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¿Cuántas cepas del coronavirus hay? ¿2, 3, 7, 8, 14, 30, 40, 49, 10.000…? Solo una, dicen los expertos

Quien estos días esté tratando de seguir las noticias científicas sobre el nuevo coronavirus denominado SARS-CoV-2, causante de la enfermedad llamada COVID-19, habrá escuchado o leído algo similar a esto: existen dos cepas del virus. La que estamos sufriendo en Europa, EEUU y otros lugares, es más contagiosa y más letal que la original surgida en Wuhan. Por lo que no solo el riesgo al que nos enfrentamos es mayor que el que tuvieron que encarar en China, sino que incluso las vacunas y los tratamientos en desarrollo podrían ir a la papelera, ya que sirven para la cepa original del virus, no para la europea.

Bien, todo esto no es cierto. Aunque tampoco puede decirse que sea completamente falso. Puede decirse que es una suma de confusión terminológica y afirmaciones que no han sido demostradas o no se corresponden con el consenso científico actual.

A continuación voy a tratar de explicarlo. Pero por hacer un spoiler útil, el resumen de todo lo que sigue es lo publicado en su blog por Vincent Racaniello, una fuente de referencia: Racaniello es un reputadísimo virólogo de la Universidad de Columbia, autor del libro de texto de virología más utilizado en el mundo, y cuyo blog es también una de las fuentes de divulgación fundamentales en el campo de los virus. Y lo que dice Racaniello es esto, literalmente:

«Hay una, y solo una, cepa de SARS-CoV-2».

Pero vayamos primero al origen de todo esto. Quienes hayan seguido las noticias científicas sobre el virus más allá de los titulares de los grandes medios, y se hayan preocupado de buscar fuentes diversas, a estas alturas tendrán una sopa de números en la cabeza (voy a detallar algunos ejemplos de lo publicado solo en medios extranjeros, porque aquí se trata de informar, no de afearle su trabajo a nadie):

The Olive Press, 4 de marzo:

«COVID-19 está mutando y ahora hay al menos dos cepas del virus, dicen los científicos».

(Por cierto, COVID-19 es el nombre de una enfermedad, no de un virus; las enfermedades no mutan).

Hindustan Times, 6 de marzo:

«Las siete cepas del coronavirus».

Thailand Medical News, 16 de marzo:

«En este nuevo estudio se identificaron 49 nuevas cepas«.

Al Arabiya, 27 de marzo:

«El coronavirus muta en 40 cepas«.

USA Today, 31 de marzo:

«Ocho cepas del coronavirus están circulando por el planeta».

The Sun, 10 de abril:

«El coronavirus ha mutado en tres cepas distintas».

South China Morning Post, 20 de abril:

«A fecha de este lunes, los científicos en todo el mundo habían secuenciado ya más de 10.000 cepas, que contienen más de 4.300 mutaciones».

News Medical Life Sciences, 22 de abril:

«El coronavirus ha mutado en al menos 30 cepas«.

WebMD, 5 de mayo:

«La segunda cepa del coronavirus».

Healthline, 5 de mayo:

«En total, los investigadores han identificado 14 cepas de COVID-19″.

US News, 6 de mayo:

«Una nueva cepa mutada del coronavirus causante de la COVID-19 se ha convertido en dominante y parece ser más contagiosa que la cepa que se extendió durante las fases tempranas de la pandemia, dicen los científicos».

Así pues, reunamos todos estos datos y pintemos en un gráfico cómo ha ido evolucionando el número de cepas del coronavirus a lo largo del tiempo (tengo que ponerlo en escala logarítmica, ya que de lo contrario el valor de 10.000 se me va de escala):

Evolución del número de cepas del coronavirus SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, si nos atenemos a lo publicado en distintos medios. Gráfico de elaboración propia.

Evolución del número de cepas del coronavirus SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, si nos atenemos a lo publicado en distintos medios. Gráfico de elaboración propia.

Extraño, ¿no? Más que eso. Esto no tiene ningún sentido.

Vayamos, en cambio, a una fuente realmente fiable: Ed Yong, uno de los periodistas de ciencia más reputados del mundo. En The Atlantic, Yong escribía este 6 de mayo: «No hay pruebas claras de que el virus de la pandemia haya evolucionado en formas significativamente diferentes, y probablemente no las habrá durante meses».

Y en su artículo, Yong pregunta a varios expertos:

«Tenemos pruebas de una cepa«, dice Brian Wasik, de la Universidad de Cornell.

«Yo diría que solo hay una«, dice Nathan Grubaugh, de la Facultad de Medicina de Yale.

«Creo que la mayoría de la gente que estudia la genética de los coronavirus no reconocería más que una cepa ahora», dice Charlotte Houldcroft, de la Universidad de Cambridge.

Entonces, ¿cuál es el problema? El problema, aclara Racaniello en su blog, es el uso de la palabra «cepa». «En ciencia, el uso de las palabras importa. Y tristemente, incluso los virólogos a menudo no usan los términos correctamente». Recordemos, Racaniello es el autor de EL libro de texto de virología por excelencia.

Racaniello explica la diferencia entre un aislado y una cepa. Un aislado es eso, un virus aislado de un paciente. «Todos estos aislados son la misma cepa de SARS-CoV-2», prosigue. «No son cepas diferentes, incluso si tienen cambios en sus secuencias genómicas. Una cepa es un aislado con una propiedad biológica diferente, como unirse a un receptor distinto, o tener una estabilidad muy diferente a altas temperaturas, por poner solo dos de muchos ejemplos posibles».

«Solo hay una cepa de SARS-CoV-2», añade Racaniello. «El primer aislado del virus, tomado de un paciente de Wuhan en diciembre de 2019, es la misma cepa que el aislado más reciente tomado en cualquier otro lugar en mayo de 2020. Hasta ahora nadie ha mostrado que ninguno de estos aislados del virus difiera en ninguna propiedad fundamental». «A ninguno se le ha demostrado una propiedad biológica diferente, y no importa lo que proclamen los preprints [estudios aún sin publicar, en los que se basan las afirmaciones sobre distintas cepas]», añade el experto.

Entonces, ¿qué hay de esa famosa historia de la cepa europea, presuntamente más contagiosa y agresiva? Se basa en un preprint (repetimos, estudio aún sin revisar ni publicar) difundido en internet la semana pasada; estudio que Racaniello califica como «el infractor más reciente». El trabajo en cuestión muestra que una mutación puntual (cambio de un aminoácido por otro) en la proteína Spike del virus (D614G; significa que en la posición 614 un aspartato ha cambiado por una glicina) aparece con mayor frecuencia ahora que al comienzo de la pandemia en los aislados de Europa, EEUU y otros lugares. Hasta ahi, lo que el estudio demuestra.

A continuación, los autores especulan: esta mutación podría aumentar la transmisibilidad del virus, hacerlo más contagioso. Pero no demuestran de ninguna manera un efecto funcional de esta mutación; no demuestran que lo haga más contagioso. Se limitan a correlacionar la mutación con la expansión de esta forma del virus. Pero correlación no implica causalidad. Y cuando además analizan si hay una simple correlación con síntomas más graves de la enfermedad, descubren que no existe: «D614G no predice la hospitalización», escriben. O sea, que no hay ninguna correlación entre esta mutación y la gravedad de la covid.

(Por cierto, los autores cuentan también que la mutación D614G va siempre acompañada por otra en la ARN polimerasa del virus, la enzima que copia su material genético. Pero en cambio, no proponen que esta tenga ningún efecto en los procesos del virus).

«La proclama de que este cambio en un aminoácido aumenta la transmisión del virus no está demostrada y es probablemente incorrecta», dice Racaniello. El virólogo atribuye la mayor presencia de esta mutación a un fenómeno clásico y sobradamente conocido en biología evolutiva: el efecto fundador. Esto ha ocurrido en numerosas comunidades humanas de distintos lugares del mundo: cuando un pequeño grupo de personas, por ejemplo de una misma familia, funda una nueva comunidad, ciertas variantes genéticas de esos fundadores predominarán a largo plazo en esa población, sin que esas variantes tengan nada que ver con el hecho de que proporcionen una ventaja a sus poseedores. En el caso del coronavirus, «si los virus con ese cambio infectan a la siguiente persona, y a la siguiente, y así, entonces el cambio D614G será predominante», concluye Racaniello.

Por supuesto, Racaniello admite que el efecto fundador es también solo una hipótesis aún no demostrada. Pero expone un argumento convincente: para que una forma mutante concreta del virus se extienda entre la población debido a una selección positiva, es decir, que gracias a ella el virus obtenga una ventaja en su transmisibilidad, tendría que ocurrir que con ella superara una dificultad en su transmisibilidad. Dificultad que obviamente no existe, dado que desde el principio el coronavirus ha demostrado que se las arregla muy bien para propagarse entre los humanos.

En busca de medicamentos para salvar el cuerpo, no para eliminar el virus

«Los antivirales probablemente serán eficaces para la fracción de pacientes infectados que desarrollan casos leves de COVID-19 […] Pero para los pacientes que desarrollan enfermedad grave o crítica, y que requieren hospitalización y cuidados intensivos, la estrategia basada en antivirales no cuadra con lo que se necesita en la primera línea, donde médicos y pacientes pelean por la vida».

Son palabras de la inmunóloga del Instituto Salk (EEUU) Janelle Ayres en un artículo aparecido la semana pasada en la revista Science Advances, una de las opiniones más importantes que se han publicado hasta ahora sobre el tratamiento científico de la crisis del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 (covid). No porque nadie haya dicho antes lo que Ayres dice en su artículo (recordatorio: atentos siempre al consenso científico, rechazar siempre a los iluminados que creen saber lo que nadie más sabe), sino porque resume a la perfección una eterna asignatura pendiente en la lucha contra las enfermedades infecciosas: centrarnos no tanto en combatir al patógeno, sino en salvar al organismo.

