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Sí, es posible que La Palma provoque algún día un tsunami. No, no es probable que los humanos lo veamos

Cuando comenzó la erupción de Cumbre Vieja en La Palma, resurgió en los medios y en las redes sociales un fragmento de un documental de la BBC del año 2000 –o bien otro de National Geographic de 2010– que planteaba un escenario apocalíptico: un megatsunami causado por el desplome de una fachada montañosa en la isla canaria que atravesaría el Atlántico para devastar las costas de América, África y Europa. De inmediato salieron los desmentidos, que quedan bien ejemplificados por este titular de RTVE en YouTube: «NO hay riesgo de MEGATSUNAMI en LA PALMA por la erupción, es un BULO» (mayúsculas del propio titular).

Pero lo que realmente es un bulo es que esto sea un bulo. Volvemos una vez más a un viejísimo problema: parece que en los medios, y por ende para mucho público, solo existen dos versiones: científicamente demostrado / científicamente desmentido. Sí o no. Blanco o negro. Si no ha ocurrido o no va a ocurrir mañana, entonces es un bulo.

Pero no, la ciencia no funciona así. En general, la ciencia aporta evidencias a favor de una hipótesis, o en contra de una hipótesis. A veces, unas a favor, otras en contra, hasta que la balanza acaba inclinándose de un lado o del otro por la acumulación de más evidencias. En el caso de la predicción mediante modelos, es aún más complicado. Algunos sistemas están al alcance de los algoritmos actuales; por ejemplo, la órbita de un objeto espacial. Otros no; por ejemplo, las predicciones climáticas locales o las meteorológicas a largo plazo. Por ejemplo, los terremotos o las erupciones volcánicas. Por ejemplo, el comportamiento humano.

Imagen de satélite de La Palma, antes de la erupción de Cumbre Vieja. Imagen de NASA.

Imagen de satélite de La Palma, antes de la erupción de Cumbre Vieja. Imagen de NASA.

En el caso citado, la fuente original es un estudio científico legítimo, revisado por pares y publicado en 2001 en la revista Geophysical Research Letters por los geofísicos Steven Ward y Simon Day, respectivamente de la Universidad de California y el University College London. Pero, puntualicemos: el estudio de Ward y Day no predecía que el volcán de Cumbre Vieja fuera a colapsar. Sino lo que tal vez podría llegar a ocurrir en el peor de los casos si colapsara.

Creo que la diferencia es evidente. El algoritmo matemático utilizado por los autores se aplicaba al tsunami generado en caso de colapso, no al propio colapso. Si un grupo de investigadores publica un estudio prediciendo cómo se vería afectada la flora si desaparecieran las abejas, no está afirmando que las abejas vayan a desaparecer. La cuestión aquí no es sobre geofísica ni vulcanología, sino sobre simple comprensión de la ciencia.

Y por la misma razón que el estudio de Ward y Day no calculaba absolutamente nada sobre la probabilidad de que Cumbre Vieja colapse, sino sobre el tsunami que generaría si colapsara, lo que han hecho los estudios posteriores (y revisiones como esta) que han discutido sus conclusiones ha sido cuestionar la predicción de Ward y Day sobre cómo sería el tsunami si Cumbre Vieja colapsara. Algunos de estos estudios (como este, este, este, este o este) generalmente han rebajado la magnitud de las olas que se generarían, debido a otros factores que no estaban incluidos en el modelo de Ward y Day, considerado demasiado simple por otros autores.

En resumen: ni los investigadores avisaron de que Cumbre Vieja iba a colapsar, ni otros investigadores lo han desmentido. Y sería de agradecer que los medios de comunicación, si pretenden no sembrar más confusión, reservaran la palabra «bulo» para lo que realmente lo es.

Ahora bien, todo esto no significa que no se haya discutido y analizado la posibilidad de que Cumbre Vieja colapse. Pero, por su parte, Ward y Day se limitaban a reunir ciertas piezas de evidencias científicas que sugerían la posibilidad de que Cumbre Vieja sea uno de los volcanes terrestres propensos a colapsar algún día. Aunque, incluso si llegara, ese día podría ser muy lejano, y quizá para entonces ya ni siquiera exista la humanidad. Los autores de aquel estudio comenzaban aclarando que no se ha producido ningún colapso de este tipo en tiempos históricos, pero que «residuos encontrados en el suelo marino muestran su abundancia en tiempos geológicos recientes«. Y ¿qué significa «tiempos geológicos recientes»? «En el último millón de años, docenas de colapsos laterales de un tamaño comparable al considerado se han vertido desde las islas volcánicas al Atlántico«, escribían.

Una revisión de 2006 en Philosophical Transactions of the Royal Society A, dirigida por Douglas Masson, del Centro Nacional de Oceanografía de Southampton (Reino Unido), señalaba que ocurre un deslizamiento en las islas Canarias, como media, una vez cada 100.000 años, y que el último tuvo lugar en El Hierro hace unos 15.000 años. Entiéndase que esto no significa que el próximo vaya a suceder dentro de 85.000 años. Los autores recordaban: «Sabemos en general dónde los deslizamientos ocurren (y ocurrirán), pero estamos lejos de ser capaces de ofrecer predicciones fiables de eventos individuales, especialmente donde el detonante final probablemente sea un fenómeno transitorio, como un terremoto, que de por sí no puede predecirse«.

