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Por qué es importante llamar al negacionismo por su nombre

Hace unos días un famoso periodista de radio, conductor de uno de los programas de mayor audiencia de la mañana, criticaba con sarcasmo el término del uso «negacionismo» aplicado a quienes no creen en la existencia del virus de la cóvid o en la eficacia de las vacunas. El periodista en cuestión no pertenece a estos grupos, pero venía a decir que el único «negacionismo» admisible es el original del término, relativo al Holocausto, y ridiculizaba el uso de la palabra que según él se ha puesto de moda ahora en referencia a la pandemia y, por extensión, a casi cualquier otra cosa. Para el periodista, esto venía a ser una frivolización del término que daña el que él creía el único uso válido.

El nombre del periodista es lo de menos, ya que no se trata aquí de rebatir una opinión personal; cada uno es muy libre de decidir qué usos del término «negacionismo» le gustan y cuáles no, tanto como cada cual tiene perfecto derecho a odiar que se llame sujetador al sostén o sostén al sujetador. Pero sí se trata aquí de desmentir una idea equivocada, y es que ese término ha saltado desde el Holocausto a la cóvid por alguna especie de capricho, moda o jerga política.

El negacionismo, la idea, tiene una larguísima historia detrás en el campo de la ciencia. El negacionismo, el término, tiene una historia detrás en el campo de la ciencia, no tan larga, pero sí muy analizada, discutida y publicada. Aplicarlo a la cóvid es solo una extensión natural de su aplicación histórica a otros casos de negacionismo de la ciencia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Pintada negacionista de la COVID-19. Imagen de Urci dream / Wikipedia.

Es cierto que algunas fuentes citan el primer uso de la palabra «negacionismo» como referido al Holocausto en el libro de 1987 El síndrome de Vichy, del historiador francés Henry Rousso, quien definía el négationnisme como una negación del Holocausto políticamente motivada, a diferencia del revisionismo histórico legítimo basado en el estudio de los hechos. Este tipo de negacionismo histórico se ha aplicado a otros muchos casos, y suele citarse el libro de 2001 del sociólogo Stanley Cohen States of Denial como la fuente académica de referencia en la psicología de la negación referida al sufrimiento humano, la opresión y la injusticia (aunque Cohen empleaba el término «negación», no «negacionismo»).

Pero, en la ciencia empírica, el negacionismo ha seguido su propio camino. Es difícil saber cuándo se utilizó por primera vez y quién lo hizo; ni siquiera expertos como el sociólogo Keith Kahn-Harris han sido capaces de clavar una chincheta en su origen concreto. La versión inglesa del término, denialism, se imprimió por primera vez en el diccionario Merriam-Webster en 1874, casi 70 años antes del genocidio nazi, con la siguiente definición: «La práctica de negar la existencia, verdad o validez de algo a pesar de las pruebas o fuertes evidencias de que es real, verdadero o válido«. Los ejemplos que recoge este diccionario sobre el uso de la palabra son todos relativos al negacionismo de la ciencia.

La negación de la ciencia es casi tan antigua como la propia ciencia. El caso de Galileo es un ejemplo temprano y paradigmático, como repasaba el astrofísico Mario Livio en su libro Galileo: And the Science Deniers. Después se han sucedido infinidad de casos: la sepsis, la teoría microbiana de la enfermedad, la evolución biológica, los efectos del DDT, del plomo en la gasolina o del tabaco, las vacunas en general, el VIH/sida, el cambio climático o, el último, la COVID-19.

Todos estos casos se han analizado y estudiado en el mundo de la ciencia durante décadas, aunque el desarrollo del concepto de negacionismo de la ciencia comenzó sobre todo con los trabajos de Mark y Chris Hoofnagle y con el libro de 2009 de Michael Specter Denialism: How Irrational Thinking Hinders Scientific Progress, Harms the Planet, and Threatens Our Lives (Negacionismo: Cómo el pensamiento irracional obstaculiza el progreso científico, daña el planeta y amenaza nuestras vidas).

Es cierto que no a todo el mundo tiene por qué gustarle el uso del negacionismo aplicado a la ciencia, pero a menudo se cometen errores cuando se juzga el negacionismo de la ciencia desde fuera de la ciencia. Por ejemplo, a Cohen no le gustaba; como refería el criminólogo Willem de Haan en el libro Denialism and Human Rights, para Cohen no era lo mismo una realidad histórica como el Holocausto que el cambio climático, «una predicción científica de lo que probablemente ocurrirá en el futuro«, escribía De Haan, añadiendo que «en el caso del cambio climático, hay y debería haber espacio para un respetable escepticismo científico«.

