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Halloween: ¿por qué nos atrae lo siniestro?

Un año más, Halloween. Con sus tradiciones: sus calabazas, sus disfraces, sus dulces, y sus odiadores bramando contra una fiesta yanqui (aunque les sorprendería saber de sus raíces ancestrales, si les interesara informarse) o contra una fiesta no religiosa (lo cual tampoco es exactamente así, pero en cualquier caso el calendario es muy grande y hay sitio para todos).

Pero hay una pregunta juiciosa que quienes odian esta fiesta tendrían razones para hacernos: ¿por qué nos atrae lo siniestro, lo macabro, lo aterrador, todo aquello que en su lugar debería provocarnos rechazo? Claro que, si nos preguntamos por qué no rehuimos lo que racionalmente deberíamos rehuir, habría que comenzar por lo paranormal, contrario a la razón, lo conspiranoico, contrario a toda evidencia…

Parece evidente que en todos estos casos hay un gran componente emocional. Como ya conté aquí, hace unos meses el profesor de estudios religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que, basándose en sus investigaciones sobre cómo las emociones conducen las creencias, planteaba que las teorías de la conspiración enganchan porque emocionan; construyen una realidad alternativa más excitante que la realidad real, y que espera a ser descubierta como la trama oculta de una buena historia de ficción. Hace unos días un nuevo e interesante estudio de la Universidad de Virginia Occidental —que quizá merecería un comentario más reposado otro día— revelaba que las personas con creencias paranormales y espirituales tienen más tendencia a posturas antivacunas, a abrazar conspiranoias y a desconfiar de la ciencia, lo que encaja las piezas entre sí.

Desde un punto de vista exclusivamente racional, no tiene sentido que Terrifier 2, recientemente estrenada, se haya convertido en un inesperado éxito de taquilla. Quien haya visto la película original de Damien Leone, de 2016, sabrá que trata básicamente sobre el intenso disfrute del payaso Art con su repulsiva orgía de sangre, vísceras y partes corporales varias. Y ya.

El payaso Art en ‘Terrifier 2’. Imagen de Bloody Disgusting.

Por cierto y también en The Conversation, la historiadora de la Universidad de Carolina del Sur Madeline Steiner escribía hace unos días sobre el origen de los payasos terroríficos, como Art o Pennywise de It, y lo que cuenta es sorprendente: según sus investigaciones sobre la historia de los circos de EEUU en el siglo XIX, por entonces los payasos eran un entretenimiento dirigido a los adultos. Solían infiltrarse entre el público para interrumpir el espectáculo y enfrentarse al maestro de ceremonias, algo así como el Follonero de aquel programa de televisión.

«Los chistes que contaban eran a menudo misóginos y llenos de doble sentido sexual, lo que no era un problema porque las audiencias de los circos en aquel tiempo eran sobre todo hombres adultos», escribe. El circo se asociaba con «juego, estafa, artistas femeninas con poca ropa, obscenidades y alcohol». Los líderes religiosos prohibían a sus feligreses que asistieran. A menudo se instalaba una tienda separada donde se celebraban espectáculos de strip-tease femenino, pero donde los payasos se disfrazaban de mujeres y a veces, cuenta Steiner citando a la historiadora del circo Janet Davis, «payasos gays mantenían encuentros sexuales con miembros masculinos de la audiencia».

Es decir, que el origen de los payasos está mucho más cerca del Krusty de Los Simpson que de aquel «¡Cómo están ustedeeees!» de Gaby, Fofó y Miliki.

Pero volviendo a Terrifier, la primera contiene una escena particular, muy comentada y que no voy a revelar —y quien la haya visto no necesita más detalles—, de entre las más repugnantes que se hayan visto en una película. Leone no utiliza efectos digitales, sino muñecos y prótesis al estilo clásico. Para la secuela lanzó una campaña de crowdfunding con el objetivo de conseguir 50.000 dólares para los efectos especiales; reunió 250.000. De Terrifier 2 se ha dicho que algunas personas se han desmayado o han vomitado en el cine. Y esto no ha hecho sino aumentar la taquilla.

Por mi parte, y en mi experiencia como escolar chiquitito hace décadas, recuerdo que las lecturas obligatorias de La celestina o El lazarillo de Tormes no me inclinaron lo más mínimo hacia el amor por los libros, para leerlos o escribirlos. En cambio, las Rimas y leyendas de Bécquer o El estudiante de Salamanca de Espronceda fueron eso que en inglés suele llamarse eye-openers. O incluso El burlador de Sevilla o el Tenorio, y cómo no, La vida es sueño de Calderón, una obra fetiche cuya comparación con Hamlet no es ningún secreto, y en la que libremente podría encontrarse una semilla del Fausto de Goethe y del terror romántico.

Pero, repetimos, ¿por qué nos atrae todo esto?

