / Flickr / CC.

El mecanismo de la picadura es una diminuta maravilla. Los pólipos de los tentáculos tienen unas células llamadas nematocitos (o cnidocitos) que contienen una cápsula con un minúsculo arpón enrollado en su interior. En la parte exterior, la célula tiene una especie de pelo que actúa como gatillo. Cuando el roce o un estímulo químico activan el gatillo, el agua entra a presión en la célula, disparando el arpón que se clava en la presa para inyectar la toxina.

Mecanismo de acción de los cnidocitos o nematocitos. Imagen de Spaully / Wikipedia.

Mecanismo de acción de los cnidocitos o nematocitos. Imagen de Spaully / Wikipedia.

Este mecanismo es el motivo por el que siempre se recomienda tratar con extremo cuidado las picaduras: cuando lo que pica es un insecto, el daño ya está hecho. Pero los fragmentos de los tentáculos de una carabela o de una medusa se quedan adheridos al cuerpo, y un manejo inadecuado en el momento de los primeros auxilios puede hacer que salten los nematocitos que aún no lo han hecho, empeorando la situación. Este es también el motivo de que nunca deban recogerse ejemplares muertos de las playas: no están realmente muertos.

Un nematocito disparado, observado con microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

Un nematocito disparado, observado con microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

¿Y cuál es el tratamiento adecuado? ¿Orina? ¿Vinagre? ¿Zumo de limón? ¿Alcohol? ¿Bicarbonato? ¿Espuma de afeitar? ¿Agua dulce? ¿Agua salada? Tradicionalmente se aconseja evitar el agua dulce y lavar la herida con agua de mar. Sin embargo, el año pasado investigadores de Irlanda y Hawái comprobaron que el aclarado con agua salada no ayuda, ya que extiende los nematocitos. Los resultados de aquel estudio indican que la mejor opción es aclarar la herida con vinagre para eliminar los restos de tentáculos y después sumergir la herida en agua caliente (salada) a 45 ºC durante 45 minutos, o aplicar una bolsa de agua caliente.

Según un estudio del Instituto de Ciencias Marinas de Andalucía, parece que las recurrentes apariciones de estos multianimalitos en las playas del Mediterráneo no son el aviso de una invasión en toda regla, sino que posiblemente se trata de fenómenos aislados debidos a la coincidencia de ciertas circunstancias meteorológicas y oceanográficas durante el invierno. Por suerte aún estamos lejos del escalofriante espectáculo que muestra este vídeo, grabado en Australia el pasado noviembre.

¿Las palomas pueden transmitir enfermedades? Sí, como cualquier otro animal (sobre todo los humanos) (II)

Recientemente un amigo sostenía que Paul McCartney no es un buen guitarrista. Hey, ni siquiera está en la lista del Top 100 de Rolling Stone, en la que sí aparecen sus excompañeros George Harrison (en el puesto 11) y John Lennon (55).

Mi respuesta era: McCartney no es un buen guitarrista, ¿comparado con quién? La lista de Rolling Stone, incluso suponiéndole un valor rigurosamente objetivo (que no es así), solo muestra que en el mundo han existido al menos 100 guitarristas mejores que el exBeatle. ¿Cuántos millones de guitarristas son peores que él? Descalificar a McCartney desde la posición de un aficionado es como mínimo presuntuoso, pero sobre todo es perder de vista la perspectiva del contexto: ya quisieran muchas bandas en el mundo, incluso entre quienes le critican, tener un guitarrista como Paul McCartney.

¿Y qué diablos tiene que ver Paul McCartney con las palomas y las zoonosis (enfermedades transmitidas de animales a humanos)?, tal vez se pregunten. Para valorar con la adecuada perspectiva la destreza de McCartney con la guitarra, o el riesgo de transmisión de enfermedades de las palomas, es esencial situar el objeto de valoración en su contexto: ¿comparado con qué? Sí, las palomas pueden transmitir enfermedades a los humanos, y de hecho sucede. Pero ¿cuál es el riesgo real? ¿Con qué frecuencia ocurre?

Imagen de Craig Cloutier / Flickr / CC.

Imagen de Craig Cloutier / Flickr / CC.

Regresemos al estudio de la Universidad de Basilea que cité ayer. Los autores peinaron los datos y tienen la respuesta: entre 1941 y 2003, el total de casos documentados de contagios humanos causados por palomas fue de… 176. En 62 años, 176 casos. ¿Saben cuántas personas mueren en accidente de tráfico solo en un año, concretamente en 2013, el último dato publicado por la Organización Mundial de la Salud? 1.250.000. Incluso suponiendo que los 176 casos de contagios por palomas hubieran terminado en muerte, que ni mucho menos es así, podríamos estimar que en un año mueren más de 446.000 veces más personas en la carretera que por causa de las palomas. Lo cual nos sugiere que deberíamos estar 446.000 veces más preocupados por el riesgo para nuestra salud de los coches que de las palomas.

De esos 60 patógenos que las palomas podrían transmitirnos, solo hay casos documentados de transmisión a humanos para siete de ellos. Ninguno de ellos, ninguno, de Campylobacter (esa bacteria presente en más de dos tercios de las palomas madrileñas analizadas en aquel alarmista alarmante estudio que comenté ayer). La mayoría de ellos, de Chlamydia psittaci y Cryptococcus neoformans. Los autores del estudio suizo concluían: «aunque las palomas domésticas suponen un riesgo esporádico para la salud humana, el riesgo es muy bajo, incluso para los humanos implicados en ocupaciones que les ponen en contacto estrecho con los lugares de anidación».

Pero volvamos a los resultados del estudio sobre las palomas madrileñas. Aparte de en esta especie, ¿dónde más podemos encontrar la Chlamydia psittaci y la Campylobacter jejuni? Respecto a la primera, y aunque la psitacosis se conoce como enfermedad de los loros por su primera descripción en estos animales, lo cierto es que es muy común en las aves: según una revisión de 2009 escrita por investigadores belgas, se ha descrito en 465 especies. Y entre ellas, ya podrán imaginar que se encuentra el ave más directamente relacionada con los hábitos de consumo de infinidad de humanos: el pollo, o la gallina.

Por ejemplo, un estudio de 2014 en granjas belgas descubría que en 18 de 19 instalaciones analizadas estaba presente la bacteria de la psitacosis; o mejor dicho bacterias, ya que recientemente se han descubierto otras especies relacionadas que también causan la enfermedad. Periódicamente las investigaciones, como una llevada a cabo en 2015 en Francia, descubren que la enfermedad ha saltado de los pollos a los trabajadores de las granjas. Por suerte, la psitacosis se cura con antibióticos. Y aunque la transmisión de persona a persona es posible, es muy rara. También los pavos pueden ser una fuente de contagio: los autores de la revisión de 2009 citaban que esta bacteria es endémica en las granjas belgas de pavos, y que por tanto lo es probablemente también en muchos otros países.

Pero también Campylobacter jejuni, el otro microbio detectado en las palomas madrileñas y que puede provocar diarreas en los humanos, se cría muy a gusto en las granjas aviares. En 2017, un estudio de las muestras fecales en instalaciones holandesas encontró una prevalencia de esta bacteria del 97% en las granjas de gallinas ponedoras, y del 93% en las que criaban pollos para carne. Los autores comprobaron que en más de la cuarta parte de los casos los microbios se expanden al suelo y las aguas circundantes, y citaban el dato de que el 66% de los casos de campilobacteriosis en humanos se originan en los pollos, seguidos por un 21% causados por el ganado. Las palomas no aparecen como fuente de ningún contagio.

Claro que, con todo lo anterior, habrá alguien tentado de concluir que las palomas en concreto, pero también las aves en sentido más amplio, son «ratas con alas». Pues bien, y aunque la mayoría de los casos de campilobacteriosis registrados proceden de los pollos, en realidad no son estos animales la mayor fuente posible de contagio de estas bacterias: una nueva revisión publicada precisamente hace unos días nos recuerda que «las especies de Campylobacter pueden aislarse comúnmente en las muestras fecales recogidas de perros y gatos».

Es decir, que la bacteria cuya presencia en las palomas fue tan cacareada (¿o gorjeada?) por aquel estudio en Madrid es muy común en los perros y los gatos; quien lleve a su perro al parque mirando con recelo a las palomas, debería saber que posiblemente su propio animal sea portador de esta bacteria. Claro que, como vengo insistiendo, el riesgo de contagio en cualquier caso es realmente bajo. Sin embargo, es oportuno citar al autor de la nueva revisión: «el contacto con perros y gatos es un factor reconocido de campilobacteriosis humana, y por tanto las personas que viven o trabajan en estrecho contacto con perros y gatos deberían ser advertidas de los organismos zoonóticos que estos animales pueden liberar».

De hecho, Campylobacter no es ni mucho menos el único patógeno peligroso que puede encontrarse en los animales de compañía más populares. Si decíamos ayer que las palomas pueden transmitir 60 enfermedades a los humanos, el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) enumera 41 organismos patógenos que los perros y los gatos podrían contagiar a las personas, incluyendo bacterias, virus, hongos y parásitos, pero aclarando que se trata de una lista selectiva, no exhaustiva.