Doble error: por un lado, aplicar a la predicción científica el concepto popular de la predicción. En la calle, una predicción es algo que uno cree que va a ocurrir o puede ocurrir en el futuro, basándose en lo que a cada uno le apetezca basarse. En ciencia, una predicción es algo muy diferente: es el resultado de uno o varios modelos matemáticos bajo unas determinadas condiciones, de modo que el resultado no tiene por qué estar restringido a un marco temporal concreto, ni mucho menos futuro; por ejemplo, un modelo científico predice cómo los cuerpos caen siempre; otro modelo científico predice el nivel de oxígeno en la atmósfera hace 200 millones de años. En el caso del cambio climático, los modelos predicen cómo ha evolucionado el clima desde la Revolución Industrial, en el pasado, en el presente y en el futuro. No es lo que dice De Haan.

El segundo error, muy común, es confundir escepticismo con negacionismo. Como contaba en 2011 en el Bulletin of the Atomic Scientists (los del reloj del apocalipsis) el historiador de la física Spencer Weart, cuando en 1896 (sí, en el siglo XIX) se advirtió por primera vez sobre el cambio climático, durante décadas hubo muchos científicos expertos en el clima que se mostraron escépticos; querían más pruebas para creer que aquello era real.

El escepticismo es una cualidad esencial en cualquier científico. Un científico debe mostrarse escéptico incluso ante sus propias hipótesis y sus propios resultados. Solo cuando el volumen de pruebas es abrumador es cuando se llega a un consenso. Pero como con la predicción, tampoco el consenso en ciencia significa lo mismo que en la calle: como escribía en la revista digital de la Universidad de Auckland The Big Q la psicóloga Fiona Crichton, experta en negacionismo de la ciencia, «es desafortunado que en el lenguaje común el consenso se use también para referirse a un acuerdo político, un compromiso o una llamada a la opinión popular, lo que puede llevar a confusión sobre el rigor que subyace a un consenso científico. Los científicos no están negociando una postura o alcanzando un compromiso para llegar a un acuerdo«. «Es importante que, cuando pensamos en el consenso, consideramos la posición de los expertos relevantes, no lo que el público en general piensa o ni siquiera lo que cada científico cree; se refiere a las conclusiones a las que han llegado los científicos en el campo relevante«. En el caso del clima, este consenso científico se alcanzó en 1989, según Weart.

Así, desde el momento en que existe un consenso científico, se acaba el recorrido del escepticismo y empieza el del negacionismo. «En un momento ya no hay escépticos, quienes tratan de ver todos los ángulos del caso, sino negadores, cuyo único interés es sembrar la duda sobre lo que otros científicos han acordado que es cierto«, escribía Weart. Los negacionistas a menudo se llaman a sí mismos escépticos, pero están jugando con cartas trucadas; no hay espacio para el escepticismo cuando existe un consenso científico. El negacionismo se define precisamente por su diferencia con el escepticismo. Como escribía Specter en el libro citado arriba, «los negacionistas reemplazan el riguroso escepticismo de la ciencia, de mantener la mente abierta, con la inflexible certeza de un compromiso ideológico«. Según Kahn-Harris, «donde la negación es el rechazo a mirar a la verdad a la cara, el negacionismo es una estrategia sistemática de desinformación. El ‘ismo’ indica el intento consciente de engañar al público para que crea que hay un debate científico, cuando no existe«.

A menudo ocurre que a quienes no les gusta el término «negacionismo» es a los propios negacionistas. Ocurre lo mismo con la pseudociencia. Como escribía el historiador de la ciencia Michael Gordin en su libro de 2012 The Pseudoscience Wars, «nadie en toda la historia del mundo se ha identificado jamás a sí mismo como un pseudocientífico. No existe una persona que se levante por la mañana y piense, voy a mi pseudolaboratorio a hacer algunos pseudoexperimentos para tratar de confirmar mis pseudoteorías con pseudodatos«.

Del mismo modo, la periodista Celia Farber no se autoidentificaba como negacionista a pesar de que en 2006 escribía un artículo en la revista Harper’s Magazine en el que daba pábulo a las teorías negacionistas del VIH/sida del biólogo molecular Peter Duesberg, del expresidente de Sudáfrica Thabo Mbeki y otros. Farber criticaba el uso del término «negacionismo», alegando que equivalía a comparar moralmente el escepticismo sobre el VIH/sida con la negación de la masacre de seis millones de judíos por los nazis.

El artículo fue respondido por otro firmado por un grupo de científicos liderado por el codescubridor del VIH Robert Gallo, que desgranaba todos los errores del texto de Farber. Y escribían Gallo y sus colaboradores: «De forma análoga al negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es un insulto a la memoria de aquellos que han muerto de sida, así como a la dignidad de sus familias, amigos y supervivientes. Como con el negacionismo del Holocausto, el negacionismo del sida es pseudocientífico y contradice un inmenso cuerpo de investigación«. En su libro, Specter escribía: «Los que niegan el Holocausto y los negacionistas del sida son intensamente destructivos, incluso homicidas«; en 2008 algunos estudios estimaron que la política negacionista del sida de Mbeki en Sudáfrica, que prohibió el uso de antirretrovirales en los hospitales públicos, causó la muerte prematura de más de 330.000 enfermos.