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Un minúsculo resumen a modo de flashes: entre el siglo XIX y comienzos del XX se buscan compuestos antibacterianos para tratar las enfermedades infecciosas. Finalmente Fleming, Florey y Chain dan con la penicilina. Los antibióticos cambian el mundo, salvando a la humanidad de las enfermedades bacterianas. Pero los antibióticos, como su nombre indica, solo actúan contra seres vivos. Los virus no son seres vivos. Los antibióticos no sirven contra los virus. Más tarde comienzan a desarrollarse antivirales. Pero mientras que los antibióticos son (inicialmente) un regalo de la naturaleza y suelen funcionar contra un amplio espectro de bacterias, como un lanzallamas en una batalla, los antivirales son armas sofisticadas que debemos diseñar nosotros y que generalmente son de acción más restringida.

Sí, hay muchos antivirales. Algunos de los que ya existen podrían ser eficaces contra el virus de la covid. Es el caso del remdesivir, un fármaco creado contra el ébola y todavía en estudio experimental. Actúa saboteando el fotocopiado que hace el virus de su material genético para reproducirse. El remdesivir imita a una de las «letras» del ARN del virus, de modo que este la utiliza como si fuera la de verdad. Pero esta falsa pieza hace que la maquinaria se encasquille y no termine de producirse la nueva copia del virus; algo así como aquello que hacía el Sherlock Holmes de Guy Ritchie de meter un pintalabios en la cinta de balas de la ametralladora (ignoro si esto realmente sirve con las ametralladoras, pero sí con los virus).

El remdesivir es actualmente uno de los fármacos que suscitan más expectativas en la lucha contra la covid. Los primeros resultados en pacientes graves fueron alentadores y recientemente se ha filtrado que un ensayo clínico en Chicago parece arrojar un balance positivo, pero también hay datos contradictorios en China. Todo apunta a que en unos días, quizá esta misma semana, se publicarán nuevos resultados, y algún país como Japón parece dispuesto a aprobar rápidamente su uso contra la covid. Pero los expertos aún se muestran cautos y no se apuntan a la idea de que el remdesivir vaya a ser la panacea.

Mientras, otros muchos posibles antivirales están en pruebas, y también se están buscando y desarrollando nuevos compuestos aprovechando el conocimiento cada vez más preciso de los componentes moleculares del virus. Por ejemplo, se estudian inhibidores de algunas de las proteínas que el virus necesita para infectar y fabricar copias suyas a millones. También se busca bloquear la unión del virus al receptor celular que emplea para invadir. Algunos de estos compuestos son anticuerpos de diseño, parecidos a los que el organismo produce de forma natural. Una manera rudimentaria, pero históricamente eficaz en muchos casos como primera línea de lucha, es utilizar el plasma de personas que ya han pasado la enfermedad, ya que su sangre contiene anticuerpos.

Los antivirales sin duda llegarán. Pero los nuevos tardarán años, y los reposicionados (aquellos ya aprobados para otras indicaciones) probablemente tendrán una utilidad limitada. Los antivirales serán en general más beneficiosos en personas que solo desarrollen síntomas leves, o en aquellas de mayor riesgo pero en las que la medicación pueda administrarse en fases muy tempranas de la enfermedad.

Pero como vienen insistiendo numerosos científicos y ya he contado aquí, el menor de los problemas de una persona que está en la UCI, con sus pulmones prácticamente inservibles, fallos graves en otros órganos, quizá sepsis e infecciones bacterianas secundarias, es precisamente el virus. Este ya ha hecho el daño que podía hacer. En esos momentos lo necesario es conseguir que el cuerpo del enfermo pueda seguir funcionando sin apagarse para siempre, hasta que sus órganos comiencen a recuperarse. Como escribí aquí, si un intruso prende fuego a nuestra casa, nuestro objetivo principal es apagar el fuego, no echar al intruso.

Así, Ayres insiste en que deben buscarse fármacos que ayuden a que el organismo tolere la infección y siga funcionando, y que este ha sido un terreno olvidado en la lucha contra los patógenos. «No hay razones científicas ni de salud pública para que no hayamos desarrollado esas terapias», escribe. «En lugar de preguntarnos ¿cómo combatimos las infecciones?, podríamos comenzar a preguntarnos ¿cómo sobrevivimos a las infecciones?».

Al fin y al cabo, esto es lo que normalmente hacemos con otras infecciones virales que no amenazan nuestra vida: con resfriados o gripes no tomamos medicaciones contra el virus, que son escasas para algunos de ellos e inexistentes contra otros. Simplemente tomamos fármacos que nos ayudan a seguir funcionando de manera normal hasta que nuestro cuerpo se libra del virus por sí solo. La propuesta de Ayres consiste en extender este enfoque a virus que provocan síntomas más agresivos como el de la covid. Por ejemplo, buscar compuestos que ayuden a las células del epitelio alveolar y de los capilares pulmonares a seguir funcionando para evitar el fallo respiratorio.

La inmunóloga señala además otra ventaja de este enfoque: cada nuevo patógeno es un reto que comienza de cero, mientras que los fármacos destinados a tolerar una infección sin morir pueden servir del mismo modo para una amplia gama de virus. En lugar de nuestros anti-bióticos, serían nuestros pro-bióticos, si no fuera porque este término ya se lo apropiaron los fabricantes de yogures.

Ahora bien, pensarán ustedes que esta reflexión de Ayres está muy bien, pero que si nos lleva a alguna parte de cara al problema que tenemos ahora mismo. Y la respuesta es que podría ser, porque entre las terapias destinadas a salvar al paciente y no a eliminar el virus, están las dirigidas a paliar uno de los efectos típicos de las infecciones que también parece desempeñar un papel relevante en muchos casos de covid: el Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés) o «tormenta de citoquinas», una reacción exagerada del propio sistema inmune que puede conducir a un Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica (SIRS) cuyas consecuencias a menudo son letales.

Como ya conté aquí, se ha comprobado que el CRS/SIRS está implicado en la patología de muchos casos de covid, aunque aún no se sabe en cuántos o en qué proporción. Pero dado que fue el factor principal de letalidad en los jóvenes y niños que sucumbían a la gripe de 1918, que opera también en otras muchas infecciones, y que incluso no es descartable que pudiera relacionarse con ciertos extraños casos muy extraños y esporádicos de covid en niños –esto aún es una mera conjetura–, parece que es una vía a tener en cuenta. Y la ventaja es que los moduladores inmunitarios que pueden mitigar el CRS/SIRS ya existen, ya están aprobados, y algunos de ellos se emplean con éxito en otros casos.

Por último, una aclaración. En algunos casos se está hablando del CRS/SIRS de la covid como un síndrome autoinmune, pero no es así; cuidado con la confusión. Se habla de una enfermedad autoinmune cuando el sistema inmunitario ataca componentes del propio organismo confundiéndolos con invasores extraños; por ejemplo, cuando el cuerpo produce anticuerpos contra una proteína propia que tiene una función fisiológica normal. Este no es el caso del que estamos hablando: no hay respuesta autoinmune, sino una reacción inmunitaria exagerada que promueve un estado de inflamación en todo el organismo, conduciéndolo al caos y a un mal funcionamiento general. Mañana repasaremos cuáles son las armas que se están probando para atajar esta autoagresión del organismo provocada por el virus de la covid.

En 2017 hubo un brote de coronavirus en un centro de ancianos de Estados Unidos: esto fue lo que pasó

El 15 de noviembre de 2017 el Departamento de Salud del estado de Luisiana (EEUU) recibió la notificación de un brote de enfermedad respiratoria grave en una residencia de ancianos. Durante ese mes, de entre los 130 residentes se identificaron en total 20 casos, con una media de edad de 82 años. Catorce de los pacientes desarrollaron neumonía. Tres de ellos murieron.

Una vez realizados los análisis de diagnóstico molecular, se identificó al responsable del brote: el coronavirus NL63, descubierto en 2004 en Holanda. Tras aplicarse medidas de contención en el centro, a partir del 18 de noviembre ya no se detectó ningún nuevo caso, y el brote se dio por concluido.

El NL63 fue el cuarto coronavirus humano descubierto; antes de él ya se conocían el 229E, el OC43 y el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS). Después de él se han descubierto el HKU1, el coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) y el coronavirus de la COVID-19 o SARS-CoV-2, que ha elevado a siete el total de coronavirus humanos conocidos hasta ahora.

La pregunta es: ¿por qué para saber de aquel brote hay que bucear en el número de octubre de 2018 de Emerging Infectious Diseases, la revista del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC)? ¿Por qué aquel brote no ocupó portadas de periódicos y horas de programación en los informativos? ¿Por qué no desató el pánico, la histeria colectiva y los robos de mascarillas?

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

La pregunta parece de lo más idiota, porque la respuesta parece de lo más evidente: aquel brote afectó a 20 personas en un rincón de Luisiana, mientras que el actual del SARS-CoV-2 ha afectado ya a cerca de 100.000 personas en casi 90 países, y es posible que estas cifras se queden anticuadas en un par de días, o mañana mismo.

Solo que lo primero, lo de 20 personas en un rincón de Luisiana, no es en absoluto así. Después de la descripción inicial del NL63 en un bebé en Holanda, los estudios en otros países mostraron que este coronavirus estaba extendido por todo el mundo en pacientes con enfermedades respiratorias. En Hong Kong se encontró en el 2,6% de los niños hospitalizados con enfermedad respiratoria aguda a lo largo de un año. En Francia se encontró en el 9,3% de los casos examinados; en Alemania en el 5,2%, en EEUU en el 8,8%, en Taiwán en el 8,4%… Etcétera.

En resumen, y según los expertos, el coronavirus NL63 circula por todo el mundo, y afecta en algún momento a una parte considerable de la población mundial. Pero es que tampoco es el único: lo mismo ocurre con el 229E, el HKU1 y el OC43; este último parece ser el más extendido, según diversos estudios. Los cuatro son virus endémicos en los humanos. Es decir, que están siempre rebotando entre nosotros, probablemente con picos estacionales, infectándonos sin que lo sepamos cuando tenemos un resfriado o creemos tener la gripe.

Así que, incluso aunque el virus de la COVID-19 fuera más contagioso que los endémicos –quizá lo sea, pero en realidad no se sabe, dado que no hay datos suficientes sobre los endémicos–, no es cierto que este nuevo virus esté más expandido o esté expandiéndose más que los demás coronavirus ya conocidos. De hecho, los datos que manejan los expertos estiman que los cuatro coronavirus endémicos causan entre el 15 y el 30% de todas las infecciones respiratorias en el mundo cada año.