Ahora, y por si hubiera alguien inclinado a pensar que las palomas, las aves en sentido más amplio y los animales de compañía son «ratas con alas o patas», cabe añadir que tampoco los animales de casa son la única posible fuente de contagio. Hoy es raro el colegio que no lleva a sus alumnos de visita a alguna granja-escuela. Pues bien, en 2007 una revisión en Reino Unido recopilaba numerosos casos de brotes de enfermedades causados por las excursiones a estos recintos, y descubría que muchas zoonosis comunes están presentes también en las granjas-escuelas.

Con todo esto no se trata ni mucho menos de alarmar sobre ningún riesgo de contagio por el contacto con los animales, sino todo lo contrario, de explicar que el peligro real de contraer una enfermedad por causa de las palomas es similar al causado por cualquier otro animal de los que conviven con nosotros, y que en cualquier caso el riesgo es muy bajo, siempre que se respeten las medidas higiénicas recomendables como lavarse las manos.

Pero conviene recordar que incluso para los animales de compañía estrictamente sometidos a control veterinario, como es obligado, algunos expertos apuntan que el lametón de un perro puede llevar a nuestros tejidos vivos, como heridas, ojos o mucosas, microbios patógenos que su lengua o su hocico hayan recogido antes de otros lugares poco deseables: «los perros se pasan media vida metiendo la nariz en rincones sucios y olisqueando excrementos, por lo que sus hocicos están llenos de bacterias, virus y gérmenes», decía el virólogo de la Universidad Queen Mary de Londres John Oxford.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

Claro que, por si hay algún nihilista dispuesto a asegurar que las palomas, las aves en sentido más amplio, los animales de compañía y todos los animales en general son «ratas con alas o patas», es imprescindible aclarar que la principal fuente de contagio de enfermedades infecciosas en los humanos no es otra que los propios humanos. Estas infecciones se transmiten comúnmente entre nosotros por vías como los aerosoles de la respiración o el contacto con superficies contaminadas, pero no olvidemos que también «las mordeduras humanas tienen tasas de infección más altas que otros tipos de heridas» debido a que «la saliva humana contiene hasta 50 especies de bacterias», según recordaba una revisión de 2009.

¿Somos las palomas, las aves en sentido más amplio, los animales de compañía, todos los animales en general y los humanos en concreto «ratas con alas, patas o piernas»? Sería bastante injusto para las ratas; recupero lo que conté en este blog hace cuatro años a propósito de un estudio que analizó la presencia de patógenos en las ratas neoyorquinas:

Catorce de las ratas estudiadas, más o menos un 10% del total, estaban completamente libres de polvo y paja. Un 23% de los animales no tenían ningún virus, y un 31% estaban libres de patógenos bacterianos. De hecho, entre todas las situaciones posibles que combinan el número de virus con el número de bacterias, la de cero virus y cero bacterias resulta ser la más prevalente, la de mayor porcentaje que el resto. Solo 10 ratas estaban infectadas con más de dos bacterias, y ninguna de las 133 con más de cuatro. Solo 53 ratas tenían más de dos virus, y solo 13 más de cinco. Teniendo en cuenta que, sobre todo en esta época del año, no hay humano que se libre de una gripe (influenza) o un resfriado (rinovirus), y sumando las ocasionales calenturas y otros herpes, algún papiloma y hepatitis, además del Epstein-Barr que casi todos llevamos o hemos llevado encima (y sin contar bacteriófagos, retrovirus endógenos y otros), parece que después de todo no estamos mucho más limpios que las ratas.

Resulta que finalmente ni siquiera las ratas son «ratas con patas». Y como también conté aquí, estos roedores muestran en los estudios de laboratorio una capacidad para la empatía con los miembros de su propia especie que en ocasiones nos falta a los humanos. Pero si hay por ahí especies con habilidades sorprendentes, entre ellas están también las palomas: antes de mirarlas con desdén, sepan que estos animales son capaces de distinguir la música de Bach de la de Stravinsky. ¿Cuántos humanos pueden hacer lo mismo?

¿Las palomas pueden transmitir enfermedades? Sí, como cualquier otro animal (I)

Recojo el testigo de mi compañera Melisa Tuya, que ayer daba voz en su blog En busca de una segunda oportunidad a la asociación Mis Amigas Las Palomas, dedicada a promover la protección de estos animales tan desdeñados y aborrecidos por muchos. El espíritu crítico debe incitar siempre a cuestionar los tópicos, y cuando la pregunta es de carácter científico, los que tenemos la suerte de haber recibido formación en este campo contamos con la oportunidad impagable de encontrar una respuesta basada en datos reales. Ah, ¿he dicho impagable? No: si además nos pagan por nuestra curiosidad, mejor que mejor.

La gente en la ciudad y la gente en el campo tenemos en común el hecho de compartir nuestros espacios vitales con las palomas. Y aunque las nuestras, las torcaces (Columba palumbus) puedan parecer subjetivamente más bonitas que las de ellos, las domésticas o comunes (Columba livia domestica), no es más que un juicio opinable sobre dos especies estrechamente emparentadas. Sin embargo, suelen ser las segundas las que reciben el calificativo desdeñoso de «ratas con alas» y el desprecio de infinidad de urbanitas.

Palomas domésticas. Imagen de pixabay.

Palomas domésticas. Imagen de pixabay.

Debo aclarar que, aunque no creo que pueda llegar a considerarme un ornitólogo aficionado, tengo aprecio por las aves, los únicos dinosaurios que lograron sobrevivir a su gran extinción. Pero para dar respuesta a la pregunta «¿son las palomas tan peligrosamente contagiosas como todo el mundo parece creer repitiendo lo que todo el mundo dice?», lo único que voy a hacer aquí es contrastar datos extraídos de fuentes científicas.

Por supuesto, todo el que haya cursado alguna asignatura de microbiología y parasitología ya conoce la respuesta: ¿pueden las palomas transmitir enfermedades peligrosas a los humanos? Sí, por supuesto que pueden. Hay un dato concreto que aparece en múltiples artículos periodísticos, y es el de 60: sesenta enfermedades que las palomas pueden contagiarnos.

Buscando una referencia científica, he encontrado una revisión publicada en 2004 por dos investigadores de la Universidad de Basilea (Suiza) que mencionaba el dato, aunque no puedo saber si es la fuente original (dado que muchos artículos periodísticos no suelen incluir esos subrayados en azul que yo procuro siempre añadir). Pero ahí está el hecho: «la paloma doméstica alberga 60 organismos patógenos humanos diferentes», escribían los autores.

En 2010 tuvo bastante resonancia por aquí un estudio del Centro de Investigación en Sanidad Animal de Valdeolmos (CISA-INIA) que analizó la presencia de microbios patógenos para los humanos en 118 palomas de los parques y jardines de Madrid. Los investigadores encontraron que más de la mitad de los animales (52,6%) llevaban la bacteria Chlamydia psittaci, que puede causar una grave enfermedad respiratoria llamada psitacosis, y que más de dos terceras partes (69,1%) contenía Campylobacter jejuni, otra bacteria causante de diarreas que es una frecuente culpable de las intoxicaciones alimentarias. Los autores concluían: «Por tanto, estas aves pueden suponer un riesgo de salud pública para las poblaciones humanas. Estos datos deberían tenerse en cuenta de cara a la gestión de la población de palomas».

Naturalmente, la información se difundió en muchos medios, que titularon con alguna variación más o menos afortunada, o más o menos alarmista, de la frase con la que Biomed Central, la editorial de la revista científica, lanzó su nota de prensa: «las palomas llevan bacterias dañinas».

Por otra parte y si uno busca casos en las bases de datos de estudios científicos, es innegable que pueden encontrarse casos reales de enfermedades transmitidas al ser humano por las palomas. Si no me falla la búsqueda, el último caso reportado hasta hoy se publicó en enero de este año, y corresponde a una mujer holandesa de 54 años que murió por un fallo respiratorio debido a una infección por Paramixovirus de Paloma de Tipo 1 (PPMV-1). Los autores escriben que la probable ruta de contagio fue «el contacto directo o indirecto con palomas infectadas».

La mujer seguía un tratamiento de inmunosupresión por haber recibido un trasplante de médula ósea, pero a nuestros efectos no nos fijemos en este dato, sino más bien en el hecho de que además de las bacterias analizadas en el estudio de Madrid, las palomas puede también albergar otros organismos peligrosos, como ciertos parásitos y virus transmisibles a los humanos (la gripe aviar es un ejemplo conocido).

Por todo ello, a la menor búsqueda en Google es inmediato encontrar infinidad de webs, incluso de organismos públicos, que advierten contra el contacto con las palomas, incluso indirecto, por el grave riesgo de contraer alguna terrible enfermedad.

Aquí termina el alegato de la acusación. Si ya se han cansado de leer, pueden quedarse con todo lo anterior y utilizarlo como referencia sólida (al menos ahí tienen los enlaces a los estudios) para defender ante sus amigos que las palomas son ratas aladas, sucias y contagiosas. Pero si les interesa conocer la otra cara de la realidad para formarse un juicio crítico, les invito a volver aquí mañana para leer el alegato de la defensa: ahora toca situar todo lo anterior en su contexto más amplio para valorarlo en su justa medida. Y como comprobarán, la cosa cambia radicalmente.