Por todo lo dicho, es importante continuar llamando negacionismo al negacionismo, incluso si, como escribía en The Scientist la investigadora de la Academia de Ciencias de Nueva York Kari Fischer después de la celebración de un congreso sobre negacionismo de la ciencia —sí, incluso hay congresos sobre esto—, etiquetar a alguien como negacionista solo consigue que se atrinchere aún más. Porque dejar de llamar negacionistas a los negacionistas es caer en la trampa que ellos pretenden tender. «Negacionista» no es un insulto, no es una difamación; es simplemente una descripción, de acuerdo a una definición aplicada en el campo de la ciencia. Y no querer llamar a las cosas por su nombre es también, en cierto modo, una forma de negacionismo.

Por qué en 40 años no tenemos vacunas del sida, y sí de COVID-19 en unos meses

En junio de 1981 el boletín del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU publicaba la descripción de cinco pacientes de Los Ángeles con neumonías graves, dos de ellas letales, causadas en hombres jóvenes y sanos por un hongo llamado Pneumocystis carinii (hoy P. jirovecii), que normalmente solo ataca a personas seriamente inmunodeprimidas. Aquella fue la primera publicación científica de casos de sida/VIH. Cuarenta años después, revistas como The Lancet o The New England Journal of Medicine están conmemorando este aniversario y repasando lo ocurrido y no ocurrido en estos cuatro decenios.

(Abro aquí un paréntesis para destacar algo que debería alimentar la cultura científica de quienes creen en teorías conspiranoicas sobre el origen del actual coronavirus de la COVID-19 porque «es un virus nuevo» que «ha surgido de repente» y «todavía no se sabe de dónde ha salido».

Puede decirse que hoy, 40 años después de los primeros casos descritos de sida, el conocimiento sobre el origen del VIH sigue más o menos en el mismo punto en el que está ahora el del origen del SARS-CoV-2 desde el primer momento de la pandemia: en ambos casos se sabe cuáles son los probables ancestros del virus (una cepa concreta del SIV en un caso, RaTG13 en el otro) y sus huéspedes no humanos (primates no humanos, murciélagos). Se tardó 18 años (1999) desde los primeros casos descritos de sida en encontrar en chimpancés un virus suficientemente igual al VIH como para proponerlo como ancestro directo, pero aún no se considera probado que el virus saltara directamente de los chimpancés a los humanos. Cuarenta años después, se sigue investigando el origen del VIH.

Por otra parte, en el caso del sida hoy se calcula que el virus apareció entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, que comenzó a infectar a los humanos en la década de 1920 en el antiguo Congo Belga, y que desde entonces provocó varios brotes que solo con el tiempo se han asignado a probables casos de sida; el más temprano del que hay confirmación empírica con muestras de sangre tuvo lugar en 1959 en el Congo. Hay constancia de que el VIH estaba presente en EEUU en los años 60, sospechas de que ya en los 50 y posibilidades de que en los 40 o incluso antes. Las revisiones científicas modernas de antiguos casos clínicos han encontrado numerosos probables casos de sida décadas antes de que la enfermedad fuera formalmente descrita.

¿Que hubo tres trabajadores del Instituto de Virología de Wuhan con posibles síntomas de COVID-19 en noviembre de 2019? ¿Un mes antes de que se reconociera formalmente la enfermedad? ¿Que esto es un indicio de que el virus salió de aquel laboratorio? ¿En serio? Para el sida, hay casos confirmados más de 20 años antes, y casos probables hasta medio siglo antes).

Entre lo ocurrido en estos 40 años de sida, lo más destacable es que hoy ya no es una enfermedad letal para quien tenga acceso a los tratamientos. En ese camino quedaron 35 millones de vidas. Y aún siguen y seguirán quedando las de aquellos que no tienen acceso a los tratamientos.

Y entre lo no ocurrido, naturalmente, destaca sobre lo demás el hecho de que aún no tenemos una vacuna. Pero ¿por qué con la COVID-19 hemos tenido varias en solo unos meses, y con el sida aún no tenemos ni una sola en 40 años?

Ilustración del virus VIH liberándose de una célula infectada. Imagen de Bette Korber at Los Alamos National Laboratory / Wikipedia.

Ilustración del virus VIH liberándose de una célula infectada. Imagen de Bette Korber at Los Alamos National Laboratory / Wikipedia.