El profesor de inglés y especialista en Shakespeare de la Universidad Estatal de Arizona Bradley Irish escribía hace unos días (sí, una vez más en The Conversation; si buscan artículos científicos y académicos escritos por quienes realmente saben de lo que hablan, no busquen más) recordando que el asco es una emoción con una función evolutiva útil, ya que nos protege del peligro; originalmente, proponía Darwin, nos hacía rechazar la comida estropeada que podía intoxicarnos, y posteriormente se extendió a otras cosas que pueden dañarnos, o que pueden dañar a otros por los que sentimos empatía.

Por ello, la evolución nos ha moldeado para que lo repugnante capte poderosamente nuestra atención; es una emoción potente. Y si de este cuadro se elimina el riesgo, es decir, si es un simulacro en el que no corremos peligro, lo que queda es solo la excitación, la descarga de adrenalina; es la famosa respuesta fisiológica del Fight or Flight (lucha o huida) ante una amenaza grave o una situación de estrés agudo, pero donde no estamos obligados al Fight ni al Flight, porque todo es mentira, ficción. Y la excitación que sentimos, eliminada la amenaza, es gratificante.

Es más, incluso quizá nos entrene para responder mejor contra una situación real, y por eso nos resulte gratificante. Una atracción que simula una caída libre es un simulacro; nos excita, sabiendo que estamos a salvo. Irish apunta que esto se ha definido como «masoquismo benigno». Hace unos días un estudio descubría que, al menos en los ratones, el dolor dispara una respuesta protectora en el intestino contra agresiones infecciosas. Incluso en el pasarlo mal la evolución ha encontrado una función fisiológica beneficiosa.

Y el terror en la ficción también es un simulacro, o debería serlo. Algunas personas dicen no disfrutar del cine de terror porque les sumerje demasiado en la sensación de que podría ocurrir, de que lo visto en la pantalla puede replicarse en el mundo real. Tal vez esto afecte más a las personas que creen en fenómenos sobrenaturales, ya que no lo entienden como pura fantasía. Las listas de las películas más aterradoras de todos los tiempos frecuentemente vienen encabezadas por El exorcista (1973), sin duda una obra maestra con un inmenso impacto en el género y en la cultura popular. Pero algunas personas se sienten especialmente impresionadas, hasta el punto de negarse a verla, porque creen que tanto los demonios como la posibilidad de que posean a la gente son reales.

En el libro original de William Peter Blatty los personajes confrontaban todos los síntomas de la niña Regan con explicaciones científicas basadas en casos reales; en la película esto se suprimió para conseguir un efecto más terrorífico, y de hecho se publicitó asegurando que estaba basada en hechos reales. Después de El exorcista, casi rara es la película sobre posesiones demoníacas —y a veces también sobre casas encantadas— que no añada la coletilla de «basada en hechos reales» (lo que nunca es realmente así, claro).

Pero todo esto, señala Irish, «no es un producto de la era digital». Tito Andrónico, la tragedia de Shakespeare, «contiene tanto gore como las películas slasher de hoy», dice. El dramaturgo inglés la escribió precisamente porque este género de venganza sanguinaria y encarnizada triunfaba en su época, como hoy lo hacen Escupiré sobre tu tumba 1, 2 y 3. Antaño las multitudes se agolpaban para presenciar las ejecuciones públicas o para contemplar sangrientas operaciones quirúrgicas o autopsias que se hacían en auditorios abiertos al público, como quien hoy va al cine. El cirujano londinense Robert Liston era conocido como «el cuchillo más rápido del West End». Antes de la invención de la anestesia, la gente se congregaba para verle amputar una pierna; Liston desafiaba a que le cronometraran, y la gente aplaudía extasiada cuando completaba la operación en dos minutos y medio, mientras el infortunado paciente se deshacía en alaridos.

Sano o insano, el morbo nos atrae. Es una emoción poderosa. Y si existe un día para celebrar el amor, ¿por qué no una noche para celebrar el miedo? Feliz Halloween, a quien lo disfrute. Y a ver si alguna de las plataformas digitales se anima a traernos Terrifier 2. Más que nada, por curiosidad, por comprobar si es para tanto.

La ciencia del miedo y la ciencia en el miedo

No pretendo sacar los pies de mi parcela científico-mixta ni convertir este blog en algo distinto de lo que viene siendo, pero me van a permitir que ahí deje esto:

¡Viva Halloween!

A quienes vilipendian esta fiesta acogiéndose al sagrado de las tradiciones patrias, habría que recordarles que tradicionalmente hemos tirado cabras de campanarios y arrancado la cabeza a ocas vivas, por citar dos ejemplos satisfactoriamente demagógicos. Y en el caso de quienes hemos criado ya, para nuestros hijos Halloween formará parte de su tradición vital con mucha más intensidad que otros costumbrismos locales que algunos nunca hemos mamado pese a que nos cojan geográficamente cerca (explico: a este madrileño, verbenas, chotis y chulapos le resultan tan extraños o más que una haka maorí).