Segundo intento de respuesta: bien, NL63, 229E, HKU1 y OC43 están (aún) mucho más extendidos que el nuevo coronavirus de la COVID-19. Pero son infinitamente más inofensivos, así que no son motivo de preocupación.

Pero ¿realmente es así? Los cuatro coronavirus endémicos se han asociado tradicionalmente con el resfriado común. No se han considerado agentes importantes de riesgo de mortalidad, o ni siquiera generalmente asociados a enfermedad grave. De hecho, no es difícil encontrar estudios epidemiológicos de estos cuatro coronavirus en los que ni siquiera se incluyen seguimientos rigurosos de la evolución de los pacientes, como si no se hubiera considerado la posibilidad de que alguno pudiese morir debido al virus, siempre que no se detecte formalmente un brote localizado.

O incluso aunque se detecte formalmente un brote localizado. Este es un ejemplo chocante: en 2005 se describieron tres brotes de enfermedad respiratoria en otras tantas residencias de mayores en Melbourne (Australia), que afectaron en total a 92 personas, incluyendo residentes y personal. Inicialmente se pensó que se trataba de gripe, pero los test resultaron negativos. Se tomaron solo 27 muestras de los enfermos. El coronavirus OC43 apareció en 16 de las muestras, un 59%.

Durante aquellos tres brotes murieron ocho personas de las 92 afectadas, tres de ellas con claros síntomas respiratorios. Pero pasmosamente, y según contaron los autores del estudio, no tomaron muestras de estos pacientes concretos, por lo que no pudieron concluir si el coronavirus estuvo o no relacionado con las muertes. Repetimos: murieron ocho personas, pero no se consideró importante determinar si habían muerto a causa del coronavirus.

Frente a casos como este, al menos existen algunos estudios que sí han registrado estos datos. Un ejemplo es el del brote de Luisiana, en el que murió el 15% de los pacientes, con una media de edad de 82 años (curiosamente, el mayor estudio epidemiológico hasta ahora del nuevo virus de la COVID-19 cifra la mortalidad en el grupo de mayor edad en torno al 15%). En otro estudio con 10 pacientes de HKU1, dos de ellos murieron; el 20%. Otro estudio más analizó 29 pacientes infectados con coronavirus humanos; murieron tres de ellos, el 10%. Uno estaba infectado con el 229E, y los otros dos con el OC43. Y etcétera.

Entonces, ¿cuál es la mortalidad de los cuatro coronavirus endémicos? La respuesta es que, en realidad, no se sabe. Pero el mensaje esencial se resume citando un estudio de 2010: «Mientras que antes se reconocían como virus del resfriado común, los coronavirus humanos se están reconociendo cada vez más como patógenos respiratorios asociados con una gama cada vez más amplia de resultados clínicos […] LOS INFORMES DE CASOS HAN ASOCIADO A TODOS LOS CORONAVIRUS CON RESULTADOS DE ALTA MORBILIDAD Y/O MORTALIDAD» (mayúsculas mías). Y esto, insisto, se escribió hace 10 años.

Así que, no, la idea de que los coronavirus endémicos son «un resfriadillo», como se está escuchando por ahí en estos días, no parece muy sólida.

Fuera de todo lo anterior, sí es cierto que hay una diferencia entre los coronavirus endémicos y el nuevo de la COVID-19, y es precisamente esa, que este es nuevo. Acaba de saltar de los animales a los humanos, y por lo tanto aún no tenemos inmunidad contra él, mientras que los endémicos llevan mucho tiempo con nosotros y por ello están también quizá más domesticados. Pero (más sobre esto mañana) es importante entender que esto no hace al nuevo virus especial, diferente ni peculiar en ningún sentido; todos los virus son nuevos en algún momento.

Y en conclusión, respecto a si este solo hecho, frente a todo lo anterior, justifica en algún grado el disparatado alarmismo que estamos viviendo, que cada cual saque sus propias conclusiones. Ya hay demasiados sacando demasiadas conclusiones por otros.

La confusión sobre el nuevo coronavirus llega incluso al nombre

La ciencia necesita tiempo, reposo y análisis meditado para progresar. Las condiciones de un brote epidémico amenazante, cuando la onda expansiva del pánico viaja por delante de la del propio virus, no son ni mucho menos las adecuadas para que la ciencia vaya construyendo un conocimiento fiable que ayude a atajar la epidemia.

Así, ni siquiera hay que entrar en los bulos deliberados o en las conspiranoias para encontrar la confusión que está alimentando el coronavirus antes llamado provisionalmente 2019-nCoV, ahora tentativamente llamado SARS-CoV-2, que provoca una enfermedad a la que se le ha puesto el nombre de COVID-19.

Estos nombres son una muestra más de este estado de confusión, si bien lo que razonablemente menos importa al público en general sobre el virus y su enfermedad son los nombres que se les asignen. Pero es una curiosidad que refleja también cómo esta crisis está aprovechando las fisuras en los sistemas científicos, académicos y de salud para mostrar sus debilidades.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus 2019-nCoV/SARS-CoV-2/virus de COVID-19 (amarillo) emergiendo de una célula en cultivo (rosa). Imagen de NIAID/RML.

El pasado día 11 el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus, informaba en rueda de prensa del nombre que la OMS ha asignado a la enfermedad del coronavirus: COVID-19, de COronaVIrus Disease 2019. Por lo tanto, es oficial que a partir de ahora podremos referirnos al patógeno que lo causa como el virus de la COVID-19. Pero el mismo día, el Grupo de Estudio de Coronavirus del Comité Internacional de Taxonomía de Virus (CITV) difundía un preprint (un estudio aún sin publicar) en el que designaba el nuevo virus como SARS-CoV-2, o Coronavirus 2 del Síndrome Respiratorio Agudo Grave.

No es algo excepcional, aunque no sea lo más común, que un virus y su enfermedad reciban nombres distintos. Pensemos en el VIH y el sida. Pero normalmente suele haber un motivo para esto. En el caso del sida, la enfermedad fue nombrada cuando el virus aún no se conocía. Un año después, el virus fue aislado de forma independiente en dos laboratorios, en EEUU y Francia. El primero lo denominó Virus Linfotrópico Humano de Células T, o HTLV (con el número 3, por similitud con otros ya conocidos de este tipo), y el segundo lo llamó Virus Asociado a Linfadenopatía, o LAV. Para fumar la pipa de la paz (qué incorrecta resulta ahora esta expresión clásica), se acordó un nipatinipamí: Virus de Inmunodeficiencia Humana, o VIH.

Pero esto es importante: cuando estos dos laboratorios aislaron y caracterizaron el virus, todavía era necesario demostrar que era el culpable de la enfermedad. Es decir, que no se publicó «el virus del sida», sino que se publicó un nuevo virus, probable causante del sida, aún a falta de que esto quedara demostrado fehacientemente.

Evidentemente, este no es el caso del nuevo coronavirus. Entonces, ¿por qué dos nombres? La revista Science lo explicaba al día siguiente. La respuesta es: confusión. La OMS y el CITV actuaron cada uno por su cuenta sin saber lo que estaba haciendo el otro, y ambos nombres saltaron a los medios el mismo día por pura casualidad.

De hecho, según Science, a la OMS no le gusta el nombre de SARS-CoV-2 elegido por el CITV, ya que evocar el SARS, dicen, es alimentar el miedo ante un coronavirus que es menos peligroso que el del SARS original. Por ello, la OMS dijo que ignorará la denominación oficial de los taxónomos de virus y continuará refiriéndose al patógeno como el virus de la COVID-19. Por su parte, el CITV no hizo sino aquello que debe, nombrar el virus de acuerdo a su especie, y el análisis genómico muestra que pertenece a la misma especie (un término que en el caso de los virus ya es de por sí algo espinoso) que el del SARS.

Como resultado de todo ello, cuenta Science, este baile de nombres ha sido criticado por los expertos. Una de las fuentes consultadas se refería a ello como «un poco caótico» y «desafortunado». En ocasiones anteriores, con brotes de nuevos virus, el CITV y la OMS se han puesto de acuerdo siguiendo las reglas que ahora establece la OMS; por ejemplo, ya no se acepta nombrar a los virus patógenos humanos por los lugares geográficos donde han aparecido, como solía hacerse, para no estigmatizarlos (a pesar de ello, la propia OMS sigue refiriéndose a la gripe de 1918 como «gripe española», cuando ni siquiera surgió aquí).

Como resultado de todo ello, casi no es de extrañar que un corresponsal de salud de Forbes haya publicado un artículo refiriéndose al virus como el coronavirus de la «COVAD-19». Pero como decía más arriba, el del nombre, siendo un ejemplo evidente de la confusión, es el asunto que menos preocupará al público en general. Más grave es que incluso los papeles científicos, con todas las bendiciones de la publicación, estén proponiendo o dando por hechos ciertos datos que luego resultan ser dudosos o falsos.

Por ejemplo, a finales de enero un estudio publicado afirmaba que las serpientes eran un probable huésped intermedio del nuevo coronavirus, algo que fue rápidamente cuestionado por otros expertos. Un preprint (por lo tanto, este aún sin publicar) sugería similitudes entre el nuevo coronavirus y el VIH; fue después retirado. Un estudio que decía demostrar la transmisión asintomática del virus resultó fallido, ya que la paciente en cuestión sí tenía síntomas (esto no implica que la transmisión asintomática no sea posible, sino solo que aquel estudio no la demostraba). Se habló de la transmisión vertical del virus de la madre gestante al feto; luego se ha señalado que aún no existen pruebas concluyentes de esto. El posible foco original del virus en el mercado de marisco de Wuhan ha sido sucesivamente propuesto y disputado.

Por último, el repentino cambio en el método de diagnóstico empleado en China –solo por los síntomas, sin esperar a la confirmación genética de la presencia del virus– hizo crecer en un solo día el número de casos en un 33%, algo que para los expertos tiene sentido desde el punto de vista de salud pública, cuando se trata de actuar rápidamente con cada paciente. Y puede tener aún más sentido cuando se ha puesto en duda la validez de los test de diagnóstico genético. Pero esto también suma a la confusión.

