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Kenya o la lucha por la supervivencia

He tratado en este blog el desastre de los Alpes cincelando sus facetas relacionadas con la ciencia y la tecnología, que en otros medios se han encarado de forma confusa e incompleta sin las voces de los especialistas más relevantes, los que ya eran expertos en casos como el de Germanwings antes de que ocurriera el caso de Germanwings. Ahora, en estos días de vacaciones nos ha sacudido otra tragedia de similar coste en vidas humanas pero que no ha recibido una atención tan intensa por parte de los medios nacionales, ni la suficiente cobertura in situ, más allá del paracaidismo habitual cuando acaece una noticia de gran impacto en un continente siempre olvidado por la prensa hispanohablante.

La matanza de Garissa me ha causado especial dolor porque Kenya es mi lugar elegido en el mundo, el país al que llevo viajando más de 20 años y que ha ocupado y seguirá ocupando una buena parte de mis intereses, actividades, lecturas, escritos y novelas. Pero salvo constatar la conmoción que me ha producido esta nueva masacre terrorista, sumada a las que en Kenya ya habían dejado más de 200 muertos en el último par de años, no hay nada sobre el suceso que pueda encontrar hueco en un blog de ciencia. Simplemente, desde aquí, quiero enviar a los familiares mi pole sana.

Kenya –siempre con y griega, a pesar de la RAE; no tiene mucho sentido hacer una absurda adaptación ortográfica que deforma la pronunciación nativa: si nos atenemos a una transcripción fonética, deberíamos escribir «Keña», o incluso «Kiña», como decían los británicos que lo bautizaron– es un maravilloso país donde el terrorismo está cargando un impuesto sumado a las muertes de inocentes: cada nuevo tiro y cada nueva bomba son heridas de muerte en el sector turístico, del que depende la supervivencia de muchos kenyanos. Cada bala disparada rebota para cobrarse también las vidas de aquellos que pierden su medio de subsistencia con las cancelaciones de reservas y las advertencias consulares. Y claro está, los terroristas lo saben y lo buscan.

Si acaso, la única relación del atentado de Garissa con la ciencia es que estos actos de terrorismo vienen perpetrados precisamente por quienes más alejados están de la razón y el conocimiento, los que quieren devolvernos a eras oscuras en las que se mataba y se moría en nombre de las religiones. Pero aunque el del terrorismo es un azote reciente, no es la única amenaza que pesa sobre la industria turística kenyana y, por tanto, sobre su economía. Además de otras lacras como la violencia tribal y la corrupción, Kenya lleva décadas persiguiendo un compromiso entre conservación y desarrollo que no es fácil modelar.

Los visitantes extranjeros acuden a las sabanas en busca de los espacios químicamente puros y de la fauna que en ellos merodea en libertad. Pero mantener la virginidad de los paisajes y respetar los ciclos naturales de sus habitantes no humanos crea perpetuos confictos con los residentes humanos, cuyos derechos son tan ancestrales como los de cualquier otra especie allí presente desde hace generaciones. Las tribus que se dedican al pastoreo, como los maasais, alimentan y abrevan su ganado ilegalmente en parajes que caen dentro de las fronteras de los parques nacionales, mientras las autoridades silban y miran hacia otro lado. Alrededor de los espacios protegidos, sobre todo en la reserva de Masai Mara, proliferan los asentamientos irregulares atraídos por el brillo del dinero de los turistas, y con ellos llegan la basura y la degradación medioambiental. Las comunidades nativas con derechos de explotación turística sobre las fincas colindantes con los parques engrosan sus negocios al margen de la ley, inundando los ecosistemas de turistas ávidos de experiencia africana que están reduciendo cada vez más los espacios vitales de la fauna. Muchos expertos vaticinan para este siglo una Kenya sembrada y asfaltada, cuyas vastas manadas de herbívoros salvajes seguirán el mismo destino que los 65 millones de bisontes que solían rumiar su libertad en las praderas de Norteamérica.

El embrollo del conflicto entre humanos y animales salvajes se manifiesta a diario en las pequeñas granjas, o shambas, que pueblan las fértiles Tierras Altas del centro de Kenya. La fauna que sobrevive en esta región densamente poblada sabe que los dominios humanos son fuente de alimento, con sus tierras cultivadas, sus despensas y sus animales de cría. Cuando un elefante aprende que es sencillo y rentable devastar una plantación para alimentarse, volverá a hacerlo. Cuando un leopardo aprende que cazar gallinas encerradas es un juego de niños, volverá a hacerlo. Cuando un mono aprende que invadir un huerto es acceder a todo un supermercado de manjares, volverá a hacerlo.

Un babuino en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenya. Imagen de Javier Yanes.

Un babuino en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenya. Imagen de Javier Yanes.

El resultado es que a menudo estos animales acabarán abatidos, porque su agresividad aumenta cuando el contacto con los humanos les lleva a descubrir que esos seres en extraño equilibrio sobre sus patas traseras no son para tanto. Algunos de los leones que han matado y devorado seres humanos en Kenya tenían un pasado como animales de cine o de circo. En el caso de los monos, como los babuinos o los cercopitecos verdes, los más agresivos son los que conviven con la presencia humana, como ha podido comprobar quien haya visitado uno de esos safari parks europeos que se recorren en coche. En la naturaleza los monos no se comportan como hooligans, trepando a los coches para arrancar antenas o embellecedores; esto solo ocurre en aquellos lugares donde han aprendido que de los humanos pueden sacar provecho, como en el mirador de Baboon Cliff del Parque Nacional del Lago Nakuru o, en general, en los lodges de safari.

Hoy el diario digital kenyano The Star publica una curiosa noticia: en Kijabe, una población de las Tierras Altas a unos 50 kilómetros de Nairobi, las mujeres han optado por llevar pantalones para repeler los ataques de los monos. Según relata el reportero George Mugo, cuando los hombres abandonan la aldea por las mañanas los monos descienden para arrasar las cosechas, desafiando los intentos de las mujeres por espantarlos. Una de las afectadas declara: «Los primates se mueven en manadas de 200 atacando a las mujeres que llevan falda. Cuando ven a los hombres se marchan, pero el caso es diferente con las mujeres. Se limitan a quedarse ahí y a burlarse de nosotras incluso cuando tratamos de expulsarlos de nuestras granjas».

También he tenido ocasión de comprobar que los monos distinguen entre humanos adultos y niños, y saben calibrar el riesgo en cada caso. En una ocasión, un mono verde atacó a uno de mis hijos para arrebatarle una galleta, y parecía evidente cuál de los dos era el asustado; el animal se comportaba como un auténtico bravucón, pero huyó corriendo en cuanto me acerqué. Hace un año, un estudio publicado en la revista PNAS revelaba que los elefantes reaccionan de distinto modo ante la voz humana según el nivel de riesgo que les inspira: se asustan ante una grabación en la que habla un adulto maasai, tribu con la que los elefantes sufren frecuentes encontronazos. En cambio, cuando se trata de una mujer o un niño de la misma tribu, o de un hombre de la etnia kamba, no parecen alarmados.

Kenya tiene una larga tradición de aunar lo mejor y lo peor, la vida y la muerte, la belleza y la podredumbre. Fue en aquella región del mundo donde el ser humano se impuso a su entorno y comenzó una aventura que le ha perpetuado a lo largo de los siglos. Doscientos mil años después, la lucha por la supervivencia aún forma parte del día a día.