Los autores de esta revisión añadían que los parámetros elegidos por Ward y Day «han sido empujados a, o incluso más allá de, sus valores máximos posibles«, como un desplome de un volumen extremo –500 km3 de roca– de una sola vez en lugar de gradualmente. «Por lo tanto, cualquier tsunami futuro sería probablemente menor que el de la predicción de Ward y Day«. La probabilidad de un escenario como el planteado por estos dos autores, concluían, es aún menor que 1 en 100.000 años: «Tiene una baja probabilidad de ocurrir en el mundo real«. Según otros estudios, un posible desplome en La Palma probablemente desplazaría un volumen de roca mucho menor que el planteado por Ward y Day.

Recreación de un megatsunami. Imagen de Pikist.

Recreación de un megatsunami. Imagen de Pikist.

Pero Masson y sus colaboradores añadían: «Sin embargo, podemos estar seguros de que en el futuro ocurrirán deslizamientos en las Canarias. También es probable que un evento de este tipo genere tsunamis localmente devastadores, con alturas que excedan todo lo visto en la historia de los tsunamis en todo el mundo, aunque la posibilidad de que produzcan tsunamis transoceánicos es mucho más cuestionable«.

Otros juicios, en cambio, han sido más duros. En una revisión de 2009 el vulcanólogo del Instituto Volcanológico de Canarias Juan Carlos Carracedo (hoy ya retirado) y sus coautores hablaban así de la hipótesis de Ward y Day: «Tal vez la explicación resida en que estos científicos ingleses (financiados por una multinacional de seguros especializada precisamente en riesgos naturales), hayan tenido en cuenta, en su búsqueda de lucro, protagonismo y publicidad, la enorme diferencia en el poder político y científico de EE UU y España«. En fin, de acuerdo que podría discutirse si Ward y Day fueron más allá de lo científicamente admisible en sus apariciones en los medios y en documentales; pero también si este lenguaje y este tono asimismo van más allá de lo científicamente admisible en una revisión científica.

Y eso es todo lo que la ciencia puede decir. No es sí o no, blanco o negro, verdad o bulo. Para quien necesite verdades absolutas e inconmovibles, o predicciones cien por cien seguras, la astrología, la política o la religión son alternativas sugerentes.

«No ha sido una sorpresa»: El volcán de La Palma valida un estudio de predicción publicado días antes de la erupción

Ayer conté aquí cómo un nuevo estudio, encabezado por la vulcanóloga española Teresa Ubide (profesora e investigadora en la Universidad de Queensland, Australia), ha aportado una nueva y valiosa pista en la difícil tarea de intentar predecir las erupciones de volcanes como los canarios o los hawaianos, aquellos que se sitúan en los llamados hotspots volcánicos, zonas del planeta donde plumas de magma del manto terrestre ascienden a la superficie sin que exista una brecha entre placas tectónicas que les facilite el paso.

Resumiendo lo contado ayer, y publicado por Ubide y sus colaboradores en la revista Geology –la más importante en ciencias de la Tierra–, los investigadores han detallado lo que podría llamarse un piloto rojo en el cuadro de indicadores con el que los vulcanólogos pueden predecir una próxima erupción en este tipo de volcanes.

Estudiando la composición y la estructura de materiales volcánicos de la isla de El Hierro, incluyendo los de la erupción submarina de 2011-2012 –del volcán que por entonces aún no tenía nombre, hoy llamado Tagoro–, los autores del estudio han detallado cómo el magma del manto, formado a más de 60 kilómetros bajo la superficie, va cambiando a medida que asciende. Hasta que, a una profundidad de entre 10 y 15 km, en la frontera entre el manto y la corteza, adquiere las propiedades justas para una erupción: baja densidad, gases que lo empujan hacia la superficie; en palabras de Ubide, como una botella de champán a punto de descorcharse. La vulcanóloga define este momento y estado como el punto de inflexión que conduce finalmente a la erupción.

Por suerte, esto es algo que los vulcanólogos pueden monitorizar. Este movimiento de las tripas del volcán envía una señal sísmica que deja una huella en los aparatos de medida, los cuales pueden detectar a qué profundidad se están produciendo los temblores que provoca el magma al abrirse paso entre las rocas.

Erupción de Cumbre Vieja en la Palma, 20 de septiembre de 2021. Imagen de Eduardo Robaina / Wikipedia.

Según explica Ubide, todo esto se aplica exactamente a lo ocurrido en la erupción de Cumbre Vieja en La Palma. La profundidad: «En las Canarias, esta profundidad crítica de 10-15 km coincide con la base de la corteza terrestre, es decir, el límite entre la corteza y el manto terrestre; nuestro trabajo sugiere que dicha profundidad es particularmente importante porque el magma puede alcanzar esas propiedades óptimas que hacen que se acelere hacia la superficie«. Las señales de aviso: «Una semana antes del comienzo de la erupción, el Instituto Geográfico Nacional (IGN) detectó un enjambre de terremotos que provenía de unos 12 km, es decir, la profundidad crítica que proponíamos en el artículo de Geology».

En los días posteriores, explica la geóloga, «el IGN detectó terremotos progresivamente más someros, que sugerían que el magma se iba moviendo hacia la superficie«. Y, finalmente, llegó la erupción.

«No ha sido una sorpresa«, valora Ubide. La investigadora añade que desde 2017 se habían detectado terremotos bajo la isla, indicando la intrusión de magma a unos 20 km de profundidad, lo cual era un primer aviso muy temprano de lo que estaba sucediendo en La Palma. El mismo patrón se observó en la erupción de El Hierro: «La erupción fue precedida de 3 meses de sismicidad que también provenía mayoritariamente de esa profundidad crítica de 10-15 km«.