Todo lo anterior no revela sino lo dicho al principio: la ciencia necesita tiempo, reposo y análisis meditado para progresar. Pero nada de esto está disponible cuando hay una emergencia de salud global. Cuando la OMS definió las enfermedades infecciosas prioritarias sobre las que es necesario centrar la investigación, dejó al final una «enfermedad X», una seria epidemia internacional causada por un patógeno aún desconocido. El nuevo coronavirus ha sido desde entonces el primer caso, pero los expertos aseguran que habrá más.

Y dado que, puestos a elegir el mal menor, es preferible que las fisuras y debilidades de todo el sistema científico-sanitario se revelen con un virus mortal en el 3% de los casos que con otro de una letalidad mayor como la del MERS o el ébola, la conclusión viene resumida en el título de un reciente artículo de Nature: «a medida que el coronavirus se extiende, el momento de pensar sobre la próxima epidemia es ahora».

¿Es posible tener una vacuna contra el nuevo coronavirus durante esta epidemia?

El director de la agencia de enfermedades infecciosas de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH), Anthony Fauci, dijo el viernes en una rueda de prensa que en dos meses y medio podríamos tener una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV. Las palabras de una figura de la solvencia y el prestigio de Fauci, a quien debemos buena parte de lo que sabemos sobre el VIH y el sida, tienen una sobrada garantía de credibilidad. Pero por si la declaración de Fauci pudiera dar la impresión de que en dos meses y medio cualquiera podrá vacunarse contra la epidemia que ahora tanto preocupa al mundo, conviene una explicación más detallada de qué significan exactamente sus palabras.

Hay una creencia errónea muy extendida que aquí me he ocupado varias veces de desmentir, y es la idea de que la vacuna contra el ébola se creó en un tiempo récord tras el brote de 2014-2016. Esta vacuna, llamada originalmente rVSV-ZEBOV y hoy ya con su marca comercial, Ervebo, ha ayudado enormemente a contener el brote de ébola que comenzó en el Congo en agosto de 2018, y que aún continúa activo, si bien a un nivel residual que no representa una preocupación global.

Pero es importante conocer esto: la plataforma en la que se basa la vacuna del ébola comenzó a desarrollarse en 1996. El trabajo para adaptar esta plataforma al ébola se inició en 2001. En 2003 se solicitó la patente de la vacuna. Once años después de aquello, cuando surgió el brote que tanto atemorizó a la población mundial, la vacuna aún no estaba preparada para su uso general, dado que aún estaba en pruebas. En 2015 se entregaron 1.000 dosis a la Organización Mundial de la Salud como medida de emergencia para tratar de ayudar a la contención del brote. Pero solo con el nuevo brote en 2018 comenzó a utilizarse como una herramienta real de contención en lo que se conoce como un protocolo de vacunación en anillo, que consiste en administrarla al círculo de personas que rodean a los pacientes contagiados.

(Nota: también hay que decir que existe una diferencia esencial entre los brotes de 2014 y 2018, que los expertos ya se encargaron de destacar en su momento. El primero se originó en Guinea-Conakry, un país costero donde la movilidad es bastante alta, mientras que el actual afecta a regiones relativamente aisladas en la profunda selva congoleña).

En resumen: la vacuna del ébola ha llevado más de 15 años de trabajo. El hecho de que ahora la tengamos no es fruto de los esfuerzos puestos en marcha a raíz de la epidemia de 2014, sino que se lo debemos a que el gobierno de Canadá, cuyo sistema de salud pública creó la vacuna, pensó que merecía la pena invertir en este proyecto cuando todos los demás países lo habían desechado considerando que el virus del Ébola no era una preocupación desde el punto de vista del bioterrorismo (se contagia con relativa dificultad y mata demasiado deprisa).

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Crear una vacuna ha sido tradicionalmente un proceso muy laborioso, casi artesanal, en el que había que comenzar de cero cada nueva formulación, eligiendo el tipo más adecuado, y luego ir tuneándola a lo largo del proceso hasta obtener la receta perfecta. En general, la idea que se nos presenta en el cine de que durante un brote vírico puede desarrollarse en caliente una vacuna para atajar la expansión de ese mismo brote, es ciencia ficción.

Pero aquí entran los matices que es necesario explicar. Pensemos en esos hospitales que se han levantado en Wuhan en cuestión de días, algo que también parecería una fantasía. Hace unos días, El País publicaba un interesante reportaje en el que expertos en arquitectura explicaban cómo era posible lograrlo. La idea básica era esta: con suficiente dinero y mano de obra, puede hacerse, y si normalmente esto no ocurre aquí no es por imposibilidad, ya que no existe ninguna innovación radical en el proceso aplicado por los chinos, sino sencillamente porque a nadie le interesa construir tan rápido.

La clave del proceso, según explicaban los arquitectos, consiste en emplear elementos prefabricados, de tal modo que no haya que edificar ladrillo a ladrillo, sino que solo sea necesario llevar las piezas al lugar de construcción y montarlas.

Las nuevas tecnologías de vacunas están logrando esto mismo: emplear elementos prefabricados de modo que en cada caso concreto solo sea necesario introducir las piezas específicas de cada virus en una plataforma ya existente.

Este es el camino que comenzó a abrirse con el desarrollo de las vacunas de virus recombinantes o vectores recombinantes. El método consiste en coger un virus modificado, inocuo para el organismo, y disfrazarlo con el traje del virus contra el cual se quiere inmunizar, las proteínas de su envoltura. Una vez introducido en el organismo, invade las células y se reproduce en ellas como un virus normal, provocando una respuesta inmunitaria contra su disfraz, que en el futuro podrá atacar al virus original.

La vacuna del ébola es un ejemplo de este tipo. En el futuro, quizá una mayor estandarización de estos sistemas permita obtener nuevas vacunas de forma más rápida. En el caso del ébola, la plataforma concreta que se ha utilizado se desarrolló durante el propio proceso de crear la vacuna, por lo que ha sido un trabajo largo.

Pero la tecnología de vacunas no se detiene. Desde hace años se vienen investigando las vacunas de ADN, consistentes en introducir directamente en el organismo un ADN que las células pueden utilizar para crear por sí mismas una proteína del virus, de modo que el sistema inmunitario reconoce este elemento como extraño y reacciona contra él, lo que prepara al cuerpo para responder contra el virus completo si llega a presentarse.

En esta misma línea, aún hay un paso más allá, y es utilizar un ARN mensajero (ARNm) en lugar de un ADN. El ARNm es la copia desechable del ADN que las células utilizan para fabricar las proteínas codificadas en los genes. Es decir, con esto se le ahorra a la célula el trabajo de producir el ARNm a partir del ADN vírico; ya se le da hecho. Hasta hace muy poco este enfoque era inviable porque el ARNm es normalmente muy inestable y se degrada fácilmente, pero recientemente se han encontrado mecanismos para hacerlo más resistente y duradero.

Este es el enfoque que emplea la apuesta más ambiciosa de las que ya están en marcha para producir una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV, la que motivó las palabras de Fauci. La compañía Moderna ha desarrollado una plataforma de ARNm que dice poder adaptar fácilmente para la obtención rápida de una vacuna contra este virus, un proyecto que está llevando a cabo en colaboración con los NIH. Fauci dijo que hasta ahora el proyecto está progresando a la perfección, que ya se ha logrado inducir la respuesta inmune en ratones contra el gen del 2019-nCoV insertado en el ARNm, y se mostró enormemente optimista al afirmar que en solo dos meses y medio podrían comenzar los ensayos clínicos en humanos.

La de Moderna no es ni mucho menos la única vacuna contra el coronavirus que ya está cocinándose en los laboratorios. También de ARNm es la fórmula que desarrolla la alemana CureVac, mientras que la estadounidense Inovio, en colaboración con la china Beijing Advaccine, prepara una vacuna de ADN. Otro enfoque distinto es el de la Universidad de Queensland en Australia, basado en una tecnología llamada molecular clamp, que consiste en crear proteínas del virus y graparlas en su configuración original para que el sistema inmunitario genere una respuesta contra ellas capaz también de reconocer las proteínas en el virus completo. Los investigadores australianos esperan tener una vacuna lista en seis meses.

Por su parte, algunos gigantes del sector también se han sumado a la carrera. Johnson & Johnson ha anunciado el proyecto de una vacuna de vector viral, como la del ébola, y Glaxo Smithkline ha ofrecido además poner su tecnología al servicio de otras partes que puedan contribuir a la obtención rápida de una vacuna.

Algunos de estos proyectos cuentan con la financiación de la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI), una entidad público-privada nacida en Davos y con sede en Noruega, que ha lanzado un concurso vigente hasta el 14 de febrero para financiar nuevas propuestas de desarrollo de vacunas contra el 2019-nCoV, por lo que en los próximos días podrían surgir nuevos proyectos. El objetivo de esta entidad es potenciar proyectos capaces de obtener vacunas contra virus emergentes en un plazo de 16 semanas.

En total, a fecha de hoy ya se han anunciado más de una docena de proyectos de desarrollo de vacunas contra el nuevo coronavirus, y vendrán más.

Pero ahora vienen las malas noticias.

Y es que, incluso si proyectos como el de Moderna llegan a término con la insólita rapidez en la que confía Fauci, cuando él hablaba de «llegar a la gente» en dos meses y medio, no se refiere a la distribución masiva de la vacuna, sino al comienzo de los ensayos clínicos.

Los ensayos clínicos de cualquier nuevo medicamento llevan años y años, hasta que puede establecerse sin género de dudas que el producto no causa daños graves y que hace aquello para lo cual se diseñó. En situaciones de emergencia global, como la actual, este proceso puede intentar comprimirse lo más posible. Pero esta posibilidad de compresión tiene un límite. Como ejemplo, tenemos dos casos cercanos en el tiempo.

En 2013, menos de un año después del comienzo del brote del coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), la compañía Novavax anunció que ya había obtenido una vacuna. Han pasado casi siete años, y la vacuna sigue en pruebas. También en 2013, Inovio anunció que su nueva vacuna había superado los ensayos preclínicos (en animales), y que pronto comenzaría a probarse en humanos. Siete años después, la compañía acaba de anunciar que pronto emprenderá la Fase 2 de los ensayos clínicos, del mínimo de tres fases necesarias antes de que un medicamento comience a administrarse a la gente.