No es que no se haya buscado. De hecho, ha sido el objeto de innumerables grupos de investigación en todo el mundo durante décadas; según recuerda en The Lancet el epidemiólogo Chris Beyrer, el esfuerzo científico contra el sida fue el mayor de la historia dedicado a una sola enfermedad hasta la COVID-19. El primer ensayo clínico de una vacuna comenzó en 1987; siete años después de la descripción de los primeros casos, pero solo tres años después de que se confirmara el agente viral del sida, y solo un año después de que el virus recibiera su nombre definitivo de VIH. Desde entonces se han emprendido al menos cinco grandes ensayos clínicos en fase 3 de vacunas del sida. Ninguno de ellos ha resultado hasta ahora en una vacuna funcional y segura.

La razón es sencilla, y es puramente técnica. Y es que si la COVID-19 es el sueño de todo creador de vacunas, el sida es la peor pesadilla.

Dejando aparte la gran tragedia que ha supuesto la COVID-19 para la humanidad, si hubiera sido posible escribir una carta a los Reyes Magos pidiendo, de entre todos los que podían llegarnos, un virus concreto para una pandemia, ese virus habría sido algo muy parecido al SARS-CoV-2: un virus que muta relativamente poco en comparación con otros como las gripes, de cadena única (la gripe lleva su genoma repartido en trozos, lo que facilita su recombinación), que en principio no se integra en el genoma (aunque puede ocurrir en algunos casos) y que además lleva una diana bien dibujada en todo el lomo: su proteína Spike (S), vital en la infección del virus y muy antigénica, capaz de disparar una fuerte respuesta de anticuerpos y otros componentes inmunitarios. La inmensa mayoría de las vacunas que hoy existen contra la COVID-19 no han necesitado más que esta única proteína S, suministrada al organismo de una u otra forma, para producir una respuesta inmune eficaz incluso contra variantes mutadas en esa misma proteína S.

En comparación, el VIH es la tormenta perfecta de los virus. De hecho, es curioso –bueno, en realidad no– que la conspiranoia no se haya centrado tanto en el VIH como virus de diseño, porque bien podría parecerlo; todo lo contrario que el virus de la COVID-19, un torpe invento subóptimo de la naturaleza que sería un cero en un examen de diseño de armas biológicas. El 99% de los infectados de COVID-19 se curan; con el VIH, sin tratamiento, nadie sobrevive.

Existen sobre todo dos razones principales que convierten al VIH, recordando la famosa cita de Alien, en un feroz hijo de puta. Primero, ataca al sistema inmune, precisamente el encargado de combatir los virus. Recordemos una vez más que una vacuna no es un EPI, no es una barrera. En general, las vacunas no suelen impedir la infección (algunas sí lo hacen, pero no es la norma), sino que impiden la replicación del virus una vez que ha entrado en el organismo y se encargan de aniquilar las células infectadas. Pero todo esto lo hace el sistema inmune. Y lo que hace el VIH es precisamente atacar el sistema inmune, y no una cualquiera de sus piezas, sino un hub del que depende todo, su principal centro de inteligencia, las células T helper CD4+. Si uno quisiera diseñar un virus para hackear el sistema inmune, este sería sin duda el mejor objetivo.

Pero hay algo más, y es que el VIH es un retrovirus, segunda razón. Al contrario que el SARS-2 y otros virus de ARN, que utilizan este intermediario desechable solo para producir sus proteínas, los retrovirus copian su información genética a un ADN que se hace un hueco en los propios cromosomas de la célula, se integra y se queda a vivir allí. Una vez que el VIH ha entrado en el organismo, ya forma parte de uno mismo. Incluso con un sistema inmune competente, deshacerse de un virus integrado en el genoma es muy improbable. De hecho, entre un 5 y un 8% del genoma humano está formado por pedazos de ADN que originalmente eran retrovirus, que infectaron a nuestros ancestros incluso mucho antes de la aparición del linaje humano, y allí se quedaron. Pero si además el virus neutraliza el sistema inmune, no hay salida posible.

Por si esto fuera poco, el VIH tiene además otras armas que lo convierten en un auténtico Terminator, una perfecta máquina de matar. Su variabilidad genética es increíble. Pensemos que todos los virus mutan constantemente. Incluso en uno de mutación lenta como el SARS-2, un nuevo estudio calcula que entre todos los viriones (partículas virales) presentes en una sola persona infectada se encuentran todas las posibles sustituciones de cada una de las bases o nucleótidos del genoma del virus; dicho de otro modo, y frente a la idea popular equivocada de que hay por ahí cuatro o cinco variantes del virus, cada paciente lleva dentro de sí al menos 30.000 variantes distintas.