Un pez para Gabriel que Mola #TodosSomosGabriel

Seguro que Gabriel conoce muy bien este pez, porque puede encontrarlo cerca de su casa y no es un pez cualquiera: es un pez con raspa que pesa más que cuatro vacas. O el pez de esqueleto óseo más pesado del mundo. Por aquí lo conocemos como pez luna porque su forma recuerda a una luna llena con aletas. En ciertos idiomas se traduce como cabeza nadadora, porque realmente parece como si se hubiera olvidado el resto del cuerpo en algún lugar.

Un pez luna. Imagen de Per-Ola Norman / Wikipedia.

Un pez luna. Imagen de Per-Ola Norman / Wikipedia.

En algunos países lo llaman pez sol, no tanto por su forma, sino por su costumbre de tumbarse de costado en la superficie del mar para tomar el sol. Aunque según parece, no es por su afición a broncearse, sino para una sesión de limpieza: hay unas 54 especies de parásitos que se aprovechan de él sin que pueda quitárselos de encima por sí solo, así que se deja ver en la superficie para que las aves marinas puedan disfrutar de un bufé libre de parásitos.

Pero su nombre científico es aún mejor: se llama Mola mola. El nombre procede del latín muela, y hace referencia a las muelas de molino, una comparación que les pareció acertada cuando se describió en el siglo XVIII. Leo por ahí que en ciertos lugares de Andalucía se le llama mula, así que es posible que Gabriel lo conozca por este nombre.

Un pez luna en el acuario de Monterrey (California). Imagen de Fred Hsu / Wikipedia.

Un pez luna en el acuario de Monterrey (California). Imagen de Fred Hsu / Wikipedia.

Recientemente se ha descubierto que los científicos se habían equivocado al etiquetar el ejemplar más grande que se conoce, capturado en Japón en 1996 y que pesa 2.300 kilos. Ha resultado que no es un Mola mola, sino un pariente suyo llamado Mola alexandrini, que se convierte así en el rey de los peces óseos del mundo. Hasta donde sé, esta otra especie no tiene un nombre común diferenciado en castellano, pero en inglés lo llaman pez sol de cabeza jorobada, por el bulto en la frente.

Estas inmensas maravillas marinas no son fáciles de estudiar, pero los tests genéticos y la investigación de numerosos ejemplares y fotos ha permitido ahora a los científicos de la Universidad de Hiroshima aclarar que en realidad los Mola se clasifican en tres especies, Mola mola, Mola tecta y Mola alexandrini, y que por ahora este último merece el premio al pez óseo más gigantesco.

Los pulpos, más protegidos en el laboratorio que en la cocina

Cuando en 2010 se aprobó la nueva directiva europea sobre experimentación con animales, que entró en vigor en 2013, hubo uno de sus aspectos que sorprendió a muchos. La normativa a aplicar en los países de la Unión establecía unas condiciones mucho más restrictivas que las existentes hasta entonces –es tal vez la más estricta del mundo después de la británica– para toda investigación que pretenda utilizar animales vertebrados; es decir, en una escala evolutiva, digamos que desde las lampreas hasta los primates no humanos. Pero la directiva incluía también un extra, un grupo de animales invertebrados: los cefalópodos; pulpos, sepias, calamares y nautilos.

Un pulpo Dumbo (Grimpoteuthis). Imagen de NOAA / Wikipedia.

Un pulpo Dumbo (Grimpoteuthis). Imagen de NOAA / Wikipedia.

¿Por qué los cefalópodos? ¿Y por qué no otros invertebrados? En primer lugar debo explicar que la presencia de este grupo de moluscos en los laboratorios no es rara, especialmente en los de neurociencias. De hecho, una gran parte de lo que hoy se sabe sobre el funcionamiento de las neuronas se lo debemos al humilde calamar.

En 1909 el anatomista y embriólogo estadounidense Leonard Worcester Williams descubrió que los axones de ciertas neuronas del calamar –los cables que transmiten el impulso eléctrico de unas neuronas a otras– tenían un grosor de hasta un milímetro, un tamaño gigantesco en comparación con los de otras especies.

Unos 30 años más tarde el inglés John Zachary Young comprobó que estas neuronas gigantes le sirven al calamar para propulsarse rápidamente por el agua mediante contracciones de los músculos del manto. En la misma década, los también ingleses Alan Hodgkin y Andrew Huxley descubrieron que en el axón del calamar era tan grueso que podían introducir un fino hilo de plata para medir cómo se transmitía la corriente eléctrica del impulso nervioso. A partir de entonces otros muchos investigadores comenzaron a estudiar el sistema nervioso utilizando el axón gigante del calamar. Los estudios con estos animales sentaron las bases de gran parte de lo que hoy se conoce sobre cómo funciona el sistema nervioso, y por tanto sobre lo que hoy puede hacerse para curar sus enfermedades.

Pero los estudios posteriores con cefalópodos comenzaron a revelar a los investigadores que estos animales son los invertebrados más sofisticados que existen (intento evitar el término «más evolucionados» porque suele ser erróneo casi todas las veces que se emplea). Su cerebro es comparativamente más grande que el de los vertebrados conocidos como «de sangre fría» (otro término erróneo), y su inteligencia es sorprendente: son capaces de aprender, encontrar soluciones a problemas y utilizar herramientas que guardan para más tarde.

En algunos casos se han escapado de sus acuarios para comerse los cangrejos de otro tanque y regresar después a su casa. Un famoso pulpo de un acuario de Alemania llamado Otto lanzaba piedras al cristal y disparaba chorros de agua a una lámpara para provocar cortocircuitos. En internet incluso circulan listas de octópodos famosos por sus habilidades (sí, uno de ellos fue aquel Pulpo Paul del Mundial de Fútbol). Y todo esto sin mencionar su increíble capacidad de camuflaje, aún más pasmosa teniendo en cuenta que la mayoría de los cefalópodos tienen una visión aguda, pero son ciegos a los colores.

Un pulpo abriendo un bote con tapa de rosca en Salzburgo (Austria). Imagen de MatthiasKabel / Wikipedia.

Un pulpo abriendo un bote con tapa de rosca en Salzburgo (Austria). Imagen de MatthiasKabel / Wikipedia.

Debido a su complejo sistema nervioso, muchos expertos consideraron que los cefalópodos debían recibir la misma protección que cualquier vertebrado de cara a la experimentación con animales, y por ello las leyes europeas y británicas los incluyeron en sus regulaciones como caso especial de invertebrados. Lo cual llevó a las organizaciones animalistas a protestar por la no inclusión de otros grupos de invertebrados como los crustáceos decápodos (genéricamente, los cangrejos). Pero la diferencia con los cefalópodos en cuanto a su sistema nervioso es muy amplia, y los legisladores debían poner el punto de corte en algún lugar; de haber incluido los cangrejos, no habría motivos fundamentados para no extenderlo también a los insectos.

Sin embargo, la inclusión de los cefalópodos en la norma europea levantó bastante revuelo. Esta ley comunitaria (que cada país ha traspasado a su propia legislación) establece la necesidad de que todo experimento con animales de las especies protegidas pase un proceso de aprobación de varios pasos en el que tiene que justificarse la imposibilidad de realizar la misma investigación sin utilizar animales, y en todo caso obliga a que el daño y el estrés se minimicen por todos los medios posibles, por supuesto empleando siempre anestesia.

El problema, decían los investigadores que trabajan con cefalópodos, es que nadie sabe si la anestesia funciona en estos animales ni cómo, y podría hacerles más daño que bien. Para estos investigadores, la ley europea era «mamiferocéntrica». Los resultados de la nueva norma los resumía en 2016 la bióloga marina Belinda Tonkins, especialista en bienestar animal de la Universidad de Middlesex (Reino Unido): «entre 2005 y 2011, es decir, antes de la legislación, hubo en Europa al menos 370 estudios científicos revisados por pares sobre cefalópodos que hoy requerirían una licencia […] Entre 2013 y 2015, no se efectuó ningún procedimiento experimental con cefalópodos».

Está claro que a la investigación basada en el uso de cefalópodos la normativa actual le ha complicado mucho la tarea, pero la inclusión de estos animales en la legislación parece suficientemente justificada, y la legislación sobre protección animal en los laboratorios es una exigencia moral promovida por los propios científicos. Hoy la mayoría de los países desarrollados, los más pujantes en ciencia, cuentan con leyes orientadas hacia lo que desde 1959 se conoce como las 3R: reemplazamiento (tratar en la medida de lo posible de sustituir los animales por otros sistemas in vitro o in silico), reducción (reducir el número de animales utilizados) y refinamiento (mejorar las técnicas para minimizar el daño y el estrés).

Estas normas imponen una vigilancia estrecha de la experimentación con animales para garantizar una armonización entre el progreso biomédico y nuestras obligaciones éticas hacia los seres con los que compartimos este planeta. Todo ello teniendo en cuenta que para ciertas investigaciones es y será imposible sustituir un sistema tan complejo como un organismo por un cultivo de células, un órgano in vitro o una simulación informática.

Pero frente a todo esto, llama la atención que en otro ámbito tan indiferente al progreso de la humanidad como es la gastronomía sigan empleándose métodos que suponen una evidente tortura para los cefalópodos: apalearlos, congelarlos o «asustarlos» introduciéndolos en agua hirviendo. Todo ello mientras el animal aún está vivo, salvo que alguien conozca la manera de practicar una eutanasia rápida e indolora a un pulpo. Basta una ligera búsqueda en Google para encontrar infinidad de recetas y vídeos que informan sobre cómo preparar el pulpo utilizando alguno de estos procedimientos que serían inadmisibles si se aplicaran a cualquier vertebrado.