La vulcanóloga concluye que su investigación «aumenta el conocimiento de los volcanes de punto caliente y los procesos que los los hacen entrar en erupción«, un paso «importante para poder interpretar las senales de unrest [agitación volcánica] como las de La Palma«.

Se da la circunstancia de que el estudio de Ubide y sus colaboradores se publicó el 14 de septiembre. Dos días después, en una entrevista con el diario australiano Brisbane Times a propósito de su trabajo, la vulcanóloga ya mencionaba que otro volcán en las islas Canarias estaba mostrando el mismo patrón previo a la erupción que habían descrito en su estudio. Tres días más tarde, el 19, comenzaba la erupción de Cumbre Vieja.

Por supuesto, los científicos que trabajan in situ en los volcanes canarios estaban también advirtiendo de una posible erupción, aunque con todas las precauciones necesarias. Y en enero de 2021 investigadores del CSIC, la Universidad Complutense de Madrid y otras instituciones publicaron un estudio en Scientific Reports detallando la agitación volcánica detectada en Cumbre Vieja, pero los autores concluían: «Podríamos estar estudiando una fase muy inicial de agitación decenas de años antes de una posible erupción, pero debemos considerar la posibilidad de que no resulte en una erupción«. Las incertidumbres aún son muchas en una predicción científica tan compleja, pero la ciencia está cada vez más cerca de poder prevenir estos desastres con más fiabilidad.

El estudio de la erupción submarina de El Hierro ayuda a predecir el comportamiento de los volcanes

Si algo sabemos todos sobre los volcanes es que hoy no es posible predecir una erupción con fiabilidad. Pero quienes no somos expertos en el tema normalmente no sabemos hasta qué punto las señales que estudian los vulcanólogos (o volcanólogos, que ambas son correctas) pueden ser lo suficientemente concluyentes como para avisar con un cierto grado de probabilidad de que una erupción está en camino, incluso sin que pueda predecirse el momento ni la magnitud.

Por ejemplo, sobre la actual erupción de Cumbre Vieja en La Palma hubo señales previas que se divulgaron a través de los medios; pero incluso si estas sirvieron para alertar a la población, la sensación final para gran parte del público fue que la erupción vino de sorpresa (aunque en realidad no fue así para los científicos).

Recientemente, elaborando un reportaje sobre esto, supe que hay tres tipos principales de señales que los vulcanólogos monitorizan: la deformación del terreno –que combina el uso de imágenes de radar desde satélite con los datos de GPS–, los enjambres sísmicos y las emisiones de gases. Pero también supe que solo la mitad de estos casos en los que se detecta una agitación volcánica termina en erupción, lo que equivale a decir: puede que sí, puede que no. Y que esta fase puede prolongarse durante más de un año de modo que el agravamiento de los síntomas no es progresivo, sino que se produce de forma abrupta solo unas horas antes de que el volcán comience a eruptar, lo cual no da mucho margen para actuar una vez que existe la certeza de lo que se avecina.

Además de todo esto, los vulcanólogos añaden que cada volcán tiene su propia personalidad, y que saber cómo uno en concreto se ha comportado en el pasado ayuda bastante a saber interpretar las señales que emite. Por ejemplo, el Kilauea en Hawái, que ha entrado y salido de erupciones repetidamente en las últimas décadas, pasa hoy por ser el más vigilado y mejor monitorizado del mundo. Y con todas las prevenciones necesarias, los científicos han aprendido a interpretar bastante bien sus sueños y despertares. En cambio, Cumbre Vieja es un recién llegado al registro científico de las erupciones, y por ello su historia eruptiva aún es un libro en blanco que se está empezando a escribir ahora.

Todo ello no significa necesariamente que la predicción fiable sea imposible en el futuro; no parece haber motivos para que sea algo muy diferente o más complicado que otras modelizaciones predictivas en las que intervienen tantas variables –muchas de ellas todavía desconocidas– que es imposible manejarlas con las tecnologías y algoritmos actuales. También los vulcanólogos están explorando las posibilidades de los supercomputadores y la inteligencia artificial, como los científicos de muchas otras áreas en la predicción de sistemas complejos.

Pero al menos, hoy por hoy, cada nuevo estudio es un pequeño paso. El último en este camino acaba de publicarse ahora en la revista Geology, y es obra de un grupo de investigadores de España, Australia y Chile. Los científicos han estudiado rocas volcánicas de la isla de El Hierro y han analizado datos disponibles sobre estos materiales, incluyendo los de la erupción submarina en 2011-2012 del volcán posteriormente denominado Tagoro.

Globos de lava rellenos de gases flotando en el agua durante la erupción submarina de El Hierro en 2011-2012. Imagen de Stavros Meletlidis, Instituto Geográfico Nacional / Wikipedia.

Globos de lava rellenos de gases flotando en el agua durante la erupción submarina de El Hierro en 2011-2012. Imagen de Stavros Meletlidis, Instituto Geográfico Nacional / Wikipedia.

Las islas Canarias son un ejemplo de hotspot o punto caliente volcánico, es decir, volcanes que no se sitúan en la frontera donde chocan dos placas tectónicas, sino que aparecen en lugares donde plumas de magma del manto terrestre ascienden a través de la corteza por causas sobre las que parece haber distintas hipótesis. A medida que la placa tectónica que lo cubre se desplaza sobre este hotspot, puede formarse una cadena de volcanes. Hawái es otro ejemplo de hotspot, mientras que por ejemplo los volcanes de los Andes, Japón o Indonesia se sitúan en zonas de contacto entre placas tectónicas (el llamado Anillo de Fuego del Pacífico).