Pues bien, el SARS-2 es un virus relativamente invariable en comparación con los de la gripe. Y resulta que una sola persona infectada con el VIH lleva en su interior más variantes del virus de las que circulan por todo el mundo en todas las personas infectadas de gripe a lo largo de toda una temporada. A mayor variabilidad, mayor evasión del sistema inmune; el VIH es un artista del disfraz, el virus de las mil caras.

Y aún hay más: de todos los virus conocidos, la proteína Env del VIH, la que utiliza para infectar (a grandes rasgos equivalente a la S del coronavirus), es la que más azúcares lleva cubriendo su estructura proteica. El virus utiliza estos azúcares para camuflar sus antígenos y así escapar al reconocimiento de los anticuerpos generados por el sistema inmune.

En resumen, todo esto hace del VIH un virus casi invacunable. Pero ni siquiera todos los fracasos anteriores han servido para disuadir a los científicos de continuar en esta lucha. Los ensayos de vacunas prosiguen probando nuevas estrategias sofisticadas, combinando antígenos capaces de generar anticuerpos ampliamente neutralizantes o que puedan actuar contra los azúcares de la cubierta, o bien buscando activar las células T funcionales que puedan acabar con las infectadas. Periódicamente estos experimentos nos ofrecen noticias esperanzadoras, aunque también nuevos fracasos; el historial de promesas que quedaron en nada invita a la la prudencia. Los investigadores confían en que el nuevo impulso a las tecnologías de vacunas propiciado por la pandemia de COVID-19 ayudará también a acelerar el paso hacia aquello por lo cual los Rodríguez brindaban hasta la cirrosis, la vacuna del sida.

Dexter Holland (The Offspring), investigador del VIH

Según esa maldita efigie popular y estereotipada, el científico es un tipo/a físicamente mal acabado como un Lada de los 70, incapaz de conjuntar los calcetines y con una inteligencia social tan ínfima como elevado es su genio intelectual. Y que posiblemente cantaría de memoria todas las Lieder de Schubert, pero que no tiene la menor idea de quién era Lou Reed.

Este absurdo tótem ya no solo se perpetúa en películas y series de televisión, sino que llega hasta Clan, el canal infantil de TVE: un personaje llamado Doctor Einstein, por otra parte muy simpático, deja clara la elección a los niños desde que son pequeñitos: o eres guay, o eres científico.

Nombres como el de Brian May, cuyo caso conté ayer, suelen adornar listas de curiosidades sobre celebrities o estrellas del rock. Por algún motivo, parece que al presentar estos casos como rarezas se declara explícitamente que el rock y el trabajo intelectual de la ciencia se contemplan como mundos incapaces de encontrarse.

Todo lo cual, como sabe cualquiera que haya habitado el ecosistema de la investigación, es un mito sin ningún fundamento en la realidad. De hecho, incluso podría decirse que entre los científicos existe una especial inclinación a hacer ruido con instrumentos; es decir, a los géneros musicales más decibélicos, como el heavy o el punk en todas sus formas y variaciones. Aunque por supuesto, no todos convierten ese ruido en algo que merezca la pena escuchar, y solo a unos pocos les lleva a alcanzar una fama impensable desde el laboratorio.

Y en concreto, biología y punk parecen entrelazarse misteriosamente en un buen número de casos; pero sobre todo en un trío de ases, los tres californianos de nacimiento o de adopción, y cuyo primer representante traigo hoy:

Dexter Holland (The Offspring)

Dexter Holland y The Offspring tocando en 2009 en Budapest (Hungría). Imagen de Wikipedia.

Dexter Holland con The Offspring tocando en 2009 en Budapest (Hungría). Imagen de Wikipedia.

Bryan Keith Holland sí que parece todo un estereotipo, pero de su ambiente de crianza: el condado californiano de Orange (O. C.), hogar de los descapotables, el surf y las mansiones de estilo hispano con criados hispanos. Pero también de los chicos rebeldes atizando una batería y aserrando las cuerdas de una guitarra en el garaje de sus padres. Con su pelo rubio pollito, sus ojos azules y su porte un poco a lo Biff Tannen de Regreso al futuro, Dexter Holland (su nombre de guerra) pasaría por el típico quarterback de High School, de no ser porque tiene una buena cabeza sobre los hombros: fue el mejor de su clase, destacando sobre todo en matemáticas.

El mismo año de su graduación en el instituto, 1984, Holland cofundó Manic Subsidal, un grupo que dos años después se transformaría en The Offspring. El nombre ya revelaba las inclinaciones de Holland: «offspring» significa «progenie» y es un término muy utilizado en biología, sobre todo en genética.