Y sin embargo, las críticas de ciertos grupos animalistas radicales se focalizan en los laboratorios, no en los restaurantes. Pero la ciencia, que es simplemente algo tan modesto como una herramienta esencial para el conocimiento y el progreso, no puede competir en popularidad con artes tan espiritualmente elevadas y trascendentales como la cocina; donde esté un buen pulpo a la gallega, que se quite la investigación del alzhéimer.

Para acercarles un poco más al mundo de estos bellos e inteligentes animales, les dejo un par de vídeos que han circulado últimamente por internet. El primero se tomó minutos después del nacimiento de un ejemplar de Grimpoteuthis, llamado pulpo Dumbo (es evidente por qué), a bordo de un buque oceanográfico de la NOAA (Administración Atmosférica y Oceánica de EEUU), algo observado por primera vez por los científicos. El segundo muestra en directo cómo emerge de su huevo un bebé de pulpo del Caribe (Octopus briareus) en el Acuario de Virginia, y cómo desde su primer segundo de vida empieza a entrenar su habilidad para el camuflaje.

Esto es lo que hace un científico cuando se encuentra larvas de mosca bajo la piel

Como otras muchas personas, Piotr Naskrecki se fue de vacaciones al Caribe. Como muchas de ellas, regresó a casa con más de lo que llevó. Pero como algunas de ellas, aquello que se trajo de más no fue solo un bonito recuerdo o alguna artesanía local, sino un souvenir infinitamente menos grato: una colección de larvas de mosca que habían anidado bajo su piel.

Dermatobia hominis, hembra adulta. Imagen de Wikipedia / J. Eibl, U.S. Department of Agriculture.

Dermatobia hominis, hembra adulta. Imagen de Wikipedia / J. Eibl, U.S. Department of Agriculture.

La Dermatobia hominis, que vive en la América tropical y que según la Wikipedia por allí llaman «rezno» o «tórsalo», es una mosca. Sí, es una mosca grande, del tamaño de un abejorro, e incluso su aspecto es parecido. Puede intimidar a primera vista, pero es del todo inofensiva. No pica ni muerde; de hecho, no se alimenta, y ni siquiera tiene boca. En su fase adulta solo vive unos tres o cuatro días, que dedica exclusivamente a tratar de apañarse una First Date para copular. Es básicamente una máquina reproductiva.

El problema son las larvas. Las maravillas de la evolución biológica han llevado a este insecto a especializarse en enterrar sus huevos en la carne humana (aclaro que no es el único, ni parasita solo a los humanos). Y lo hace de una manera increíblemente astuta. Si un insecto nos hincara en la piel un aguijón para poner los huevos, muy probablemente nos daríamos cuenta y lo aplastaríamos de un manotazo. Así que el tórsalo ha encontrado otra estrategia: subcontratárselo a otro que de todos modos vaya a pegarnos un picotazo.

Larva de Dermatobia hominis en fase temprana. Imagen de Wikipedia / Colombo973.

Larva de Dermatobia hominis en fase temprana. Imagen de Wikipedia / Colombo973.

La mosca no pone sus huevos en la piel humana, sino en la chepa de un mosquito o una garrapata. Cuando alguno de estos molestos chupasangres decide abrirnos un bar en la piel, el calor de nuestro cuerpo hace que los huevos caigan y eclosionen, y entonces las larvas entran para acodarse y anclarse a la barra. Nunca mejor dicho, ya que para evitar que las echen del bar, se fijan a través de una especie de coronas de púas. Allí viven durante un par de meses, hasta que por fin salen al exterior, caen al suelo y duermen una resaca de dos o tres semanas en forma de crisálida o pupa para finalmente despertar como moscas adultas. Y entonces, a buscar el amor de su (breve) vida.

Todo este drama biológico fue el que se ventiló en la piel de Naskrecki en 2014. Al regresar de sus vacaciones en Belice, donde como fotógrafo estuvo capturando las bellezas naturales del trópico, se dio cuenta de que se había traído una de ellas consigo. Lo que le dio la pista fue la presencia en su piel de picaduras de mosquito que no parecían cicatrizar. Por repugnante que resulte estar incubando larvas de mosca, al menos no suele ser doloroso: otra maravilla de la evolución es que las larvas, como otros insectos parásitos, probablemente producen sus propios analgésicos para intentar pasar inadvertidas y completar su ciclo.

Como cualquier otro haría, Naskrecki compró un kit de succión de veneno para extraerse las larvas de la piel. Este es uno de los remedios más recomendados, junto con aplicar vaselina en la herida para asfixiar a las larvas. En algunos lugares también ponen carne sobre la piel como cebo para que la larva salga a probar.

Larva de Dermatobia hominis. Imagen de Wikipedia / Geoff Gallice.

Larva de Dermatobia hominis. Imagen de Wikipedia / Geoff Gallice.

Pero Naskrecki, además de fotógrafo y viajero, es un científico, entomólogo de la Universidad de Harvard. Así que hizo lo que solo algún científico haría: dejarse dos larvas para permitirlas que completaran su ciclo y filmar y documentar todo el proceso. Además, y como narra Naskrecki en el vídeo que relata toda la experiencia (y que por desgracia no puedo pegarles aquí porque el autor lo ha restringido), pensó: «al ser un hombre, esta era mi única oportunidad de producir otro ser que viviera y respirara a partir de mi carne y de mi sangre». Ya, ya, la analogía con un embarazo es siniestra, pero también algo nerdie.

Les animo a que se pasen por Vimeo a ver el vídeo, pero les prevengo: lo que se dice bonito, solo lo será para quienes lo contemplen como un documental de naturaleza en el que se disfruta de ver cómo van creciendo los cachorrillos. El propio Naskrecki advierte en el vídeo: «una vez visto, ya no se puede desverlo«.

Y como Naskrecki no me permite mostrarles el vídeo aquí, en lugar de la Human Botfly, como la llaman en inglés, les traigo la Human Fly, una canción de 1978 de los Cramps, aquel fantástico grupo garage que inventó el psychobilly y que tocaba con dos guitarras y sin bajo.

¿Son plausibles los alienígenas (parecidos a nosotros) de la ciencia ficción? (II)

Un humano es un organismo con forma de tubo (boca y ano), simetría bilateral, un bloque central que contiene los órganos internos flanqueado por pares de extremidades para la movilidad y la interacción, y un control centralizado (el cerebro) situado en un apéndice específico (la cabeza) que contiene además los principales mecanismos sensoriales.

Desde los hombrecillos verdes o grises hasta las variaciones como los xenomorfos de Alien, infinidad de películas nos presentan seres antropomorfos, que comparten con nosotros estos mismos planos generales de construcción. Pero ¿es esto posible? ¿Es plausible que un alienígena se parezca tanto a nosotros?

Alienígenas de 'Encuentros en la tercera fase'. Imagen de Columbia Pictures.

Alienígenas de ‘Encuentros en la tercera fase’. Imagen de Columbia Pictures.

La respuesta corta es que nadie lo sabe, dado que, una vez más, aún no conocemos alienígena. Para la respuesta larga, debemos comenzar respondiendo a otra pregunta: ¿la evolución es determinista o indeterminista? Es decir: a partir de una situación inicial y si jugamos la partida dos veces, en la Tierra y en otro planeta, ¿cuánto se parecerá el resultado final en los dos casos?

A su vez, la respuesta corta a esta pregunta es que nadie lo sabe. Hay quienes intuyen que un alienígena debería parecerse algo a nosotros, porque… ¿no? Y hay quienes intuyen que debería ser completamente distinto, porque… también, ¿no?

Pero la simple intuición no responde a la pregunta de hasta qué punto un experimento evolutivo paralelo encontraría o no algunas de las mismas soluciones como adaptaciones favorables en un medio parecido o diferente del terrestre. Haría falta repetir el experimento completo de la evolución, primero en nuestra propia Tierra, después en otros planetas habitables.

Por desgracia, esto no está a nuestro alcance. Tal vez algún día la Inteligencia Artificial logre refinar una simulación lo bastante completa como para darnos pistas reales, pero son tantas las variables implicadas que no será tarea fácil aproximarse lo suficiente a un escenario comparable a la realidad. Sería la simulación más complicada jamás emprendida.

A pesar de todo, tampoco estamos completamente perdidos. Tenemos teorías razonables, y tenemos también algunos datos experimentales que pueden tirar algún que otro raíl en el camino hacia estas respuestas. A continuación les cuento algunas de estas pistas, pero ya les adelanto que la conclusión nos devuelve a la respuesta corta: en realidad, nadie lo sabe.

E. T. Imagen de Universal Pictures.

E. T. Imagen de Universal Pictures.

Comencemos por la teoría. En los años 70 Stephen Jay Gould, una de las mentes más preclaras de la biología evolutiva del siglo XX, defendió la hipótesis de que la evolución no es determinista sino imprevisible, y que si pudiéramos rebobinar la cinta del planeta Tierra unos cuantos millones de años y volver a ejecutar el programa, los humanos ni siquiera estaríamos aquí.