Según me explica la primera autora del estudio, la donostiarra Teresa Ubide, en la Universidad australiana de Queensland, hasta ahora se asumía que la lava basáltica expulsada por los volcanes de hotspots era un fiel reflejo del magma existente en el manto que los alimenta. Pero en cambio, estudiando la composición y la textura de un gran número de muestras de El Hierro, los investigadores han descubierto que el sistema de fontanería del volcán filtra este magma en su camino hacia la superficie, alterando sus ingredientes y su estructura.

«Sabemos que los magmas de punto caliente como los de las Canarias o Hawái se forman a profundidades de decenas de kilómetros bajo la superficie (a más de 60 km de profundidad)«, dice Ubide. «Lo que no sabíamos y demostramos en el trabajo de Geology es que esos magmas se filtran significativamente en su camino hacia la superficie. A medida que el magma asciende, se enfría y genera cristales. Como resultado, el magma restante cambia de composición (porque los cristales le roban ciertos elementos químicos al magma)«.

Al comprender este proceso, Ubide y sus colaboradores han encontrado una pista que sugiere cuándo un volcán de este tipo está a punto de entrar en erupción: «A través de este proceso de filtrado, vimos que muchos magmas de punto caliente alcanzan las propiedades óptimas de densidad reducida y aumento en volátiles a una profundidad crítica de unos 10-15 km. A esta profundidad, el incremento en volátiles es tal que los gases pueden separarse del magma y acelerar el magma hacia la superficie, como cuando abrimos una botella de champán«.

Es decir, que monitorizando la llegada a esa profundidad de este magma listo para emerger, en la frontera entre la corteza y el manto, los investigadores pueden advertir de una probable próxima erupción. El seguimiento de este proceso está al alcance de los científicos mediante una de las señales que se monitoriza en la actividad de los volcanes, la vigilancia de los movimientos sísmicos: «La principal herramienta para monitorizar el movimiento del magma en profundidad son los terremotos que genera el magma al abrirse paso por las rocas que tiene alrededor«, comenta Ubide.

Según la volcanóloga, este es un paso más para «mejorar la vigilancia de la agitación volcánica, cuyo objetivo es proteger las vidas, las infraestructuras y las cosechas«.

Pasen y vean la cascada de lava del Kilauea

Tuve la suerte de presenciar la erupción del Kilauea hace unos ocho años. No fue un caso de estar en el lugar justo en el momento preciso, ya que este volcán lleva chorreando lava desde 1983, y continúa hoy tan vigoroso como el primer día.

El Kilauea es uno de los cinco volcanes que forman la isla de Hawái, llamada también Isla Grande para evitar la confusión con el nombre del archipiélago. Situado en el Parque Nacional de los Volcanes, es el único hoy en erupción de los cinco (aunque no el único activo), y uno de los pocos lugares del mundo donde uno puede observar en directo la furia de la Tierra en acción.

La lava del Kilauea cayendo al océano. Imagen de USGS.

La lava del Kilauea cayendo al océano. Imagen de USGS.

Si tienen la ocasión, no se lo pierdan. Ya, ya, sé lo que estarán pensando. Pero Hawái es Estados Unidos, y si son ustedes viajeros sabrán que aquel es un país relativamente barato para viajar. Dedicando un poco de tiempo y esfuerzo a organizarlo, pueden encontrarse precios muy asequibles que ganan por paliza a otros destinos exóticos e incluso, descontando el billete de avión, a muchos países de Europa. Un ejemplo: en 2009 se podía volar de Honolulu (isla de Oahu) a Lihue (isla de Kauái), o de Kailua-Kona (Isla Grande) a Honolulu, por 40 dólares; unos 37 euros.

Si, como yo, son ustedes de los que prefieren gastarse los ahorros en un buen viaje que en un coche molón, una Fender Stratocaster o una pantalla de tamaño canapé de matrimonio, Hawái es mucho más que playas y surf: una cultura interesante –la polinésica, mezclada con un pequeño Japón trasplantado a mitad del Pacífico– y muchos atractivos para los aficionados a la naturaleza y la ciencia, como la futurista colección de observatorios astronómicos en la cumbre cuasimarciana del Mauna Kea.

Gracias al régimen de vientos, Hawái alberga una asombrosa variedad de paisajes y ecosistemas, desde el desierto hasta la jungla. Para que se hagan una idea, si vieron la serie Perdidos (Lost), sepan que se rodó casi íntegramente en el archipiélago, simulando localizaciones de (cito de la Wikipedia) California, Nueva York, Iowa, Miami, Corea del Sur, Irak, Nigeria, Reino Unido, París, Tailandia, Berlín, Maldivas y Australia. Y por supuesto, para los fans de la serie, también hay tours de los escenarios de la filmación.

Basta de panfleto turístico, aunque les aseguro que no tengo ninguna relación con la oficina de turismo de Hawái. Pero volviendo al Kilauea, del que ya he hablado aquí en alguna ocasión anterior, la principal singularidad del volcán en comparación con otras erupciones hoy activas en el planeta viene dada por el hecho de que una parte de su lava circula por un tubo subterráneo hasta caer en cascada directamente al mar, desatando un rugiente espectáculo de pirotecnia natural cuando la roca fundida explota al contacto con el agua.