¿Alguien recuerda la epidemia del zika en América en 2015, el virus transmitido por mosquitos que causaba microcefalia en los fetos? Varias compañías se lanzaron entonces al desarrollo de vacunas, y en 2016 teníamos ya varias formulaciones anunciadas. Los NIH de EEUU trabajan nada menos que en seis vacunas distintas. Pero aún no existe una vacuna aprobada contra el zika. Y no porque los productos en desarrollo no estén funcionando, sino porque aún les queda un largo camino de pruebas por recorrer antes de llegar al mercado.

Es más: lo cierto es que ninguna de las compañías startup que cuentan con novedosas plataformas tecnológicas para la creación rápida de vacunas tiene todavía ni una sola formulación aprobada para su uso general en humanos.

La pregunta lógica es: ¿no podría abreviarse todo este proceso de ensayos clínicos? Pero las respuestas son otras preguntas: ¿estaría el público dispuesto a apostar por el posible beneficio de una nueva vacuna, aceptando expresamente el riesgo de un producto no lo suficientemente probado? ¿Estarían las autoridades dispuestas a aceptar la responsabilidad de dar luz verde a productos no lo suficientemente probados? ¿Estarían las compañías dispuestas a asumir el riesgo de perder demandas millonarias, incluso mediando consentimientos firmados?

En resumen, y salvo que mucho cambien las cosas, aunque la tecnología de vacunas esté progresando de un modo que habría sido increíble solo hace unos años, el largo y complejo escollo de los imprescindibles ensayos clínicos seguirá determinando que cada nueva vacuna no sea una esperanza para el presente brote, sino para futuros brotes.

Los coronavirus son viejos conocidos que solían causar catarros, y otros datos

Como recordábamos ayer, los coronavirus han sido protagonistas de algunos de los brotes víricos que más han sonado en los últimos tiempos: lo fue el coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) en 2002, el coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) en 2012, y ahora el ya archifamoso nuevo coronavirus de 2019 o 2019-nCoV, al que en algún momento el Comité Internacional de Taxonomía de Virus, probablemente en colaboración con la Organización Mundial de la Salud y con la aprobación de las autoridades chinas, dará un nombre definitivo.

Con esto se entiende que el 2019-nCoV no es el único coronavirus conocido, ni tal denominación se ha inventado ahora para este nuevo virus. En el paroxismo de la desinformación, en EEUU y Latinoamérica han circulado teorías conspiranoicas basadas en el hecho de que ciertos productos desinfectantes de por allí dicen en sus etiquetas que actúan contra coronavirus. Pero tampoco el SARS fue el primero; los coronavirus son viejos conocidos como causantes de una de las enfermedades leves más comunes del ser humano. A continuación, información contra la desinformación que rodea a esta y otras dudas.

Imagen de pixabay.

Imagen de pixabay.

El primer coronavirus se descubrió en 1937

Aunque en estos días se ha publicado que los coronavirus se conocen desde los años 60, esto tampoco es exactamente cierto: fue entonces cuando se les dio el nombre, pero su descubrimiento es muy anterior. Fue en 1937 cuando se aisló el Virus de la Bronquitis Infecciosa de las aves (IBV), una enfermedad que no suele matar a los pollos, pero que afecta a la producción de huevos en las granjas. A comienzos de los años 50 se describió el virus de la hepatitis del ratón (hoy Coronavirus Murino, M-CoV).

Imagen al microscopio electrónico de partículas del coronavirus de la bronquitis infecciosa de las aves (IBV). Imagen de CDC / Dr. Fred Murphy / Wikipedia.

En general, no son peligrosos: la enfermedad más habitual que causan en humanos es el catarro

Entre 1965 y 1967 se aislaron dos cepas de virus, llamadas B814 y 229E, que junto con otras relacionadas causaban resfriado común en los humanos, y que mostraban propiedades similares al IBV y al virus del ratón. En 1967 una de las cepas, semejante a la 229E, causó un brote en la localidad de Tecumseh, en Michigan (EEUU), que afectó a la tercera parte de la población. El estudio que lo describió en 1970 decía que estos virus “podrían ser responsables de una proporción significativa de enfermedades respiratorias en humanos, que hasta ahora han sido de etiología desconocida”.

Por fin, en noviembre de 1968 Nature informaba de la propuesta de un grupo de ocho virólogos de denominar a estos virus “coronavirus”, debido a que todos ellos mostraban al microscopio electrónico una especie de cerco formado por proyecciones redondeadas, en lugar de puntiagudas como las de la gripe.

Los coronavirus del resfriado también pueden causar neumonías

Actualmente se conocen siete coronavirus humanos. Dos de ellos pertenecen al grupo de los alfacoronavirus, el 229E descubierto en los años 60 y el NL63, que se encontró por primera vez en 2004 en un bebé holandés y posteriormente se ha detectado por todo el mundo. Estos dos, junto con los betacoronavirus OC43 y probablemente también el HKU1 (descubierto en 2005 en Hong Kong), son causantes habituales de resfriados. Pero aunque los coronavirus más comunes suelen afectar sobre todo a las vías respiratorias altas, tampoco es cierto que las neumonías sean algo nunca antes visto y exclusivo de los nuevos coronavirus: para todos los coronavirus del resfriado se han descrito anteriormente también casos de neumonía.

Los virus no mutan para hacerse más letales

De los cuatro mencionados se dice que son virus endémicos en los humanos: aunque tuvieron un origen ancestral en otra especie, probablemente murciélagos –y quizá también pasaron por otros animales–, todos ellos llevan mucho tiempo circulando ampliamente entre las poblaciones humanas; están bien adaptados a nosotros y no suelen provocar muertes.

Esta es la diferencia entre esos cuatro y los tres restantes, los epidémicos: los del SARS y el MERS, y el nuevo 2019-nCoV. Estos acaban de saltar desde otra especie animal a los humanos y por ello son agresivos, ya que aún están mal adaptados a nosotros. Al contrario de lo que retratan las películas y los videojuegos de apocalipsis zombis víricos, los virus no mutan con el fin de matar más. No existe una lucha del virus por matar al ser humano antes de que este lo mate a él. La naturaleza no funciona así, sino por selección natural y evolución. Los virus mutan porque así es su naturaleza. Pero los mejor adaptados, aquellos capaces de infectar sin causar grandes daños a su hospedador, son los que tienen más posibilidades de perdurar a largo plazo y extenderse por el mundo.

Por ello, lo más razonable es pensar que los cuatro coronavirus humanos que hoy no suelen matar también hicieron su debut en nuestra especie siendo más letales de lo que son ahora. Curiosamente, hacia 1890 se produjo una grave pandemia respiratoria, y la fecha coincide con el momento en que se ha calculado que el coronavirus OC43 pudo saltar desde el ganado a los humanos, por lo que se ha sugerido que quizá este virus, hoy ya domesticado, fue entonces el causante de aquella epidemia.

Con el tiempo tienden a domesticarse y hacerse menos peligrosos

Y del mismo modo, este será el destino más probable de los coronavirus que hoy provocan muertes. Esto es precisamente lo que explicaba ayer a la CNBC Amesh Adalja, experto en pandemias y bioseguridad del Centro de Seguridad de la Salud de la Universidad Johns Hopkins (EEUU). Según Adalja, una vez superada esta crisis, el 2019-nCoV probablemente no desaparecerá, sino que “se convertirá en una parte de nuestra familia estacional de virus respiratorios que causan enfermedad”.

Lo que ocurre ahora se repetirá más veces

Pero algo en lo que también coinciden los expertos es que, si el 2019-nCoV no es el primer coronavirus preocupante, tampoco será el último. Según me contaba recientemente para un reportaje el virólogo de la Universidad de Texas A&M Benjamin Neuman, que lleva más de 20 años estudiando los coronavirus, “se sabe que hay un gran reservorio de coronavirus ahí fuera; los murciélagos, sobre todo, parecen tener una gran variedad de virus con el potencial de saltar a las personas o a otros animales”.

Y los coronavirus tienen una especial facilidad para dar estos saltos, ya que, añadía Neuman, “por razones desconocidas, parece que las espigas de los coronavirus son especialmente propensas a cambiar de una especie a otra” (la espiga, técnicamente peplómero, es la proteína que forma esas proyecciones exteriores en forma de corona, y que el virus utiliza como llave para entrar en la célula a través de otra proteína celular receptora que le sirve como cerradura).

Ilustración del coronavirus 2019-nCoV. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Ilustración del coronavirus 2019-nCoV. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

No es muy probable que esto pueda ocurrir “en cualquier otro lugar”

Con la presunta oleada de recelo u hostilidad hacia la comunidad china –presunta, porque algunos medios han informado de algún caso anecdótico tratando de presentarlo como una «oleada de xenofobia»–, se ha llegado a decir que la aparición de este virus en China es algo puramente casual, y que podía haber ocurrido en Soria o en Albacete.

Evidentemente, las especies salvajes de Soria o Albacete también albergan virus potencialmente zoonóticos (los que saltan de otros animales al ser humano), y los virus mutan también en Soria y Albacete. Pero no es casual que las nuevas zoonosis surjan preferentemente en países emergentes o en desarrollo; y cuando no ha sido así, el origen del virus se ha trazado también a países emergentes o en desarrollo. Durante la actual crisis del 2019-nCoV, expertos como la bióloga de la Universidad de East Anglia Diana Bell, especialista en reservorios de virus, han llamado la atención sobre la grave amenaza a la bioseguridad que representa el comercio de animales hacinados sin ningún tipo de control sanitario en los mercados de muchos países, un comercio alimentado por la superstición de que el consumo de ciertas especies salvajes cura las enfermedades o la impotencia.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un ejemplo contrario lo tenemos muy cerca de nosotros: el virus más parecido a un Ebolavirus que se ha encontrado jamás en el mundo apareció en murciélagos de una cueva asturiana. Aún no se sabe si el virus de Lloviu podría infectar a los humanos, aunque hasta ahora todas las pruebas de laboratorio indican que no hay motivos para pensar lo contrario. Pero de lo que sí estamos seguros es de que no ha surgido ningún brote de fiebre hemorrágica en Asturias.