Hay que tener en cuenta que toda la vida en la Tierra (al menos la que conocemos hasta ahora) procede de un antepasado común, el cual ya había adoptado ciertas opciones evolutivas que todos hemos heredado. Al ir diversificándose en ramas separadas, estas a su vez también fueron optando por determinadas soluciones que restringían el repertorio de configuraciones de sus descendientes. Pero según la hipótesis de Gould, que siguen muchos otros biólogos evolutivos, si pudiéramos regresar al comienzo quizá la segunda vez se elegirían soluciones diferentes y todos tendríamos, por ejemplo, simetría radial, como los equinodermos (estrellas y erizos de mar).

La teoría de Gould tendería a rechazar la posibilidad de alienígenas antropomorfos. Pero no todos los expertos están de acuerdo con él. Otros biólogos evolutivos, como Richard Dawkins o Simon Conway Morris, piensan que la evolución es al menos en parte un proceso determinista. Es decir, que desde la misma situación de partida, hay sucesos que tienden a repetirse.

Para comprender lo complicado que resulta teorizar sobre esto, tengamos en cuenta que incluso desde enfoques opuestos puede llegarse a conclusiones parecidas, pero también desde un mismo enfoque puede llegarse a conclusiones opuestas. Dos ejemplos: Conway Morris es creyente, Dawkins es ateo, y ambos son deterministas. Conway Morris es determinista, Gould lo contrario, y ambos se basan en las mismas pruebas, el esquisto de Burgess, un conjunto de fósiles hallado en Canadá a comienzos del siglo XX.

Un fósil de Anomalocaris del esquisto de Burgess. Imagen de Wikipedia / Keith Schengili-Roberts.

Un fósil de Anomalocaris del esquisto de Burgess. Imagen de Wikipedia / Keith Schengili-Roberts.

La razón principal que suelen esgrimir los deterministas es la evolución convergente. A lo largo de la historia de la vida en la Tierra, ha habido innumerables ocasiones en que la evolución ha encontrado las mismas soluciones en ramas independientes del árbol genealógico de los seres vivos.

Por ejemplo, los murciélagos y las aves tienen alas, pero las desarrollaron de forma independiente. Los ojos de los pulpos son pasmosamente parecidos a los nuestros, pero es evidente que ellos y nosotros no procedemos de un antepasado común con ojos. Este año un estudio descubrió que el apéndice, ese colgajo intestinal al que tradicionalmente no se le suponía otra función que llevarnos a Urgencias, ha surgido en la evolución más de 30 veces de forma independiente en unos animales y otros. ¡Más de 30 veces! Esto no solamente nos dice que muy probablemente el apéndice sirve para algo más, sino que es otro magnífico ejemplo de evolución convergente. El propio Conway Morris ha documentado muchos ejemplos en los fósiles de Burgess.

Así que la teoría no nos ofrece una respuesta clara. Pasemos ahora a la práctica: ¿qué nos dicen los experimentos? Obviamente, no podemos regresar al pasado, volver a jugar la partida de la evolución desde el principio y ver qué ocurre. Pero sí podemos hacer lo segundo mejor: ver qué hace la naturaleza en situaciones de evolución a corto plazo, y diseñar experimentos en condiciones controladas donde puedan estudiarse estos trocitos parciales de evolución.

Sobre lo primero, se han estudiado casos en animales como peces y lagartos. Respecto a lo segundo, hace tres años y medio les conté aquí un precioso ejemplo, un experimento con insectos palo llevado a cabo por el español Víctor Soria-Carrasco en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Los investigadores emplearon un tipo de insecto palo californiano que prácticamente nace, vive y muere en la misma planta, y del que existen dos variedades diferentes adaptadas al camuflaje en dos tipos de arbustos. Intercambiando los bichos de planta en unos lugares y otros, podían comparar los cambios genéticos que se producían entre dos de estos experimentos evolutivos independientes.

El resultado fue que en la evolución de estos bichos palo había un 80% de cambios diferentes y un 20% de cambios comunes. O sea, que a pesar de que mayoritariamente la evolución seguía caminos distintos en dos partidas diferentes, había un 20% de evolución convergente, o un 20% de determinismo evolutivo. Por supuesto que entre este caso y la evolución de la vida en otro planeta media un abismo, pero esta era la especulación de Soria-Carrasco sobre si los alienígenas podrían seguir caminos evolutivos parecidos a los nuestros: «muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo».

El experimento más extenso de la historia de la ciencia para entender cómo funciona la evolución se desarrolla desde hace 30 años en la Universidad de Harvard. En febrero de 1988, el biólogo evolutivo Richard Lenski sembró bacterias Escherichia coli en 12 frascos con medio líquido de cultivo, algo habitual en muchos laboratorios de biología. Pero Lenski dejó a las bacterias la glucosa justa solo para sobrevivir durante la noche hasta la mañana siguiente, y por la tarde recogió a las supervivientes para trasvasarlas a un nuevo cultivo. Así, día tras día, durante más de 29 años.

Con la limitación de alimento, Lenski introducía un factor de presión para dirigir la evolución de las bacterias; tal como hace la selección natural, solo las bacterias mejor adaptadas al medio sobrevivirían. Cada 75 días, lo que equivale a unas 500 generaciones de E. coli, los investigadores congelan una parte de los cultivos para capturar una foto del proceso evolutivo. Analizando los genes de las bacterias en estos distintos momentos del proceso, pueden observar cómo están evolucionando, y comparar las 12 líneas entre sí para analizar si siguen los mismos caminos evolutivos o no. En total, en los casi 30 años del experimento se han sucedido más de 68.000 generaciones de bacterias, lo que equivale a más de un millón de años de evolución humana.

Y después de todo esto, el resultado es…

Durante los primeros miles de generaciones, los investigadores observaron que las bacterias seguían caminos al menos no totalmente separados. Los diferentes cultivos tendían a mostrar mutaciones diferentes, pero en los mismos genes. E incluso con las diferencias, todas mostraban un patrón común: las células se hacían más grandes, crecían más deprisa y aprovechaban mejor la glucosa. Esto parece un claro caso de evolución convergente.

Pero ¡oh, sorpresa! De repente, transcurridas unas 31.000 generaciones, una de las 12 líneas empezó a dejar de lado la glucosa y a comer citrato, otra fuente de carbono presente en el medio. Solo una de las 12 líneas. Dado que una característica de E. coli es la incapacidad de metabolizar el citrato, esta línea está evolucionando por el camino de convertirse en una nueva especie diferente. Y esto parece un claro caso de evolución no determinista.

Con todo esto, ¿qué opinan Lenski y sus colaboradores sobre el grado de determinismo de la evolución? Según su último estudio, esto: «nuestros resultados muestran que la adaptación a largo plazo a un ambiente constante puede ser un proceso más complejo y dinámico de lo que a menudo se asume».

Sí, sí, vuelvan a leer la frase, y la segunda vez les dirá lo mismo: nada. Una paráfrasis para decir que, en realidad, no se sabe. Ya les advertí de que aún no tenemos una respuesta definitiva sobre si Gould o Conway Morris, y por tanto sobre si sería posible que en otro planeta evolucionara una especie básicamente similar a la nuestra. Pero quiero dejarles otro ejemplo de un experimento natural que nos ha permitido observar cómo funciona la evolución. Ese experimento se llama Australia.

La idea, de la que también les hablé aquí, es del científico planetario Charley Lineweaver. Es lo que él llama «la falacia del planeta de los simios», o la idea popular de que, como decía Carl Sagan, en otros planetas habitados debe llegarse a un equivalente funcional del ser humano. Lineweaver pone como ejemplo su propio país, una gran isla separada del resto de los continentes desde hace unos 100 millones de años.

De este modo, Australia ha sido un experimento natural de evolución independiente durante millones de años. Y como decía Lineweaver, ¿qué es lo que ha surgido allí? Canguros. La aparición de los humanos en el gran bloque Eurasiafricano no ha interferido absolutamente de ninguna manera en la evolución australiana. Y sin embargo, allí la evolución no ha producido nada similar a los seres humanos. Si Australia fuera la única tierra seca de todo el planeta, no estaríamos aquí. Y por tanto, no hay evolución convergente; si los canguros tienen brazos y piernas como nosotros, es solo porque el antepasado común que compartimos con ellos ya los tenía.

Por todo lo anterior, los científicos no suelen arriesgarse a inventar aliens, a riesgo de ver su credibilidad dañada. Hay excepciones: en los años 70, Carl Sagan propuso un ecosistema modelo para un planeta joviano, un gigante gaseoso como Júpiter. Sagan imaginó varios linajes de seres voladores que controlarían su flotación a través de los distintos niveles de densidad de la atmósfera, formando una cadena alimentaria cuya base estaría sustentada por una especie de plancton atmosférico que se alimentaría de los nutrientes moleculares presentes en el gas. Así lo contaba Sagan en su mítica serie Cosmos:

Como resumen de todo lo contado aquí, mejor quédense con esta cita del gran maestro Sagan:

La biología es más parecida a la historia que a la física. Hay que conocer el pasado para comprender el presente. No hay predicciones en la biología, igual que no hay predicciones en la historia. La razón es la misma: ambas materias son todavía demasiado complicadas para nosotros. Aunque podemos comprendernos mejor comprendiendo otros casos.