Cuando estuve allí, algunas de las carreteras del Parque Nacional de los Volcanes estaban cortadas por el paso de la lava o por el riesgo de que quedaran engullidas. El olor a azufre era omnipresente incluso a kilómetros de distancia. La caída de la corriente al mar solo podía observarse desde una plataforma situada a una distancia (tal vez demasiado) prudente, a la que convenía llegar aún bajo la luz del sol para contemplar cómo aquella hemorragia del planeta se iba tiñendo de naranja y carmesí a medida que las sombras devoraban el paisaje. Algunos barcos pequeños se acercaban a una distancia mucho menor que la de nuestra atalaya, pero no me preocupé de averiguar a cuánto salía la excursión.

La novedad del Kilauea que hoy vengo a contarles es que recientemente se ha desplomado una sección de unos 30×5 metros de la cornisa que va formando un delta sobre el mar, y que había crecido hasta obstruir la cascada de lava. El colapso ha dejado al descubierto el tubo del que vuelve a fluir una limpia coleta de roca fundida de un par de metros de anchura. Los científicos del Servicio Geológico de EEUU (USGS) habían colocado allí una cámara para vigilar la grieta que se iba ensanchando, y que pudo capturar el momento justo:

Y aquí les dejo unos impresionantes vídeos de la cola de lava cayendo al mar. En el primero, no se pierdan los barcos casi al pie de la cascada y, sobre todo, los turistas que están directamente sobre el acantilado, en una zona donde está prohibido el paso. Y repito: si tienen la menor oportunidad de contemplarlo en vivo, no se lo pierdan. Según el USGS, no parece que el Kilauea tenga intenciones de remitir; pero en un paraje donde la Tierra está cambiando día a día, si la lava abre otra vía alternativa este espectáculo podría ser efímero.

Pasen y vean la belleza de la lava del Kilauea

Uno de los espectáculos visuales que todo ojo humano debería contemplar al menos una vez en la vida es un volcán en erupción. Y tal vez el mejor lugar del mundo para hacerlo es la Isla Grande de Hawái. Primero, porque el entorno para disfrutar de su contemplación está libre de peligro, no solo por la propia dinámica del volcán, sino también porque está situado en un país que dispone de los estándares y los medios adecuados para garantizar la seguridad de los visitantes (tal vez demasiado; uno desearía poder acercarse un poquito más).

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Segundo, porque el entorno del entorno también merece la pena. En España existe en general una idea muy equivocada sobre lo que es Hawái. Dado que la mayor parte de las referencias que vemos por aquí retratan la capital del Estado, Honolulu, suele cuajar la idea de que, desde el punto de vista turístico, Hawái es Benidorm (no pretendo ofender a nadie, pero es una opción que no es la mía). No es así: Honolulu puede ser algo parecido a Benidorm, pero el resto del archipiélago es la Polinesia estadounidense; parajes remotos y relativamente intactos con un desarrollo turístico comparativamente discreto y amable, pero con los estándares de vida de la primera potencia mundial.

De hecho, es sorprendente que algunas islas aún ni siquiera cuenten con un anillo completo de comunicación por carretera. Hasta hace pocos años, la ruta Saddle Road, que une las dos principales ciudades de la Isla Grande (Hilo y Kailua Kona) recorriendo el canalillo entre los pechos volcánicos del Mauna Kea y el Mauna Loa, era considerada la más peligrosa del Estado por su trazado y conservación.

Así se ve la Tierra centrada en Hawái. Imagen de Google Earth.

Así se ve la Tierra centrada en Hawái. Imagen de Google Earth.

Una vez hecha la promoción turística, la ciencia: Hawái es una rareza volcánica, ya que se encuentra en mitad de ninguna parte, no solo desde el punto de vista geográfico (en calidad de prueba, adjunto imagen de cómo se ve el planeta ¿Tierra? si más o menos lo centramos en el archipiélago), sino también geológico. La mayoría de las regiones volcánicas activas del planeta se encuentran en fronteras entre placas tectónicas, como el Anillo de Fuego del Pacífico. Sin embargo, Hawái se sitúa en mitad de la placa del Pacífico, en un emplazamiento que debería ser geológicamente tranquilo.

Y sin embargo, Hawái existe precisamente por los volcanes; en el afán por explicarlo, el llamado punto caliente de Hawái se ha convertido en uno de los fenómenos volcánicos más estudiados del planeta. Y el hecho de que aún se continúe investigando demuestra que aún no se comprende del todo por qué Hawái existe. La hipótesis tradicionalmente más aceptada –en este caso, «tradicionalmente» se remonta solo a los años 70 del siglo pasado– es una pluma mantélica, una fuga de material desde el contacto entre el manto y el núcleo terrestre, que trepa en vertical a través de las profundidades hasta abrirse camino a través de la corteza por un mecanismo de convección (el mismo proceso por el que el agua bulle al calentarla). Sin embargo, investigaciones recientes sugieren que el mecanismo real puede ser aún más complejo y que el origen podría estar ubicado lejos del archipiélago y en una zona menos profunda.

Sea como sea, Hawái tiene volcanes. Muchos; extintos, dormidos y activos. Entre estos últimos, el Kilauea, en el sureste de la Isla Grande, lleva en erupción continua desde el 3 de enero de 1983, y no parece que tenga intención de cansarse. El Kilauea es un volcán en escudo, llamados así por expulsar lava muy fluida que se dispersa sin construir el típico cono elevado. El comienzo de la actual erupción sí formó un cono de 700 metros llamado Puʻu ʻŌʻō, pero poco después la lava comenzó a fluir mansamente a través de tubos subterráneos de varios kilómetros que la conducían mayoritariamente hasta el océano, desatando una electrizante tormenta de fuego, luz, sonido y vapor. En 2014 la lava encontró una vía de escape hacia el noreste y comenzó a fluir con más intensidad tierra adentro, hacia la localidad de Pahoa. El río ardiente llegó a traspasar los límites del pueblo, amenazando las viviendas.