Como me contaba el especialista en enfermedades emergentes Linfa Wang, de la Universidad de Duke en Singapur, que encontró coronavirus similares al del SARS en los murciélagos, no hay que demonizar a estos animales, ya que ellos han convivido pacíficamente con sus virus durante millones de años. Somos nosotros los que invadimos su hábitat y les damos caza, y por tanto es nuestra propia actividad humana la que causa las epidemias de virus emergentes. Erradicar la funesta tradición de los mercados de fauna salvaje y la superstición que la sostiene ayudaría a evitar situaciones como la que ahora padecemos.

El caso del coronavirus chino: preocupante y a la vez esperanzador

En poco más de un mes, el nuevo coronavirus chino 2019-nCoV ya ha recibido inmensamente más atención mediática y pública que el aún vigente brote de ébola en la República Democrática del Congo en casi año y medio. Y ello a pesar de que el segundo ya ha causado 2.237 muertes entre 3.416 casos (65% de mortalidad), mientras que el primero ha matado a 26 personas (datos de hoy) entre un millar de afectados que podrían subir hasta los 4.000, según el Centro de Análisis de Enfermedades Infecciosas Globales del Medical Research Council de Reino Unido.

No es una novedad, ni requiere explicación, ni por ello deja de ser triste, que los virus de por ahí abajo no preocupan siempre que no se les ocurra cruzar a este lado del Sáhara. Pero a primera vista resultaría curioso: aunque aún no se han publicado datos oficiales de la tasa de mortalidad del 2019-nCoV –un nombre provisional que en algún momento se sustituirá por el definitivo–, actualmente se maneja una cifra en torno a un 2% de los pacientes sintomáticos; podría ser menor si se descubriera que la condición asintomática es frecuente. Y en cambio, el ébola tiene una mortalidad de hasta el 90%. Por arrojar un dato de comparación, la gripe de 1918 mató a entre el 10 y el 20% de los infectados, mientras que la mortalidad de las gripes actuales es menor del 1%.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

Pero a segunda vista, lo cierto es que hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general. En primer lugar, y mientras que la posibilidad de transmisión del temible virus africano por el aire (aerosoles) aún es controvertida, en el caso del nuevo coronavirus chino parece confirmada, lo que apunta a un contagio fácil como el de una gripe. Y este es precisamente uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia.

Por otra parte, también suele señalarse que el ébola mata demasiado y demasiado deprisa, por lo que resulta más asequible localizarlo y contenerlo. El causante ideal de una futura pandemia global sería, dicen los expertos, un virus con síntomas más leves e inespecíficos, lo que dificultaría su reconocimiento, y con una mortalidad baja, lo que le daría ocasión de expandirse. Pero incluso con una letalidad de solo un 2%, su impacto podría ser devastador; pensemos que la gripe de 1918 infectó a la tercera parte de la población mundial. Si algo semejante llegara a ocurrir hoy, imaginemos lo que supondrían más de 300.000 víctimas mortales en una población como la española.

En resumen, el coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico. Y aunque en estos días a todos aquellos que tenemos una cierta relación con estos asuntos suelen preguntarnos si hay motivos para la preocupación, en realidad no se trata tanto de temer la posibilidad de que un virus como este pueda llevarnos al otro barrio a cada uno de nosotros en particular, sino de la perspectiva, que nadie puede descartar, de un azote global que deje una herida profunda en nuestro mundo, como lo hizo la gripe de 1918.

Al menos existe también una visión esperanzadora, y es la respuesta que se ha puesto en marcha. Sea cual sea el sentido de la flecha que define cuál es la causa y cuál el efecto, lo cierto es que la gran atención mediática ha venido acompañada por medidas rápidas, algunas de ellas sin precedentes, como las cuarentenas en ciudades y las cancelaciones de festivales. Nadie sabe aún si todo esto bastará para minimizar o contener el contagio. En este momento, ni el más experto de los expertos se atrevería a apostar cuál será el alcance de la epidemia de aquí a unos meses. Pero entre la comunidad científica y adláteres circula ya desde hace años la idea de que la pregunta no es si la nueva gran pandemia llegará, sino cuándo. Y ya iría siendo hora de que todos empezáramos a tomarnos interés por lo verdaderamente preocupante.

¿Y si el virus de Lloviu no mató a los murciélagos?

En mi entrada anterior resumí la historia del virus de Lloviu, ese pariente próximo del ébola que se describió en 2011 en cadáveres de murciélagos de una cueva asturiana, aunque aún no se conoce dónde pudo originarse –tal vez en Francia, han propuesto los científicos–. Como ya conté, ocho años después aún son muchas las preguntas pendientes sobre este virus; la de interés más general, si supone una amenaza para nosotros.

Pero antes de continuar, uno debe reconocer sus propios errores u omisiones. En mis artículos anteriores sobre el virus he mencionado a Anabel Negredo y Antonio Tenorio, investigadores del Centro Nacional de Microbiología del Instituto de Salud Carlos III (CNM-ISCIII) que han llevado gran parte del protagonismo en la detección del virus. Pero pasé por alto otra referencia esencial de esta historia, o más bien su raíz: el proyecto VIROBAT.

O, mejor dicho, proyectos, ya que son cuatro los que hasta ahora se han encadenado desde 2007 bajo la dirección del virólogo Juan Emilio Echevarría, responsable del Laboratorio de Rabia del CNM-ISCIII. VIROBAT es un programa multidisciplinar de identificación de virus en murciélagos ibéricos que ha implicado a diversos laboratorios en sus distintas líneas. El propio laboratorio de Echevarría identificó en 2013 el lyssavirus de Lleida, una variante de la rabia, mientras que la línea que llevó a la detección del lloviu gracias a las muestras de VIROBAT fue desarrollada en el Laboratorio de Arbovirus y Enfermedades Víricas Importadas del CNM-ISCIII, dirigido entonces por Tenorio y posteriormente por Mari Paz Sánchez-Seco. No solo debemos reconocer públicamente el trabajo científico que se hace en este país, sino también los nombres de quienes lo hacen posible.

Un murciélago de cueva Miniopterus schreibersii, la especie en la que se encontró el virus de Lloviu. Imagen de Steve Bourne / Wikipedia.

Un murciélago de cueva Miniopterus schreibersii, la especie en la que se encontró el virus de Lloviu. Imagen de Steve Bourne / Wikipedia.

El penúltimo trabajo sobre el lloviu hasta la fecha nos llega también del ISCIII, en colaboración con los investigadores estadounidenses que participaron en la identificación inicial del virus. Y sus conclusiones son interesantes, aunque aún continúan dejando preguntas en el aire que deberán esperar a nuevos estudios.

Como expliqué anteriormente, varios de los filovirus –la familia del ébola y el lloviu– que son letales para los humanos se han encontrado en murciélagos vivos y sin síntomas de enfermedad, lo que ha permitido despejar una incógnita clave sobre estos virus: su reservorio, o los animales que mantienen los virus en circulación y de los que ocasionalmente surgen los brotes que afectan a nuestra especie.

En cambio, el lloviu se encontró en murciélagos muertos. Lo cual no implica necesariamente que el virus matara a estos animales, algo de lo que no existen pruebas. Pero si fuera así y el lloviu fuese letal para los murciélagos, este virus se convertiría en una rareza dentro de su familia, y su reservorio debería buscarse entonces en otras especies, tal vez insectos o garrapatas. Aclarar estas dudas seguiría sin aportar nada sobre los posibles efectos del lloviu en los humanos, pero sería un paso relevante para ir desvelando el ciclo vital del virus (si “vital” puede aplicarse a algo que muchos científicos no consideran realmente un ser vivo).

Para explorar estos interrogantes, en los últimos años los investigadores han tratado de encontrar rastros de la presencia del virus tanto en murciélagos vivos como en otras especies que están en contacto con ellos, desde los insectos hasta nosotros mismos. Sin embargo, el virus no ha vuelto a detectarse de forma directa en otros animales, ni vivos ni muertos, salvo en una única ocasión: en 2016 se localizó en cadáveres de murciélagos hallados en el otro extremo de Europa, en Hungría.

Pero existe otra posibilidad, y es la detección del rastro que el virus haya podido dejar en el sistema inmunitario de los animales que en algún momento han estado infectados. Utilizando esta vía, un nuevo estudio en la revista Viruses, encabezado por Eva Ramírez de Arellano y dirigido por Negredo, ofrece una respuesta: el virus está circulando en los murciélagos de cueva, pero no en otras especies de murciélagos ni en los humanos.

Los científicos han analizado la sangre de hasta 60 ejemplares vivos de la especie Miniopterus schrebersii, el murciélago de cueva en el que se encontró el virus. Para aumentar la probabilidad de que estos animales hubieran estado expuestos al virus, los ejemplares fueron recogidos en 2015 en las mismas cuevas de Asturias y Cantabria donde se descubrió el lloviu. Al mismo tiempo, han examinado la sangre de un grupo de personas que también han estado en contacto con estos murciélagos, se supone que científicos dedicados al estudio de estos animales. Como control negativo, se han añadido muestras de murciélagos de otra especie diferente capturados en Huelva, lejos del brote original de lloviu.

Los resultados muestran que uno de cada tres murciélagos de cueva analizados, el 36,5%, lleva anticuerpos contra el lloviu, lo que confirma que estos animales contrajeron la infección en algún momento y, sin embargo, continúan vivos. Por el contrario, esta respuesta inmunitaria contra el virus no se ha encontrado en los humanos ni en los murciélagos de Huelva.

Estos datos indican que el brote original del lloviu no fue una rareza, sino que el virus está circulando de forma habitual entre los murciélagos de cueva. Sin embargo, no puede afirmarse que la presencia de los anticuerpos en animales vivos demuestre la no letalidad del virus para los murciélagos; del mismo modo que las personas que han contraído el ébola y han vivido para contarlo llevan anticuerpos en su sangre, podría ser que los murciélagos analizados sean los afortunados supervivientes de una epidemia mortal de lloviu.

Así, los investigadores escriben en su estudio que los resultados “disocian la circulación del lloviu como la causa de las muertes previamente reportadas”, pero es ahí hasta donde pueden llegar con los datos actuales. No obstante, encuentran un sospechoso parecido entre la proporción de animales seropositivos en su población y los niveles en las especies de murciélagos que sirven como reservorios del ébola y el marburgo, por lo que dejan entrever la idea de que quizá la dinámica del lloviu sea similar a la de estos virus; es decir, que infecte a los murciélagos sin matarlos.