A pesar de todo, si es extremadamente difícil aventurar cómo podría ser un alienígena, en cambio es más posible predecir cómo no podría ser. Como les contaba en la entrega anterior, no todo vale, y con esto podríamos arriesgarnos a construir una lista de reglas que debería cumplir un alienígena de ficción para ser mínimamente plausible. Vuelvan otro día y se lo cuento.

¿Son plausibles los alienígenas de la ciencia ficción? (I)

En una ocasión ya conté aquí que ocurre algo muy curioso con la relación entre cine y ciencia. Mientras que múltiples expertos en mútiples webs suelen llevar las películas de ciencia ficción a la rueda de interrogatorios para destripar su plausibilidad científica y sacar a relucir sus errores, tanto los expertos como los errores suelen ceñirse a la física. En cambio, la biología suele olvidarse. Al fin y al cabo, como aún no tenemos la menor idea de cómo son los alienígenas –si es que existen–, todo vale. ¿No?

Pues no, no todo vale. De hecho, probablemente no valgan más cosas de las que valen. La biología tiene sus propias reglas. En último término, la biología es una aplicación de la física y la química, y aunque el mayor número de variables aumenta la cota de incertidumbre, está claro que hay cosas que no pueden ser de ninguna manera.

Por ejemplo, las críticas científicas de la saga Alien analizan los bocados relativos a las naves, el espacio, la presión, la gravedad y cosas por el estilo. Pero nunca he leído ninguna (aunque probablemente exista sin que yo la haya descubierto) que abra el siguiente y evidente melón: es enormemente cuestionable que un organismo pueda multiplicar su tamaño y peso de forma desmedida en horas o días; pero desde luego, es absolutamente imposible que lo haga sin alimentarse de la materia necesaria para ganar ese aumento de peso y volumen.

Alien: Covenant. Imagen de 20th Century Fox.

Alien: Covenant. Imagen de 20th Century Fox.

La materia no se crea ni se destruye; para que un ser vivo multiplique su peso por diez, necesita incorporar una cantidad de materia aún mayor, teniendo en cuenta que una gran parte de su alimento se excretará en forma de desechos o para mantener funciones básicas como la refrigeración (sudor). Conclusión: a no ser que se inflen simplemente con aire, ni un pulpo, ni un percebe ni un xenomorfo pueden crecer de la nada en unas horitas.

Plantear un alienígena plausible no es tarea fácil, dado que en efecto aún no conocemos ninguno. Pero son tantos los frentes a cubrir, el biofísico, el bioquímico, el bioenergético, el fisiológico, el ecológico o el evolutivo, que casi todo alienígena inventado corre el riesgo de hacer aguas por un lado u otro, incluso en aspectos tan aparentemente nimios como el que ya conté aquí a propósito de Chewbacca: dado que el folículo piloso y la glándula sudorípara son especializaciones de la piel mutuamente excluyentes, los animales peludos (salvo los caballos, un caso peculiar que también comenté) no sudan lo suficiente como para regular su temperatura, por lo que los wookies deberían pasarse toda la saga de Star Wars jadeando como los perros.

Ya, ya, es cierto que George Lucas nunca ha pretendido que Star Wars sea científicamente creíble. (Pero esperen: ¿no era este el mismo tipo que se inventó aquello de los midiclorianos en analogía con la teoría de la endosimbiosis para convertir la Fuerza en, según sus propias palabras, «una metáfora de una relación simbiótica que permite la existencia de vida»?)

Es más; incluso solucionar el problema del frío cubriendo a los alienígenas de una gruesa capa de pelo es cuando menos infundado. Hoy parece suficientemente demostrado que el pelo de los mamíferos y las plumas de las aves proceden evolutivamente de las escamas de los reptiles, y que los genes específicos para fabricar pelo ya existían en estos últimos antes de que engendraran las ramas que darían lugar a los otros dos grupos.

Por lo tanto, los mamíferos no inventaron realmente el material básico del pelo, sino que se limitaron a modificar algo que habían heredado de los reptiles para acomodarlo a sus necesidades (por decirlo de algún modo; entiéndase que la evolución no tiene propósitos ni intenciones); entre ellas, la protección térmica. Esto de aprovechar un invento de la evolución para otro fin diferente al original se conoce en biología como exaptación.

Pero los reptiles en los que surgió el material necesario para crear el pelo vivían en climas cálidos, por lo que originalmente este mecanismo no era un invento contra el frío. En resumen, es probable que una especie alienígena que ha evolucionado en un planeta helado no lleve pelo para abrigarse, sino algún otro tipo de ingenio evolutivo más específicamente adaptado a esa misión.

Recordando los alienígenas de casi cualquier película que nos venga a la mente, es inmediato que suelen fallar en un aspecto u otro, o en todos. Por ejemplo, todo ser complejo tiene una forma definida, ya que es una regla básica de la biología que la complejidad requiere un alto grado de especialización estructural. Así que no es posible cambiar de forma alegremente cada minuto o tomar el aspecto de otros organismos, salvo que seas algo tan poco inteligente como un moho mucilaginoso. Adiós a La cosa y a las múltiples versiones de La invasión de los ultracuerpos.

La cosa (versión de 1982). Imagen de Universal Pictures.

La cosa (versión de 1982). Imagen de Universal Pictures.

Tampoco existen los seres vivos aislados, ni como especies ni como individuos. En su día, el astrofísico Carl Sagan hizo un cálculo de cuántos monstruos del lago Ness podrían existir si existía alguno, aunque aplicó exclusivamente criterios de física de colisiones. Pero además todo organismo necesita lo que en biología se conoce como Población Mínima Viable, un número de ejemplares que permita la supervivencia de la especie con una diversidad genética suficiente como para perpetuarse sin acabar degenerando hasta la extinción. Y toda especie requiere un aporte de biomasa, así que un alienígena viable depende de un ecosistema que le sostiene.

Otro error frecuente es pasear a los alienígenas por el medio terrestre como si estuvieran en su casa. No se trata solo de la respiración de nuestra atmósfera, sino que la Tierra impone una multitud de condiciones ambientales que podrían resultar hostiles y hasta invivibles para una especie surgida en otro planeta diferente, desde nuestra gravedad hasta nuestros niveles de irradiación, o incluso las amenazas biológicas que nosotros hemos aprendido durante millones de años a mantener a raya.

Un ejemplo muy bien concebido de esto último eran los marcianos de H. G. Wells en La guerra de los mundos, que sucumbían a las bacterias terrestres al carecer de nuestra inmunidad. Wells era biólogo, así que ya hace un siglo predecía que el mayor riesgo para un marciano durante una invasión terrestre no serían los humanos, sino las infecciones.

La guerra de los mundos (versión de 2005). Imagen de Paramount Pictures / DreamWorks Pictures.

La guerra de los mundos (versión de 2005). Imagen de Paramount Pictures / DreamWorks Pictures.

En cuanto a las presuntas bioquímicas alternativas propuestas a menudo en la ciencia ficción, a veces son pura fantasía sin el menor sustento científico. El ejemplo más clásico es el silicio como alternativa al carbono. Una regla básica de la vida es que empleamos materia para alimentar nuestros procesos vitales gracias a la energía almacenada en los enlaces químicos de esas sustancias. Como resultado del proceso, generamos compuestos degradados con un nivel energético menor; es una simple resta. Cuando los organismos terrestres consumimos compuestos orgánicos para alimentarnos, producimos agua y dióxido de carbono (CO2) como productos finales. Son los residuos oxidados de la actividad biológica.

El CO2 es un gas a temperatura ambiente, motivo por el cual lo evacuamos fácilmente. Pero aunque el silicio ofrezca una estructura atómica equiparable a la del carbono en sus posibilidades de formar enlaces, algunos de sus compuestos tienen propiedades químicas notablemente diferentes.

Por ejemplo, el dióxido de silicio (SiO2) es sólido; para entendernos, básicamente es arena. Su temperatura de fusión es de 1.713 ºC, y la de ebullición es de 2.950 ºC; nos pongamos como nos pongamos, temperaturas incompatibles con cualquier forma de vida. En la Tierra, muchos organismos emplean SiO2 precisamente por su dureza, como material de construcción o defensa contra depredadores. Pero una situación muy diferente sería producirlo como residuo metabólico, ya que sería muy difícil eliminarlo de forma constante y en grandes cantidades. ¿Imaginan cómo podríamos estar continuamente expulsando arena de nuestros pulmones?

Un alienígena basado en el silicio en el episodio 'The Devil in the Dark' de la serie 'Star Trek' (1967). Imagen de CBS Television Distribution.

Un alienígena basado en el silicio en el episodio ‘The Devil in the Dark’ de la serie ‘Star Trek’ (1967). Imagen de CBS Television Distribution.

En la próxima entrega seguiremos hablando de esta cuestión, entrando en otro de los clásicos de la ciencia ficción: los alienígenas con forma más o menos humana. ¿Es plausible que en un planeta muy diferente del nuestro evolucionen seres antropomorfos?

Jamás camines con un elefante

La semana pasada, un turista español falleció en el parque nacional de Chebera Churchura, en Etiopía, a causa del ataque de un elefante. Escuché la noticia por primera vez en la radio como un teletipo urgente. En ese momento los medios daban la información como un breve sin ningún tipo de detalles, así que esperé a la ampliación de la noticia en los días siguientes.