La banda ascendió al éxito internacional a mediados de los 90, llegando a convertirse en uno de los grupos punk más populares de todos los tiempos. Otra cosa sería discutir si pueden calificarse como «punk». Sus raíces y sus influencias originales lo son. Algunos tal vez los etiquetarían como pop punk o skate punk, y los más estrictos les despegarían incluso estas etiquetas. En mi sola opinión, y purismos aparte, la música y las letras de The Offspring llevan impreso el sello característico del punk californiano, que no es el neoyorquino ni el londinense; O. C. imprime carácter.

Probablemente porque el grupo tardó un decenio en ganarse la fama, a Holland le dio tiempo a terminar la carrera de biología en la Universidad del Sur de California y apuntarse a un doctorado en biología molecular. Pero hasta ahí; en 1994 llegó Smash, un disco muy apropiadamente titulado: fue un smash, un bombazo, y smasheó la carrera científica de Holland. Como a Brian May, el tirón del éxito comercial le apartó de la ciencia.

Y como May, ha regresado recientemente a ella cuando puede permitírselo: con unos 40 millones de discos vendidos, su propia marca de salsa picante (Gringo Bandito) y tres aviones, incluyendo un antiguo caza soviético y un jet privado con el símbolo anarquista en el plano de cola. Ya con la vida más que resuelta, Holland trabaja ahora en su tesis doctoral en el Laboratorio de Oncología Viral e Investigación Proteómica de la Escuela de Medicina Keck de la Universidad del Sur de California, bajo la dirección de la profesora de Patología Suraiya Rasheed.

Ya sea debido al síndrome de popularidad o por otra causa, es difícil saber cuál es el tema de la tesis doctoral de Holland: no hay ninguna información disponible (o al menos yo no he podido encontrarla) sobre su línea de investigación, con la sola excepción del único fruto de ella aparecido hasta la fecha: su primer estudio, publicado en 2013 en la revista PLOS One, tuiteado por el propio Holland, y que también está disponible en la web oficial de Offspring aquí.

Resumiendo en un titular, el estudio propone lo que podría ser un mecanismo utilizado por el VIH, el virus del sida, para combatir el sistema inmunitario de los humanos. Pero atención a la cursiva: de momento es solo una especulación.

Para explicarlo a todo fan de los Offspring ajeno a la biología, empiezo por el principio, el ADN de la célula. Como suelo decir, los genes no producen el pelo rubio pollito de Holland o esa nariz del abuelo; los genes solo producen proteínas, los actores funcionales mayoritarios de la célula. Y son las funciones de esas proteínas y sus interacciones en redes muy complejas las que llevan al rubio pollito o a la nariz.

Para que este proceso tenga lugar, la información del ADN, que es el archivo máster, debe antes reproducirse en una copia de trabajo, del mismo modo que se saca de la caja fuerte un manuscrito muy valioso para fotografiarlo o escanearlo, y poder trabajar así sobre un duplicado sin dañar el original. En la célula, esa copia desechable de un gen se llama ARN mensajero. El ARN lleva exactamente la misma información que su ADN original, pero desde el punto de vista químico es ligeramente distinto. Posteriormente, una maquinaria celular llamada ribosoma se encarga de leer ese ARN y traducirlo para crear una proteína.

En los años 90 se descubrió que muchos organismos tienen un mecanismo de regulación de la traducción del ARN mensajero a través de pequeñas moléculas también de ARN. Estas son complementarias a una parte del mensajero y se unen a él, bloqueando la traducción y por tanto impidiendo la creación de su proteína correspondiente. Podemos pensar en una memoria USB con su enchufe de conexión; cuando la tapa está puesta, la información que contiene el pincho es inaccesible. Los llamados microARN, o miRNA, actúan como esa tapa.

Los miRNA participan en infinidad de procesos de regulación de la actividad de los genes en la célula, y los fallos en estos sistemas de control se han relacionado con multitud de enfermedades, desde la sordera al cáncer. En la pasada década comenzó a descubrirse que algunos virus también tienen miRNAs, y que tanto estos como los de la propia célula participan en el proceso de infección, aunque cómo lo hacen y cuál es el resultado de ello (a quién beneficia, si al virus o a quien lo sufre) todavía es materia de investigación.

En el caso del VIH, hace pocos años se descubrió que las células infectadas por el virus tienen alteradas algunas de sus proteínas que se regulan por miRNAs, que ciertos miRNAs de la célula podrían actuar sobre las funciones del virus, y que el genoma del VIH también podría contener sus propios miRNAs, que a su vez podrían actuar sobre el propio virus o sobre la célula. De todo esto se desprende que probablemente los miRNAs de la célula y del virus desempeñan papeles importantes durante la infección, pero aún no se sabe cuáles son esos papeles.

Y así llegamos al estudio de Holland. El trabajo es una investigación in silico, o en ordenador. Es decir, que el cantante de Offspring no se ha calzado ninguna bata de laboratorio, sino que ha empleado herramientas informáticas para analizar la secuencia del genoma del VIH, compararla con la de la célula y sacar conclusiones al respecto.