En alguna otra ocasión he traído aquí vídeos amateurs de la lava del Kilauea, pero nada comparable a disfrutar del impecable trabajo de un profesional. El realizador hawaiano Lance Page ha producido The Fire Within (El fuego interior), esta pieza sobrecogedora de poco más de seis minutos en la que ha capturado toda la belleza y la fiereza del Kilauea. En su página de Vimeo, el autor explica:

Esta película de seis minutos y medio es mi mejor intento de capturar lo que sentía al contemplar la roca fundida quemando lentamente una densa selva húmeda, o al atisbar dentro de un lago de lava de 200 metros de ancho en el cráter de la cumbre del Kilauea. Nunca he estado en otro lugar del planeta que requiriese tanto respeto y conciencia del entorno natural a mi alrededor. Su inesperada belleza y el inquietante sentido del peligro eran una lección de humildad que pone las cosas en perspectiva. El Kilauea realmente me cambió la vida.

Kilauea – The Fire Within from Page Films on Vimeo.

Lo imposible es lo cotidiano en la vida de un planeta

Aunque a nuestros ojos puedan parecer lo imposible, los cataclismos naturales llevan miles de millones de años moldeando la arcilla de este planeta. Para el pequeño accidente terrestre que es el ser humano, son inmensas tragedias que jamás se olvidarán. Pero para esta roca mojada no son más que retoques de cutis apenas perceptibles, como pinceladas del photoshop planetario. Incluso los mayores desastres, como el tsunami del Índico del que pronto se cumplirán diez años y que en pocos minutos arrastró más de 200.000 vidas, son para la Tierra como la ceniza que cae sobre el papel y que se barre con el canto de la mano.

Hace 180 años, un abogado y geólogo inglés llamado Charles Lyell concluyó de sus observaciones que la Tierra no se formó por una ráfaga súbita de grandes procesos catastróficos, sino por la acumulación de los mismos cambios constantes, casi inapreciables para el ojo humano, que hoy se suceden. Esta teoría del actualismo, que ya antes de Lyell había sido propuesta por el escocés James Hutton, fue a la geología lo que la evolución darwiniana a la biología. De hecho, Lyell fue amigo de Charles Darwin, y sus Principios de Geología, de los cuales se deducía que nunca existió un Diluvio Universal sino simples chaparrones frecuentes, fueron una de las principales inspiraciones para el padre de la evolución.

Entre estos fenómenos cotidianos y sigilosos no solo están la erosión del viento o el aluvión de los ríos, sino también los que a nuestros ojos son catástrofes extremas: terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, impactos de asteroides… En los países anglosajones, estos fenómenos aún se conocen en lenguaje legal como «actos de Dios», según el origen que durante siglos se les atribuía. Hoy conocemos sus causas, pero nuestra tecnología aún se queda corta a la hora de predecirlos. En 2012, seis científicos italianos fueron condenados a seis años de cárcel por el homicidio involuntario de 309 personas al no haber pronosticado adecuadamente el terremoto de L’Aquila en 2009, una muestra más de que las mayores fallas no son las geológicas, sino las existentes entre la ciencia y la sociedad. El día 10 de este mes, el tribunal de apelación ha revocado la sentencia, absolviendo a los científicos acusados.

Litografía de la erupción del Krakatoa de 1883, creada en 1888. Imagen de Wikipedia.

Litografía de la erupción del Krakatoa de 1883, creada en 1888. Imagen de Wikipedia.

Pero sin duda, los menos sigilosos entre los sigilosos son los volcanes. Y el que menos, el Krakatoa. El 26 y 27 de agosto de 1883, este volcán indonesio sufrió una serie de colosales explosiones que volatilizaron la mayor parte de su isla y alteraron profundamente la geografía de otras cercanas. De la noche a la mañana, el archipiélago de Krakatoa quedó irreconocible. Pero esta no fue una explosión cualquiera: su potencia se calcula en unas 13.000 bombas de Hiroshima. El pasado septiembre, la revista de ciencia Nautilus publicaba un artículo en el que el periodista y físico Aatish Bhatia analizaba el ruido producido por la explosión del Krakatoa, el sonido de mayor volumen jamás escuchado en la historia escrita del planeta.

Bhatia señala que el estallido del volcán llegó a escucharse a casi 5.000 kilómetros de distancia, como de Dublín a Boston. El autor cita las palabras que el capitán del navío británico Norham Castle, a solo 65 kilómetros de la isla, escribió en su cuaderno de bitácora: «Las explosiones son tan violentas que han reventado los tímpanos a más de la mitad de mi tripulación. Mis últimos pensamientos están con mi querida esposa. Estoy convencido de que ha llegado el Día del Juicio Final». Basándose en los datos recogidos, Bhatia calcula que a 160 kilómetros de distancia del volcán el nivel de ruido fue de 172 decibelios, un volumen que el autor describe como «inimaginablemente alto»: el ruido junto a un motor de avión es de 150 decibelios, y cada 10 de aumento la percepción es que el volumen se duplica. De acuerdo a los registros de los barómetros en distintas ciudades del mundo, el autor estima que el sonido dio la vuelta al globo entre tres y cuatro veces a lo largo de unos cinco días.