Entre los árboles, en el Parque Nacional de Aberdare. Imagen de Javier Yanes.

Entre los árboles, en el Parque Nacional de Aberdare. Imagen de Javier Yanes.

Pero la ampliación no llegó, más allá del origen del fallecido y de la referencia a medios locales etíopes como este y este, según los cuales el turista se habría bajado del coche para fotografiar más de cerca a los animales, ignorando las advertencias de sus guías, y un elefante le habría embestido para después atraversarlo con un colmillo. Pero fíjense: ambos medios etíopes citan como fuente de la noticia al IBTimes, que en su artículo a su vez refiere al diario La Vanguardia y la agencia Europa Press. ¿Y adivinan en qué fuentes se basan ambos? Eso es, en «medios locales». Así que hemos cerrado el círculo.

En resumen, y dado que al parecer ningún medio en España ha considerado la noticia lo suficientemente importante o interesante para verificar de forma independiente las circunstancias del fallecimiento (al menos que yo haya podido encontrar), la prudencia aconseja tomar los detalles como provisionales, sin que sea probable que dejen de serlo.

Debido a esto, quiero aclarar que lo escrito aquí no pretende referirse específicamente al caso de este turista español fallecido. Bastante dolor estarán padeciendo sus allegados como para además aguantar reprimendas. Y como sea que siempre tienen que surgir en Twitter los comentarios de algunos descerebrados que se consideran a sí mismos graciosos, debo explicar: no, el turista no estaba cazando elefantes, si la ubicación del suceso es correcta. En Etiopía la caza está permitida, pero en general en África esta actividad se restringe a los ranchos destinados a ello, fuera de los parques nacionales (excepto en países del sur como Suráfrica y Zimbabwe, donde la situación es más complicada).

Pero el suceso me interesa personalmente porque, como sabrán los seguidores habituales de este blog o los lectores de mis novelas, Kenya es mi gran pasión vital, un país al que llevo viajando 25 años, al que dedico también parte del tiempo que no paso allí, y sobre el cual, hasta hace solo unos meses, he mantenido en solitario la mayor guía online en castellano, Kenyalogy.com (que regresará, lo prometo). Durante años han sido muchos los que me han dicho que debería dejar todo esto y dedicarme a organizar safaris. Y quién sabe, puede que algún día les haga caso. ¿A alguien le apetece un safari científico-literario?

Aunque los españoles son poco dados a viajar al extranjero en comparación con otros europeos, y aunque quienes lo hacen no se dirigen mayoritariamente a África, nuestro puñado de locos africanistas es un puñado que ya va rebosando los dedos. Para el caso de Kenya, y aunque España ocupa solo el 19º puesto en el turismo que recibe, entre las naciones europeas hemos ascendido recientemente al sexto lugar, superando a Suecia; en 2016, 10.943 españoles viajaron a Kenya.

Y dado que estamos en verano, la estación de las vacaciones para la mayoría, y que miles de españoles viajarán próximamente a los destinos africanos de safaris («viaje» en swahili), quiero aportar mi grano de arena para que todos ellos puedan volver sanos y salvos después de disfrutar de una experiencia que sin duda les dejará enfermos del mal de África, pero del mal bueno. Así que aquí van algunos consejos y datos.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli. Imagen de Javier Yanes.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli. Imagen de Javier Yanes.

En primer lugar, y aunque lo que sigue se refiere a los animales, debe quedar claro que la mayoría de los sucesos que afectan a extranjeros se producen por causa de los humanos, y no de otros animales. Y no es por el terrorismo, una amenaza real pero estadísticamente improbable, sino por la delincuencia común. En África hay que viajar con sensibilidad social, pero también hay que evitar ponerse uno mismo en situaciones de riesgo, entre las cuales se incluyen muchas que serían perfectamente inocuas en nuestro propio país. Por ejemplo, caminar o conducir de noche, o fiarse de desconocidos demasiado amables que pretenden llevarte a lugares solitarios.

En lo que respecta a los animales, la norma es obvia: nunca acercarse a ellos a pie. En general, en los parques nacionales y reservas de Kenya está prohibido bajar del vehículo salvo en ciertas zonas designadas. Pero entre los turistas suele existir una idea equivocada respecto a qué especies son peligrosas y cuáles no. El mensaje es este: todos los animales salvajes son potencialmente peligrosos, pero entre los más realmente peligrosos se cuentan algunos que en la cultura occidental son percibidos como mansos y bonachones. Y no lo son en absoluto.

Todo el mundo teme a un león o un cocodrilo, pero siempre hay quienes intentan acercarse a hipopótamos o elefantes basándose en una imagen errónea de gigantes pacíficos. Suelo decir que las películas de Parque Jurásico han hecho mucho daño presentando a los dinosaurios herbívoros como pacíficos e inofensivos, y a los carnívoros como bestias siempre sedientas de sangre. En realidad muchos animales herbívoros son poderosos y temperamentales, capaces de infligir mucho daño. En un país donde los toros de lidia están a diario en la discusión pública, esto debería conocerse mejor que en cualquier otro lugar.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli. Imagen de Javier Yanes.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli. Imagen de Javier Yanes.

Circula en innumerables listas de internet y artículos periodísticos la idea de que el hipopótamo es el gran animal que más muertes humanas causa al año en África. En una ocasión investigué esta proclama sin encontrar ninguna fuente estadística fiable que la respaldara. Mi conclusión fue que seguramente es falso, ya que en los datos parciales publicados en revistas académicas o recogidos por entidades que trabajan en la naturaleza africana, los cocodrilos siempre aparecen en primer lugar. Por ejemplo, este gráfico de la Fundación Bill Gates presenta cifras aproximadas derivadas de varias fuentes: los cocodrilos causan unas 1.000 muertes al año, por 500 de los hipopótamos y 100 de los elefantes, igualados con los leones.

En el caso de los cocodrilos, su récord de víctimas se debe en parte a una circunstancia tan curiosa como trágica. Cuando hay inundaciones en España u otro país europeo, la gente puede perder sus casas o sus negocios. Cuando ocurre en África, la gente puede perder sus casas o sus negocios, y además sus vidas en las fauces de un cocodrilo. Las crecidas o inundaciones llevan los cocodrilos hasta los pueblos y poblados.

Pero sí, los hipopótamos son muy peligrosos. La mayoría de los accidentes graves se producen en tierra, por encontronazos fortuitos por la noche, cuando estos animales salen del agua y merodean por las praderas para alimentarse de los pastos. En los alojamientos de safari cercanos a ríos o lagos, siempre se advierte de que es muy peligroso acercarse a las orillas de noche. Los hipopótamos embisten y tienen colmillos como estacas, con una longitud suficiente como para atravesar la pierna o incluso el cuerpo de una persona.

Dibujo © Ana González 2000.

Dibujo © Ana González 2000.

En cuanto a los elefantes, son los protagonistas de muchos casos de conflictos entre humanos y fauna. El elefante africano necesita grandes espacios; no resiste bien la cautividad. Antiguamente recorrían largas rutas migratorias, que hoy han quedado cortadas por los asentamientos, la agricultura y las infraestructuras. Pero los elefantes son exploradores y necesitan mucho alimento. En lugares como el Parque Nacional de Aberdare, una reserva selvática y montañosa rodeada de tierras altas fértiles de uso agrícola, ha sido necesario vallar el recinto protegido para evitar las continuas incursiones de los elefantes en los cultivos. Otros parques cercanos a ciudades, como Nairobi o Nakuru, evitan la presencia de elefantes para evitar el problema.

Comúnmente se piensa que los elefantes tienen una gran memoria, y esta es una idea avalada por la ciencia. Aprenden dónde pueden conseguir alimento, y regresan. Incluso aprenden dónde pueden conseguir alcohol, y regresan; comparten con nosotros el vicio de emborracharse. En Kenya, los elefantes de Aberdares tienen fama de mal genio. Durante la guerra del Mau Mau que condujo a la independencia del país, en los años 50, los guerrilleros se ocultaban en las selvas profundas de esta sierra, donde los aviones ingleses de la RAF los acosaban lanzando bombas. Por allí se cuenta que los elefantes se volvieron locos a causa de los bombardeos, y que este es el origen de su carácter agresivo.

Es una leyenda indemostrable, pero lo cierto es que los elefantes de Aberdares, un parque montañoso con  bosques densos y con tráfico escaso, están menos acostumbrados que sus primos de las sabanas a cruzarse con moles de metal sobre cuatro ruedas, y tal vez por ello tienden más a reaccionar a esos encuentros con exhibiciones intimidatorias, agitando la cabeza, barritando, levantando la trompa y desplegando las orejas.

Una mente inteligente y con una gran memoria. Imagen de Javier Yanes.

Una mente inteligente y con una gran memoria. Imagen de Javier Yanes.

De hecho, no es raro que todo elefante con suficiente experiencia de la vida y con su gran memoria pueda recordar algún encontronazo con esos monstruos brillantes que avanzan sobre patas redondas. Científicos como Joyce Poole, una de las mayores expertas del mundo en elefantes, sugieren que estos animales pueden sufrir trastorno de estrés postraumático. Se dice que los elefantes identifican a los humanos como su peor enemigo, pero no hay motivos para pensar que puedan relacionar a las personas con los coches: dentro del vehículo somos parte de un gran y temible animal, mientras que fuera de él somos seres frágiles y escuálidos que no tenemos medio trompazo.