Lo que el trabajo propone es que el genoma del VIH contiene ocho posibles miRNAs que tienen dos peculiaridades: por un lado, son muy similares a miRNAs de la célula a la que infecta. Y por otra parte, están insertados en lo que se llama secuencias codificantes del virus, es decir, en partes del genoma que se utilizan para producir proteínas.

¿Qué significado tiene esto? En cuatro palabras: aún no se sabe. Todavía no existe la seguridad de que esos ocho fragmentos funcionen realmente como miRNAs, ni mucho menos se conoce para qué sirven. Los estudios in silico permiten hacer predicciones, pero para comprobarlas hay que recurrir a la experimentación.

En cuanto a las predicciones, y dado que los miRNAs del VIH son parecidos a otros de la célula, la hipótesis es que podrían servir al virus para inutilizar algunas defensas celulares; actuarían como infiltrados, ladrones con uniforme de policía. El ordenador predice que esos miRNAs virales serían capaces de bloquear la producción de algunas proteínas celulares que de hecho sí aparecen anuladas en las células infectadas por el VIH.

El hecho de que los miRNAs del virus estén incrustados en partes de sus genes que son críticas para la infección sugiere que posiblemente el genoma viral ha evolucionado a lo largo de millones de años para aprender a disfrazar sus armas de ataque con piezas que la célula interpreta como propias y que consiguen inutilizar su defensa: si hay más ladrones disfrazados de policías que polis auténticos, vencen los malos.

En resumen, el trabajo es bonito, pero muy especulativo: hay más preguntas que respuestas. Es un buen comienzo para una tesis, pero solo un comienzo. Para confirmar la importancia de esos posibles miRNAs virales, habría que comprobar cómo actúan en células infectadas por el VIH. En una entrevista, Holland dijo que su pretensión es «rajarle las ruedas al sida», y que el trabajo es prometedor. Y ciertamente lo es: You’re gonna go far, kid; pero eso sí, hay que ponerse a ello.

El ébola, de cero a cien en 24 horas (¿y de cien a cero en…?)

Fotografía coloreada de partículas del virus del Ébola al microscopio electrónico. Imagen de Thomas W. Geisbert, Boston University School of Medicine.

Fotografía coloreada de partículas del virus del Ébola al microscopio electrónico. Imagen de Thomas W. Geisbert, Boston University School of Medicine.

Parece difícil escribir hoy sobre algo que no sea el ébola. Pero el enorme despliegue actual en los medios, con telediarios casi monográficos, solo es igualado por la también palmaria indiferencia con que este asunto se ha tratado anteriormente. La presencia mediática del ébola crece de cero a cien en 24 horas y vuelve a detenerse en seco con la misma facilidad, como ocurrió al remitir la resaca de los casos de los sacerdotes españoles.

La información, ese instrumento al que se le supone una función de conciencia pública, no es lo único que ha faltado en la historia del ébola. Resulta fácil comprenderlo si se compara con el ejemplo del sida. Los primeros afectados de sida afloraron a comienzos de la década de 1980 (aunque hoy sabemos que las infecciones confirmadas se remontan al menos hasta finales de los 50). La epidemia de una enfermedad aún sin nombre se declaró en EE. UU. en junio de 1981, cuando sus casos ya merecían titulares en medios como The New York Times. A finales de ese año, aún constaban solo 121 muertes debidas a la enfermedad. El virus fue aislado por primera vez en enero de 1983, y en 1987 ya se disponía de un tratamiento específico y eficaz, el AZT, siete años después de los primeros casos. Las terapias combinadas aparecieron en 1992. Hoy, los tratamientos permiten que los pacientes cronifiquen la dolencia sin que esta amenace sus vidas. La Fundación para la Investigación del Sida, amfAR, estima que desde el principio de la pandemia unos 78 millones de personas han contraído el virus, y unos 39 millones han fallecido debido al sida. Actualmente el virus afecta a más de 35 millones de personas en todo el mundo.

Veamos ahora el caso del ébola. Los primeros enfermos aparecieron en 1976, cuando el sida aún no había brotado públicamente. Aquel año murieron 431 personas en Zaire y Sudán, y el número total de afectados superaba los 600, una cifra que el sida no alcanzaría hasta 1982. El virus se aisló en 1977 y, en los diversos estallidos detectados desde entonces, se han confirmado más de 6.000 pacientes de los cuales han muerto algo más de la mitad, aunque las cifras reales pueden ser mucho mayores. Y a pesar de que han transcurrido casi cuatro decenios desde que se conocen el virus y la enfermedad letal que provoca, aún ni siquiera existe un tratamiento universal específico y eficaz.