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Erupción del volcán Kilauea (Hawái) en 2009. Imagen de Javier Yanes.

Y aún hay que decir que esto no es nada si se compara con la explosión del supervolcán de Yellowstone acaecida hace 2,1 millones de años. Según datos publicados, esta erupción fue 2.500 veces mayor que la del Monte Santa Helena en 1980, la cual a su vez fue equivalente a 1.600 bombas de Hiroshima. Así que una sencilla cuenta con fines puramente recreativos arroja que la erupción de Yellowstone fue como cuatro millones de bombas atómicas. O, para el caso, más de 300 Krakatoas explotando al mismo tiempo y en el mismo lugar. La palabra inimaginable se queda corta para describirlo. Y en cuanto al sonido que esta explosión pudo producir, baste decir que los 220 decibelios de un cohete espacial al despegar son suficientes para fundir el hormigón, motivo por el cual los ingenieros deben situar sistemas de reducción de ruido para que este no destruya el propio cohete.

Para deleitarnos con la belleza letal de los volcanes, dejo aquí unos vídeos de la lava del Kilauea. Este volcán en la Isla Grande de Hawái lleva en erupción continua desde 1983. Cuando tuve la ocasión de contemplarlo, hace cinco años, la lava aún caía directamente al mar a través de un tubo subterráneo, ofreciendo imágenes apocalípticas como la que acompaña a este artículo. Pero recientemente la lava ha comenzado a fluir también hacia el interior de la isla, cortando carreteras y amenazando a las poblaciones cercanas. Lo que también ha dado ocasión de producir vídeos como estos, alguno de ellos con cierto ánimo de experimentación gamberra.

El misterio de la «erupción desconocida» de 1808

De no ser por la erupción de un volcán indonesio en 1815, quizá nunca habríamos sabido quién fue Boris Karloff. No es un caprichoso ejemplo de la teoría del caos, sino que existe una relación transitiva directa. El actor británico se encaramó a la fama interpretando a Frankenstein, personaje inventado por la escritora Mary Wollstonecraft Godwin Shelley. La inspiración para la novela le surgió a Shelley durante una célebre estancia estival en una villa cercana a Ginebra en compañía de su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; el también poeta Lord Byron, el médico personal de este, John William Polidori, y la actriz Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron. Aquel verano fue inusualmente plomizo, frío y lluvioso, lo que obligó a los integrantes del romantic pack a recluirse entre las paredes de la villa y dedicar su tiempo a leer y escribir. Durante una de aquellas veladas de interior, Byron retó a sus invitados a escribir un relato de fantasmas, y de este desafío nacerían El vampiro de Polidori y la idea para el Frankenstein de Mary Shelley. Por su parte, Byron reflejó aquel ambiente sombrío en su poema Darkness.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

La meteorología miserable de aquel verano no fue casual. En abril del año anterior, el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa, había entrado en una colosal y prolongada erupción que expulsó un inmenso volumen de cenizas a la atmósfera. El resultado fue un enfriamiento del planeta que afectó a las cosechas y extendió la hambruna durante el que hoy es conocido como el «año sin verano», 1816. Y así fue como un fenómeno geológico desencadenó la creación de una de las novelas de terror más admiradas y populares de todos los tiempos.

La erupción de Tambora fue la más violenta desde que existen registros. Solo los fenómenos de esta magnitud, que inyectan una gran cantidad de material en la estratosera, son capaces de alterar el clima de la Tierra hasta el punto de provocar un invierno volcánico. La década de 1810 fue la más fría de los últimos 500 años. Pero lo más insólito del caso es que el enfriamiento ya había comenzado antes de Tambora. «Coincidió también con el Mínimo de Dalton, un período de baja intensidad solar, pero el hecho de que el enfriamiento empezase en 1809-10 hizo sospechar que este pudo estar causado por una erupción anterior», apunta Álvaro Guevara-Murúa, geólogo vitoriano que trabaja en la Universidad de Bristol (Reino Unido) estudiando las anomalías climáticas causadas por las erupciones volcánicas.

En la década de 1990 se pudo confirmar que la de Tambora no fue la única erupción monstruosa de su época. Los estudios de sondeo en Groenlandia y la Antártida revelaron que solo unos años antes, entre 1808 y 1809, se produjo otro fenómeno eruptivo que también lanzó aerosoles volcánicos a la estratosfera y dejó huella, en forma de anomalías de sulfuro, en el hielo de las regiones polares. Sin embargo y por inaudito que parezca, de esta erupción no existe un solo testimonio histórico conocido.

Al menos, hasta ahora. Un trabajo de colaboración interdisciplinar entre geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol ha logrado rescatar las primeras observaciones registradas de los efectos de la erupción misteriosa. Y Guevara-Murúa está convirtiendo estos hallazgos en la materia de su tesis doctoral bajo la supervisión de Erica Hendy, Alison C. Rust y Katharine V. Cashman de la Escuela de Ciencias de la Tierra, y Caroline Williams, del Departamento de Estudios Hispánicos, Portugueses y Latinoamericanos. El trabajo del vitoriano es un brillante ejemplo de ciencias mixtas, fusionando climatología y vulcanología por un lado y, por otro, investigación histórica.