Personalmente he vivido algunos de esos encuentros. En casos así, lo adecuado es esperar pacientemente. Somos intrusos en su casa. La mayor parte de las veces es una fanfarronada; solo quieren asustar y dejar claro quién manda. Si se obstinan en ocupar la pista por donde tenemos que pasar, hay un truco que suele funcionar: pisar el acelerador en punto muerto. Deben de interpretar el sonido del motor como el rugido de una bestia con la que es mejor no enfrentarse, y en general se apartan. Pero si amenazan con cargar, es preferible meter la marcha atrás y retirarse.

Y desde luego, jamás se me ocurriría bajar del coche. En una ocasión, pinchamos una rueda justo cuando acabábamos de dejar atrás a un viejo macho solitario con malas pulgas. No fue en Aberdares, sino en Samburu, una reserva de sabana, pero aquello ocurrió junto al río, donde la cobertura vegetal es más densa, la visibilidad es menor y no hay rutas de escape. Bajamos con cautela para empezar a preparar el cambio de neumático, pero entonces vimos que el elefante aparecía entre los árboles para acercarse a curiosear, y no nos quedó otro remedio que correr a buscar refugio dentro del coche. El animal pegaba la cara a las ventanillas para inspeccionar y entender qué estaba pasando allí. Tuvimos que esperar durante horas a que se cansara de nosotros para poder cambiar la rueda y regresar al camp, ya de noche cerrada.

Elefante joven dándose un baño en el río Ewaso Ngiro, Reserva de Samburu. Imagen de Javier Yanes.

Elefante joven dándose un baño en el río Ewaso Ngiro, Reserva de Samburu. Imagen de Javier Yanes.

Por último, un comentario sobre los guías. Aunque yo prefiero viajar por libre, la mayoría de los visitantes utilizan tours organizados. Hay un detalle sobre la información del suceso de Etiopía que no me cuadra. La noticia dice que el fallecido bajó del coche para acercarse a los elefantes, y que los guías trataron de ahuyentarlos con disparos al aire. Ignoro si en Etiopía las cosas funcionarán de otra manera. Pero al menos en Kenya, quienes van armados son los rangers, los guardas de los parques. Los rangers escoltan los safaris a pie, pero no van a bordo de los vehículos turísticos.

En cualquier caso, mi último consejo es este: no pongan su vida en manos de los guías. Son profesionales, mejores o peores, que velarán por su seguridad dentro de lo que les compete y resulta razonable. Pero son guías turísticos; no son héroes, ni tienen por qué serlo. Aunque solo con las propinas reúnen un sueldo que ya quisieran la mayoría de los kenianos, no les pagan para jugarse la vida por los turistas, sobre todo los que no respetan las advertencias. Incluso teniendo cerca a un ranger armado, las mejores garantías de seguridad contra los ataques de los animales no son las balas, sino la prudencia, la sensatez y el sentido común.

No se jueguen la vida por un selfie; si algo sobra en la foto de un animal africano, somos usted y yo. Y los selfies causan más muertes que los ataques de tiburón. Que pasen unas felices vacaciones.

Pasen y vean cómo empieza la vida

Es curioso que, hasta hace solo unos años, descubríamos que un vídeo no era de imagen real, sino una animación por ordenador, gracias a sus defectos. Ahora empieza a ocurrir lo contrario: los gráficos digitales han alcanzado tal nivel de preciosismo que ahora ya dudamos de si una imagen o un vídeo son auténticos cuando parecen demasiado perfectos para ser reales; demasiado ideales. Es tal vez una forma actualizada del efecto que en robótica llaman Uncanny Valley, o Valle Inquietante: una reproducción humana nos provoca cierto rechazo cuando se parece demasiado a nosotros sin llegar a serlo; antes no llegaban a serlo por su imperfección, mientras que ahora dejan la realidad atrás por su exceso de pureza.

Esto se aplica al primero de los vídeos que hoy les traigo: en los comentarios en YouTube, algunos usuarios dudan de que se trate de imagen real, dado que no es habitual este nivel de perfección en la filmación de las primeras etapas del desarrollo embrionario.

Fotograma del vídeo del desarrollo embrionario de una rana por Francis Chee Films. Imagen de YouTube,

Fotograma del vídeo del desarrollo embrionario de una rana por Francis Chee Films. Imagen de YouTube,

Por mi parte, no me cabe duda de que el vídeo es auténtico, por varios motivos que pueden resumirse rápidamente en uno: cualquiera que tenga conocimientos de biología y esté acostumbrado a mirar imagen científica, incluso sin ser un experto en las técnicas digitales (como es mi caso), sabrá que la recreación del nivel de fidelidad mostrado en el vídeo sería tarea de un amplio proyecto integrado por un equipo mixto de expertos en desarrollo embrionario y en animación por ordenador (CGI), como sí ocurre en muchos casos. El vídeo llega a mostrar incluso las ondas contráctiles de actomiosina en la división celular (esa especie de frunces que se propagan), un fenómeno recientemente descrito. Esto no podría ser el trabajo de ningún genio aislado haciendo animación en el ordenador de su sótano.

Lo que muestra el vídeo es un time-lapse en 23 segundos de las primeras 33 horas de vida de una rana común europea o rana bermeja (Rana temporaria), que en la Península solo se encuentra en la franja norte. El proceso comienza con un óvulo fecundado o cigoto, una sola célula de enorme tamaño, aunque el vídeo arranca en el segundo paso de división celular, cuando el cigoto se ha convertido en dos células y estas a su vez en cuatro.

Esta etapa temprana del desarrollo se llama segmentación. En las células adultas, la división (o mitosis) va acompañada por un crecimiento de modo que las células hijas alcanzan el mismo tamaño que su madre. Sin embargo, en la segmentación la célula gigante va fragmentándose en células cada vez más pequeñas y en mayor número sin que la masa total aumente, hasta que las células se reducen al tamaño de las adultas.

Cuando el embrión se ha dividido en 16 células (llamadas blastómeros), se conoce como mórula, por su aspecto parecido al de una mora. Poco después, a medida que los blastómeros van dividiéndose, esta pelota maciza comienza a ahuecarse como un balón. En su interior queda una cavidad rellena de líquido llamada blastocele.

En el vídeo observarán que no todas las células se dividen a la misma velocidad: la mitad superior lleva ventaja, mientras que la inferior va retrasada. Este es el comienzo de la polaridad en el embrión, el fenómeno del desarrollo gracias al cual no somos pelotas rodando por el mundo, sino que tenemos partes diferenciadas, arriba y abajo, delante y detrás, brazos, alas, piernas, patas, cabeza…

En esta etapa primitiva, la polaridad empieza diferenciando dos hemisferios, el polo animal (arriba en el vídeo), que se divide deprisa y está más relacionado con el desarrollo del embrión propiamente dicho, y el polo vegetativo, más lento y asociado con la nutrición del embrión, al menos en ciertas especies. En nosotros, los mamíferos, el polo vegetativo dará lugar a la placenta.

Y con ligeras variaciones, así es como empieza la vida también para nosotros. Un día fuimos esa pelota de células.

Por supuesto, grabar un vídeo como este no está al alcance de cualquiera; requiere una depurada técnica por parte de su autor, Francis Chee (Francis Chee Films), experto en la filmación microscópica y de naturaleza. Chee cuenta en la información de su vídeo que utiliza un sistema complejo adaptado por él a partir de componentes comerciales.

Pero hay más: un segundo vídeo nos enseña la continuación del proceso. A medida que las células continúan dividiéndose y el embrión va creciendo en tamaño, la blástula se transforma en gástrula por un proceso llamado gastrulación, que es como si hundimos un dedo en un balón desinflado. El resultado ya no es una pelota, sino algo con la forma de un iglú, que comienza a distinguirse a partir del medio minuto de este segundo vídeo.

Una gástrula ya es básicamente lo que somos, o al menos lo que son los animales más primitivos: un saco orientado, con una cavidad interna, dentro y fuera, y un orificio al exterior. En los animales más evolucionados aparecerá un segundo orificio (boca y ano). Pero en la gástrula ya las células comienzan a no ser todas iguales; algunas darán origen a las capas externas del organismo, mientras que otras se diferenciarán en los órganos internos.

Vemos después cómo el embrión comienza a tomar la forma de un renacuajo, con su cabeza, ojos, boca, branquias externas, cuerpo y cola. Por último, en los segundos finales aparece un estupefaciente primer plano del flujo sanguíneo recorriendo el tejido aún semitransparente de las branquias externas.

Ahora que hemos dejado atrás el invierno, todo esto está comenzando a ocurrir en las charcas, los ríos y los estanques. Si tienen la menor ocasión, no se pierdan el espectáculo. Y si tienen criaturas pequeñas en casa, hay pocas maneras mejores de enseñarles a apreciar la naturaleza que mostrarles cómo esa especie de minúsculos pececillos se las ingenian después para criar patas y acabar saltando del agua a la tierra. Es un resumen de nuestra historia, que podemos revivir cada primavera.