Conviene explicar por qué el número de casos de ébola no ha progresado más, dado que se transmite con más facilidad que el VIH. En anteriores brotes y al comienzo del actual, la infección estuvo confinada a ciertos países africanos. En términos biológicos, el virus del Ébola es un parásito mal adaptado al ser humano; o, mirado al contrario, nosotros somos malos hospedadores para el virus. A un parásito no le conviene matar a su hospedador o, si lo hace, le interesa que transcurra el tiempo suficiente para colonizar nuevas víctimas. El VIH es un corredor de fondo, mientras que el virus del Ébola en humanos es un esprinter; mata demasiado y demasiado aprisa, y solo es altamente infeccioso cuando el paciente ya presenta graves síntomas, lo que reduce la posibilidad de contacto con personas sanas. Pese a todo esto, los expertos barajan para finales de este año un número acumulado de casos de entre 30.000 y 60.000, y una dinámica exponencial de crecimiento, doblándose la cifra de afectados cada pocas semanas.

Frente a lo anterior, las autoridades de salud pública arguyen que el contagio no es probable por un contacto casual. Pero lo cierto es que, aunque el mecanismo de transmisión e infección es conocido, aún no existen suficientes datos empíricos respecto a la infectividad en condiciones reales y a la permanencia de los virus viables en el medio exterior. Como ejemplo, pasaron años antes de que se pudiera afirmar con seguridad y responsabilidad que el sida no se contagiaba por un beso o por compartir una cuchara, a pesar de que ya se conocía el requerimiento de una vía sanguínea o sexual para consumar el contagio. Una vez se supo que el VIH era parecido a otros retrovirus linfotrópicos humanos, se comprendió que no se requerían medidas excepcionales de aislamiento, como las que sí precisa el ébola. La siguiente tabla, publicada en 2007 en la revista Journal of Infectious Diseases, resume el estudio más completo hasta la fecha sobre la detección del virus del Ébola en varios tipos de muestras biológicas, y solo reúne un pequeño número de pacientes. Como conclusión, la alarma no es una buena consejera, pero las comparecencias de responsables públicos haciendo el papel del alcalde de Amity Island en Tiburón tampoco son garantía de tranquilidad.

Tabla de ensayos de presencia de virus Ébola en muestras biológicas de pacientes infectados. Cada círculo representa un paciente. Rojo: positivo. Azul: negativo.

Tabla de ensayos de presencia de virus Ébola en muestras biológicas de pacientes infectados. Cada círculo representa un paciente. Rojo: positivo. Azul: negativo.

Comparando la cronología del sida con la del ébola, surge naturalmente la pregunta de qué se ha hecho en todos estos años, o por qué no se ha hecho más para prevenir brotes como el actual. Respecto a qué se ha hecho, solo puede afirmarse que Canadá hizo sus deberes; tras los atentados del 11-S en EE. UU., el gobierno canadiense lanzó una potente iniciativa llamada CRTI, que unía esfuerzos de varias instituciones para investigar sobre la prevención y minoración de posibles ataques terroristas con armas no convencionales. El programa del CRTI incluía una línea dedicada al ébola como posible agente bioterrorista. Algunos expertos consideraron (y consideran) que el ébola es inútil como arma, debido a su patrón de infectividad. Por suerte, el gobierno de Canadá invirtió siete millones de dólares a lo largo de 11 años para investigar sobre el ébola, y fruto de ese esfuerzo son el tratamiento experimental ZMapp, desarrollado en colaboración con EE. UU., y la vacuna VSV-EBOV, también en fase de pruebas. Fármacos como estos no pueden improvisarse cuando los telediarios son monográficos.

Respecto a por qué no se ha avanzado más desde 1977, probablemente las causas son variadas. Pero hay un hecho innegable: el sida debutó públicamente matando a occidentales, algunos de ellos con nombre de celebrity. Hasta el brote actual de ébola y aún bien entrado este, muchos parecían creer que la expansión podría controlarse cerrando los espacios aéreos. Pero por muy limpia que esté una casa, si el cuarto de baño se mantiene en estado nauseabundo es seguro que alguien acabará enfermando. Y durante demasiado tiempo, occidente ha permitido y propiciado que África siga siendo el baño nauseabundo que nadie se acuerda de limpiar. Como ilustración, baste recordar un dato terrible e insólito en la ciencia moderna: el pasado agosto, la revista Science publicaba un trabajo de investigación destinado a rastrear genéticamente el itinerario infectivo del virus. Cuando el artículo se publicó, cinco de sus coautores, todos ellos africanos, habían muerto a consecuencia de la enfermedad.

Resumiendo, las cosas deberían funcionar así: demanda social genera presencia mediática, presencia mediática genera preocupación política. Algo debe de fallar cuando en muchos casos el orden es el contrario, y así es fácil que el eco se apague en cuestión de horas.