En cuanto a lo primero, Guevara-Murúa señala que «se sabe bastante de cómo afecta una erupción volcánica al clima, pero solo se conoce mucho de dos erupciones del siglo XX, El Chichón [México, 1982] y Pinatubo [Filipinas, 1991], no de las anteriores». «Para que una erupción afecte al clima, tiene que ser tan fuerte como para inyectar aerosoles a la estratosfera. Y las que provocan una anomalía climática global suelen estar localizadas en los trópicos», añade. De la ciencia se desprende que la llamada «erupción desconocida» en efecto existió, y que fue «la segunda más grande de los últimos 200 años, solo eclipsada por Tambora», precisa el geólogo.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Aquí es donde se requiere la confrontación con los registros históricos. Dada la especialidad de Williams, los investigadores recurrieron a las fuentes documentales de los territorios coloniales españoles, que a comienzos del siglo XIX aún cubrían una buena parte del mundo. «El imperio español era muy burocrático, lo escribían todo», dice Guevara-Murúa. «En los documentos históricos de Latinoamérica son muy comunes los registros de erupciones volcánicas». Los investigadores peinaron el Archivo General de Indias, en Sevilla, así como otras fuentes, pero no encontraron ninguna referencia directa a una erupción volcánica.

Pero no se trataba solo de encontrar un testigo directo. «Conocemos los efectos atmosféricos que produce una erupción volcánica, por lo que se trataba de buscar algún testimonio de fenómenos de este tipo», señala Guevara-Murúa. Y fue estudiando las obras del científico colombiano Francisco José de Caldas, fundador del Semanario del Nuevo Reino de Granada y director del Observatorio Astronómico de Bogotá entre 1805 y 1810, cuando llegó lo que Guevara-Murúa describe como el «momento del eureka». En febrero de 1809, Caldas describió un «velo» en el cielo, una «nube transparente» que obstruía el brillo del sol y que se había ido extendiendo sobre Colombia desde el 11 de diciembre. «El llameante color natural [del sol] ha cambiado al de la plata, hasta tal punto que muchos lo han confundido con la luna», escribió Caldas, agregando que los campos se habían cubierto de hielo y la escarcha había atenazado las cosechas. Según Guevara-Murúa, «Caldas trataba de tranquilizar a la población diciendo que aquello podía explicarse por la física, pero no podía entender de dónde venía ese fenómeno». El colombiano, sin tener a su alcance la ciencia que pudiera ayudarle, solo acertó a definirlo como un «misterio».

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Poco después, los investigadores de Bristol encontraron un nuevo tesoro. Un breve informe escrito en Lima por el médico José Hipólito Unanue hablaba de resplandores crepusculares. «Es algo muy típico después de erupciones tan potentes», comenta Guevara-Murúa. «Las observaciones cuadran con las de otras grandes erupciones, como la del Krakatoa [Indonesia, 1883]». Así, los investigadores contaban con dos observaciones registradas a ambos lados del Ecuador, en Colombia y Perú. «Esto nos indicaba que la erupción debió de producirse en los trópicos», razona el geólogo. La coincidencia de las fechas de los informes de Caldas y Unanue ha permitido a los investigadores marcar un día en el calendario: el 4 de diciembre de 1808, con un margen de error de siete días. Los resultados se han publicado en la revista Climate of the Past.

Sin embargo, aunque el círculo en el calendario ya está dibujado, aún falta la chincheta en el mapa. «La localización puede ser lejana, porque en el caso del Krakatoa se observaron condiciones similares en Medellín (Colombia) seis días después», dice Guevara-Murúa. «Una vez que los aerosoles se inyectan en la estratosfera, se trasladan muy rápidamente a lo largo del ecuador, y luego hacia los polos. Lo que sí creemos es que no se produjo en Latinoamérica, porque habría registros directos». Es probable que una erupción de tal violencia dejara una cicatriz en la piel del planeta, pero quizá esté oculta bajo el mar si el volcán se hallaba en una remota isla oceánica. «Aún no podemos saberlo, pero confiamos en encontrar algo en los cuadernos de bitácora de los barcos», concluye el investigador.

«Latinoamérica está apostando por la ciencia más que España»

Álvaro Guevara-Murúa, geólogo e ingeniero geológico por la Universidad Complutense de Madrid, tenía claro que su vocación era el clima. Cuando supo de la línea de investigación de la Universidad de Bristol que estudia la reconstrucción de anomalías climáticas debidas a erupciones volcánicas, presentó su candidatura para realizar allí su tesis doctoral. El caso de Álvaro parece cada vez más frecuente, jóvenes científicos que directamente inician su carrera investigadora en el extranjero. Su formación y su lengua nativa le situaban como el candidato idóneo para el proyecto, por lo que recibió una beca de la universidad británica y otra de la Fundación La Caixa. «La beca de La Caixa es muy buena, el problema en España es que falla la financiación pública», opina.

El contacto con otros expatriados de distintos orígenes en Bristol le ha llevado a una conclusión que le ha sorprendido: «En Latinoamérica están apostando por la ciencia y la educación de sus jóvenes mucho más que en España. Tengo compañeros de doctorado de México muy bien financiados por su gobierno, que también les facilita el regreso». Su proyecto de investigación no solo le reporta satisfacción y publicaciones, sino que también le lleva por el mundo: «He viajado a Guatemala y Costa Rica para hacer estudios de anomalías de precipitación después de erupciones volcánicas». Y pese a todo, confiesa que espera regresar algún día, con el único argumento que, por desgracia, este país puede esgrimir para recuperar a sus científicos expatriados: «Estoy muy a gusto aquí, pero como en España, en ningún lado».