Reconstrucción del virus del ébola. Imagen de Wikipedia.

Reconstrucción del virus del ébola. Imagen de Wikipedia.

Por último, el hecho de que no se hayan encontrado anticuerpos contra el lloviu en las personas que están en contacto con los murciélagos nos ha dejado sin la respuesta a la principal pregunta sobre este virus. En 1989 se detectó en Reston, Virginia (EEUU), una enfermedad mortal que afectaba a unos monos importados de Filipinas. Los investigadores descubrieron que el culpable era un filovirus muy similar al ébola, pero pronto se descubrió que era inofensivo para los humanos. Se encontraron anticuerpos en algunas personas que habían manejado los animales y que obviamente habían contraído el virus sin padecer síntomas.

Si el nuevo estudio sobre el lloviu hubiera detectado anticuerpos en algunas de las personas analizadas, probablemente podría concluirse que es un caso similar al virus de Reston: un patógeno para otras especies que no entraña riesgo para los humanos. Pero dado que no ha sido así, aún seguimos a oscuras sobre la peligrosidad del virus. Estudios anteriores sugieren que aparentemente el lloviu sería capaz de infectar células humanas por un mecanismo similar al ébola, por lo que hasta ahora no hay motivos para pensar que pueda ser un virus de contagio más difícil que su primo africano.

A falta de aislar el virus para poder trabajar directamente con él y responder a las preguntas pendientes, por el momento la única vía posible es fabricar sus trocitos a partir de su secuencia genética y estudiar qué hacen y cómo funcionan en sistemas in vitro. Decía más arriba que el nuevo estudio del ISCIII es el penúltimo, no el último; en días recientes se ha publicado además otro trabajo que ahonda un poco más en este prisma molecular del virus de Lloviu, y que aporta también una novedad sugerente. Próximamente, en este mismo canal.

Virus de Lloviu, el ‘primo europeo’ del ébola: aún más preguntas que respuestas

En 2002 comenzó una auténtica saga científica que todavía hoy tiene más preguntas que respuestas. El 17 de junio de aquel año, el biólogo Isidoro Fombellida informaba a sus compañeros de la Sociedad Española para la Conservación y el Estudio de los Murciélagos (Secemu) del hallazgo de numerosos cadáveres de estos animales en una cueva de Cantabria. De inmediato, a este primer informe se unían otros similares de Asturias, Portugal y Francia, en lo que parecía una enigmática y devastadora epidemia que afectaba específicamente a la especie Miniopterus schreibersii, el murciélago de cueva.

Unos meses después, en enero de 2003, el suceso quedaba reflejado en la revista Quercus. Los autores de aquel artículo, los miembros de la Secemu Juan Quetglas. Félix González y Óscar de Paz, contaban que la reunión entre los expertos y las autoridades estatales había resuelto dejar el caso en manos del laboratorio de referencia en enfermedades animales transmisibles a los humanos, el Centro Nacional de Microbiología del Instituto de Salud Carlos III (CNM-ISCIII), en Majadahonda.

En un primer momento los científicos del CNM-ISCIII sospecharon de un brote de rabia, pero los resultados de los análisis fueron negativos. Sin otra pista que olfatear, la misteriosa enfermedad de los murciélagos quedó en suspenso.

Un murciélago de cueva 'Miniopterus schreibersii', especie en la que se descubrió el virus de Lloviu. Imagen de Wikipedia.

Un murciélago de cueva ‘Miniopterus schreibersii’, especie en la que se descubrió el virus de Lloviu. Imagen de Wikipedia.

Un par de años después, el 30 de noviembre de 2005, la revista Nature publicaba un breve estudio dando cuenta de importantes novedades sobre un temible virus, el ébola. Por entonces este patógeno aún era casi un desconocido para el público. Desde 1976 se habían sucedido los brotes con terribles consecuencias para los afectados, pero muchos lo consideraban un problema africano. Por suerte, no todos: gracias a que el gobierno canadiense trabajaba en ello en 2003, cuando casi nadie más lo hacía, hoy tenemos una vacuna que ya se ha administrado a más de 90.000 personas, y sin la cual el brote iniciado en agosto de 2018 en la República Democrática del Congo, aún activo, podría haber sido mucho peor. Las vacunas no se crean de la noche a la mañana cuando el público las pide.

Uno de los interrogantes sobre el ébola era su reservorio animal, es decir, la especie en la que se oculta sin provocar graves síntomas cuando no está matando simios o humanos. Conocer el reservorio de los virus es clave de cara a su control, y en el caso del ébola aún era un misterio.

En Gabón y la República del Congo, un equipo internacional de científicos emprendió la laboriosa y arriesgada tarea de situar trampas en las zonas donde habían aparecido cadáveres de simios infectados por el ébola, con el fin de recoger los animales que podían actuar como reservorio y analizar la presencia del virus. Después de examinar más de 1.000 pequeños vertebrados, los científicos localizaron el reservorio del ébola en tres especies de mamíferos de la fruta, aportando un paso de gigante para poner cerco al virus letal.

Partícula del virus del Ébola fotografiada al microscopio electrónico y coloreada artificialmente. Imagen de NIH / dominio público.

Partícula del virus del Ébola fotografiada al microscopio electrónico y coloreada artificialmente. Imagen de NIH / dominio público.

Entre quienes leyeron aquel estudio se encontraba Antonio Tenorio, por entonces director del Laboratorio de Arbovirus y Enfermedades Víricas Importadas del CNM-ISCIII, donde se habían analizado los cadáveres de los murciélagos hallados en Cantabria y Asturias. Al desvelarse que estos mamíferos podían transmitir más enfermedades de las que hasta entonces se creía, Tenorio tuvo la idea de rescatar las muestras de aquellos animales y escrutarlas en busca de un posible material genético vírico que se pareciera a algo de lo ya conocido.

Pero Tenorio y su principal colaboradora, Anabel Negredo, jamás habrían sospechado lo que iban a encontrar en aquellos murciélagos: ébola. O eso parecía entonces: al comparar las secuencias parciales obtenidas con las bases de datos online de genomas virales, el resultado fue que eran idénticas a la del siniestro virus en un 75%; bastaba un 50% de semejanza genética para que un virus se considerara ébola. Sin embargo, aún era preciso secuenciar en su totalidad el virus de los murciélagos para establecer cuál era su grado de parecido general con el africano.

Aquello era mucho más que una alarmante rareza; era una auténtica bomba. Ni en Europa ni en ningún otro lugar fuera de África y Filipinas se había detectado en la naturaleza nada parecido al ébola (algunos virus de esta familia se descubrieron en Europa y EEUU, pero procedían de monos importados). Y sin embargo, aquel era también el momento en que el laboratorio español debía perder la exclusividad de su descubrimiento. El hallazgo de los científicos del CNM-ISCIII había dado un nuevo cariz a su investigación, pero ni su laboratorio ni ningún otro en este país estaba acreditado con el nivel de seguridad biológica 4, imprescindible para trabajar con patógenos tan peligrosos como el ébola. Así pues, Tenorio y Negredo se veían obligados a compartir su descubrimiento con otro centro en el extranjero que dispusiera de las instalaciones necesarias.

Gracias a la colaboración de los investigadores Ian Lipkin y Gustavo Palacios, entonces en la Escuela Mailman de Salud Pública de la Universidad de Columbia (EEUU), fue posible secuenciar casi en su totalidad el genoma de algo que finalmente resultaba ser diferente del ébola en solo una pizca más del 50%, lo suficiente para darle una identidad propia. Siguiendo la norma habitual en virología, el nuevo virus debía recibir el nombre del lugar donde fue descubierto; los cadáveres de murciélagos utilizados procedían de la cueva del Lloviu, en Asturias.

Por fin en octubre de 2011 un estudio encabezado por Negredo y Palacios como coautores principales, y codirigido por Lipkin y Tenorio, presentaba en sociedad el virus de Lloviu o LLOV, el primer filovirus –la familia del ébola– supuestamente originado fuera de África y Asia, el único en el nuevo género de los Cuevavirus, y más parecido al ébola que sus primos el marburgo y el ravn.

Desde entonces, tanto los descubridores originales del lloviu como otros investigadores han continuado avanzando hacia la conquista de los secretos de este intrigante patógeno, como he venido narrando en este blog con cada nuevo estudio que se publica. Pero la pregunta más acuciante aún sigue pendiente de respuesta: ¿es el lloviu una amenaza para los humanos?

La dificultad para responder a esta y otras innumerables preguntas sobre el lloviu estriba en que el camino de estas investigaciones es enormemente anfractuoso. Para estudiar un virus es indispensable poder manejarlo, pero los científicos estadounidenses no lograron aislarlo, y apenas queda algo de las muestras originales. Hace ahora un año, científicos húngaros describieron la reaparición del lloviu en el otro extremo de Europa, en cadáveres de murciélagos hallados en cavernas de Hungría en 2016. Pero una vez más, el virus asturiano se resistió a su aislamiento.

Así las cosas, los investigadores deben limitarse a reconstruir sus piezas moleculares a partir de la secuencia genómica conocida para después disfrazar con ellas a otros virus disponibles, como el ébola o incluso el VIH. El problema es que estos métodos no suelen ser suficientes para resolver incógnitas como la posible peligrosidad del virus para nuestra especie; no basta con fijarse en qué grado de parecido tienen esas diversas partes para predecir cómo se comportará un filovirus en los humanos o en otros animales. Para entender lo difícil que resulta responder a esta pregunta, conviene detenerse un momento en el complicado rompecabezas de los filovirus.

En los últimos años, esta familia se ha ampliado ya a seis géneros: a los Ebolavirus (ébola, sudán, taï forest, bundibugyo y reston), Marburgvirus (marburgo y ravn) y Cuevavirus (lloviu) han venido a añadirse los Striavirus (xilang) y Thamnovirus (huangjiao), que parecen infectar a los peces, y los Dianlovirus, representados hasta ahora solo por el virus de Mengla, descubierto en murciélagos chinos. Por otra parte, a los cinco Ebolavirus mencionados se ha sumado uno nuevo, el virus de Bombali, hallado en murciélagos de Sierra Leona.

Árbol evolutivo (filogenético) de la familia de los filovirus. Imagen de ICTV.

Árbol evolutivo (filogenético) de la familia de los filovirus. Imagen de ICTV.

Naturalmente, los distintos grupos representan un mayor o menor parecido genético: dos Ebolavirus se parecen más entre sí que un Ebolavirus y un Marburgvirus. Pero en cambio, estos grados de similitud no se aplican a los efectos o las enfermedades que provocan. Por ejemplo, los Ebolavirus son potencialmente letales para humanos y monos, pero no todos: el reston parece inofensivo para nosotros, no así para otros primates ni para los cerdos. Por otro lado, los Marburgvirus, más diferentes del ébola que el reston, son incluso más mortales para nosotros y los monos que el propio ébola.

En lo que respecta a los murciélagos, distintas especies parecen servir de reservorios tanto para los Ebolavirus como para los Marburgvirus. Los recientemente descubiertos mengla y bombali se han detectado en murciélagos vivos, lo que sugiere que estos virus pueden tener también su reservorio en estos animales. De modo que esto parecería una norma general para los filovirus… si no fuera porque el lloviu se encontró en murciélagos muertos, tanto en Asturias como en Hungría.

Pero ¿significa esto que el lloviu mata a los murciélagos, y que los animales hallados en las diferentes cuevas europeas murieron a causa del virus? ¿Significa que el lloviu es una rareza dentro de su familia al no utilizar estos animales como reservorio? ¿Significa que su reservorio debe buscarse en otras especies como los insectos o las garrapatas, una hipótesis que han manejado los investigadores del CNM-ISCIII? Y sobre todo, ¿qué significa todo esto de cara a los posibles efectos del lloviu en humanos?

Más preguntas que respuestas. El próximo día comentaré un par de nuevos estudios que no llegan a esclarecer las muchas incógnitas pendientes, pero que al menos apuntan nuevos datos sobre este virus aún tan desconocido, pero tan cercano a nosotros.

El Nobel de Química que murió en España

Los nombres de Santiago Ramón y Cajal y Severo Ochoa son hoy de sobra conocidos incluso para el ciudadano medio sin conocimientos de ciencia. Pero esto, más que un motivo para celebrar, es una razón para el sonrojo: son las dos únicas personas nacidas en España que han alcanzado el reconocimiento de un Nobel de ciencia.

El número de españoles ganadores de un Nobel de Literatura más que duplica esta cifra (cinco, para ser exactos). El historiador del CSIC Ricardo Campos, en un estudio sobre la eugenesia del franquismo (que conté en detalle aquí), escribía que el psiquiatra franquista Juan José López Ibor definía al hombre español como “estoico, sobrio, buscador de gloria militar y literaria, despectivo hacia la ciencia y la técnica e impasible frente la muerte”. Y así hemos llegado a donde estamos.

Para un estadounidense o un británico, aprenderse la lista de sus científicos laureados con el Nobel sería casi misión imposible. Y ni siquiera la diferencia entre su potencia científica y la nuestra es suficiente justificación: como conté aquí en una ocasión, España es el undécimo país en número de publicaciones científicas (de hecho, cuando lo conté éramos los décimos, pero la reciente edad oscura para la ciencia española nos ha hecho perder un puesto que será muy complicado volver a recuperar), pero se queda en un vergonzoso vigésimo séptimo lugar en número de premios Nobel de ciencia, a la altura de Luxemburgo o Lituania.

Wendell Meredith Stanley en 1946, el año en que ganó el Nobel de Química. Imagen de Wikipedia.

Wendell Meredith Stanley en 1946, el año en que ganó el Nobel de Química. Imagen de Wikipedia.

Todo lo anterior me ha venido al hilo del recuerdo de un episodio poco conocido, y es que si este país solo ha alumbrado dos Nobel de ciencia, en cambio ha matado a uno más. Es un decir, claro; en realidad fue su corazón lo que mató a Wendell Meredith Stanley el 15 de junio de 1971, unas horas después de pronunciar una conferencia en la Universidad de Salamanca. Al día siguiente, 16 de junio, el diario ABC (que daba la noticia a toda página bajo el epígrafe “vida cultural”) contaba que Stanley, profesor de la Universidad de Berkeley y Nobel de Química en 1946, había fallecido de madrugada a la edad de 67 años por un infarto de miocardio en su alojamiento, el Colegio Fonseca.

Stanley había viajado a Barcelona con motivo de un congreso científico en compañía de Severo Ochoa, con quien mantenía amistad, y había sido invitado a Salamanca por el bioquímico Julio Rodríguez Villanueva, quien antes de la conferencia de Stanley advirtió de que “las preguntas que formularan al premio Nobel se le hicieran despacio, a causa de que había sufrido varios ataques al corazón”, contaba ABC. La preocupación de Villanueva no pudo ser más premonitoria.

Pero ¿quién era Wendell Meredith Stanley? Resulta curioso que para un país como EEUU un Nobel de ciencia sea algo tan de andar por casa que algunos de ellos sean casi unos completos desconocidos. Fuera de los círculos de la microbiología y la biología molecular (y tal vez dentro), el nombre de Stanley solo invita a encoger los hombros, e incluso su página en la Wikipedia inglesa no le dedica más de cuatro o cinco párrafos.

Casi oculto, Wendell Stanley asoma la cabeza al fondo de esta foto tomada en la Casa Blanca en 1961, durante un encuentro con científicos del presidente John F. Kennedy. Imagen de White House / Wikipedia.

Casi oculto, Wendell Stanley asoma la cabeza al fondo de esta foto tomada en la Casa Blanca en 1961, durante un encuentro con científicos del presidente John F. Kennedy. Imagen de White House / Wikipedia.

Y sin embargo, podríamos decir que Wendell Stanley fue nada menos que el descubridor de los virus. Para los iniciados en el tema esta afirmación puede ser discutible, pero démosle la vuelta: si hubiera que nombrar a un solo científico/a como descubridor de los virus, ¿quién merecería este título más que Wendell Stanley?

En la segunda mitad del siglo XIX el francés Louis Pasteur y el alemán Robert Koch sentaron la teoría microbiana de la enfermedad, según la cual las infecciones estaban provocadas por los microbios. Pasteur, Koch y otros científicos comenzaron a identificar las bacterias responsables de numerosas enfermedades, y las infecciones dejaron de ser un misterio a medida que iban cayendo una tras otra bajo el microscopio de los investigadores.

Pero una se les resistía: la rabia. Nadie era capaz de aislar bajo las lentes una bacteria a la que culpar de la rabia. Lo mismo ocurría con ciertas enfermedades de las plantas, en las cuales los investigadores buscaban causas bacterianas al hilo de los trabajos de Pasteur y Koch, pero sin éxito. Uno de estos científicos era el químico alemán Adolf Mayer, que en 1886 describió una plaga a la que denominó mosaico del tabaco, que arruinaba las hojas de esta planta entonces tan apreciada. Mayer extraía savia de una planta afectada y la inoculaba en un ejemplar sano, observando que la enfermedad se transmitía. Pero cuando estudiaba la savia al microscopio, no encontraba nada.

Mayer y otros investigadores, como el ruso Dmitri Ivanovsky, descubrieron que el misterioso causante del mosaico del tabaco era algo capaz de atravesar no solo un papel de filtro, sino también unos filtros de porcelana inventados por el francés Charles Chamberland y que servían para limpiar un líquido de bacterias. ¿Qué era lo que causaba aquella infección del tabaco?

La teoría de la época suponía que se trataba de una toxina o de una bacteria diminuta, hasta que en 1898 el holandés Martinus Beijerinck se atrevió a aventurar que aquella enfermedad del tabaco estaba causada por otro tipo de agente infeccioso que no era una bacteria, al que llamó “virus”, “veneno” en latín, un término que ya se había empleado siglos antes en referencia a agentes contagiosos desconocidos. Beijerinck acertó al sugerir que el virus era algo más o menos vivo (no como una toxina), ya que solo afectaba a las células que se dividían. Pero se equivocó al proponer que era de naturaleza líquida.

A partir de los experimentos de Beijerinck, los microbiólogos comenzaron a llamar “virus” a todo agente infeccioso invisible al microscopio y que atravesaba los filtros. El primero en detectarse en animales fue el de la fiebre aftosa, y después llegaron los humanos, el de la fiebre amarilla, la rabia, la viruela y la poliomielitis. Pero aunque ya era de conocimiento común que todas estas enfermedades eran víricas, en realidad aún no se tenía la menor idea sobre qué y cómo eran estos virus. Aún se seguía admitiendo generalmente que no eran partículas, sino misteriosos líquidos infecciosos, una especie de veneno vivo.

Aquí es donde entra nuestro Stanley. En la década de los 30 apareció el microscopio electrónico, una herramienta que permitía hacer visible lo invisible al microscopio óptico tradicional. Y con el potencial que ofrecía esta nueva tecnología, en 1935 Stanley se propuso destripar de una vez por todas la naturaleza del virus del mosaico del tabaco, emprendiendo uno de esos trabajos penosos que alguien tenía que hacer en algún momento: despachurró una tonelada de hojas de tabaco, extrajo su jugo, lo purificó, y de todo ello finalmente obtuvo una exigua cucharadita de polvo blanco. Pero allí estaba el virus del mosaico del tabaco, una especie de minúsculo ser con forma alargada que seguía siendo infectivo incluso cuando estaba cristalizado; es decir, lo que llamaríamos más o menos muerto.

El virus del mosaico del tabaco al microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

El virus del mosaico del tabaco al microscopio electrónico. Imagen de Wikipedia.

En realidad fueron otros investigadores los que después obtuvieron las primeras imágenes de microscopía electrónica del virus del mosaico del tabaco, y Stanley se equivocó en algunas de sus hipótesis, como cuando propuso que el virus solo estaba compuesto por proteínas. Pero no solo su virus fue realmente el primer virus que ya era algo más que un nombre, sino que aquella extraña capacidad de infectar incluso cuando estaba cristalizado descubrió para la ciencia el rasgo fundamental de los virus, y es que no son exactamente seres vivos, o al menos no como los demás. Pero esta ya es otra historia.