Un fotograma de la película 'Nosferatu, eine Symphonie des Grauens', de F. W. Murnau (1922). Imagen de Film Arts Guild.

Un fotograma de la película ‘Nosferatu, eine Symphonie des Grauens’, de F. W. Murnau (1922). Imagen de Film Arts Guild.

Dicho esto, para todo el que, como quien suscribe, se ha criado leyendo a Poe, Stoker, Shelley, Lovecraft, James, Stevenson, Le Fanu, Hoffmann, Espronceda o Bécquer, Halloween es una excusa para soltar el pelo de nuestra querencia por lo macabro, lo gótico y lo siniestro. Pero incluso para quien no comparta estos gustos literarios, desde el punto de vista científico Halloween puede entenderse como una celebración antropológica del miedo, una emoción tan vieja como nosotros y tan esencial como el dolor; si este nos advierte de que algo marcha mal en nuestro organismo para que nos ocupemos de ello, el miedo es el responsable de lo que los fisiólogos llaman reacción Fight-or-Flight (y que en castellano pierde toda la gracia: Lucha o huída).

Este mecanismo es una respuesta a situaciones de estrés (no del tipo «ejecutivo agobiado por el trabajo», sino del tipo «me encuentro con un tigre dientes de sable en la entrada de la cueva y todo lo que llevo en la mano es una brocha para pintar bisontes») que prepara el organismo para un rendimiento máximo en cualquiera de las opciones escogidas, ya sea pelear o escapar. Es lo que popularmente se conoce como la descarga de adrenalina, una de las hormonas que nuestras glándulas adrenales (una especie de topping en lo alto del riñón) segregan a la orden del sistema nervioso autónomo, el que se basa mayoritariamente en la médula espinal y controla sobre todo funciones involuntarias.

La respuesta Fight-or-Flight es una sofisticada maravilla fisiológica mediada por una tormenta de hormonas y neurotransmisores que desencadena una revolución en nuestro organismo: no solo se aceleran el corazón y los pulmones, algo que ya conocemos, sino que todos los recursos se destinan a favorecer la potencia física. Se movilizan las reservas de grasas y glucógeno para verter glucosa a la sangre, que se concentra en los músculos mediante la dilatación de sus vasos; se activan los sistemas de coagulación en previsión de heridas; se empieza a sudar por si hay que refrescar el cuerpo durante una carrera; se dilatan las pupilas para captar más luz, pero se pierde la visión periférica en favor de la frontal. Y al mismo tiempo, otras funciones no esenciales para ese momento se ralentizan o se suprimen, como la audición, la secreción lacrimal, la salivación, la erección, la respuesta inmunitaria, la digestión y el control de los esfínteres y la vejiga. Incluso las funciones cognitivas superiores se bloquean, una forma que nuestro cuerpo tiene para decirnos: no pienses, ¡actúa!

La cultura y nuestro complicado entendimiento intelectual ayudaron a convertir ese miedo al tigre dientes de sable en otros horrores más complejos, y de ahí nace toda la mitología en la que se basan nuestras tradiciones terroríficas: vampiros, brujas, espectros, muertos que vuelven a la vida, hombres que se transforman en bestias, bestias que se esconden en lugares prohibidos; son tradiciones arraigadas en lo más ancestral del ser humano. Las excavaciones de restos humanos del pasado a menudo desentierran esqueletos con la cabeza separada del cuerpo, o con estacas de madera o metal atravesándoles el cuerpo, o con pedruscos incrustados entre las mandíbulas. Cuando un arqueólogo encuentra estampas tales, suele sospechar que ha dado con el cadáver de alguien a quien sus coetáneos creían un vampiro. Decapitar a estas personas, fijar sus cuerpos al suelo con estacas o desencajarles las mandíbulas con un ladrillo eran estrategias destinadas a impedirles que salieran de sus tumbas para alimentarse de la sangre de los vivos. Un ejemplo de este último caso se ha encontrado en mayo de este año en Polonia, y hace unos días se informó del hallazgo en Bulgaria de un esqueleto con una estaca de metal atravesándole el pecho, un descubrimiento del arqueólogo Nikolai Ovcharov, (¿auto?) denominado el «Indiana Jones búlgaro» (juzguen ustedes por esta foto).

Enterramiento de un presunto 'vampiro' en Sozopol (Bulgaria), con una barra de hierro que le atravesaba el pecho. Imagen de Bin im Garten / Wikipedia.

Enterramiento de un presunto ‘vampiro’ en Sozopol (Bulgaria), con una barra de hierro que le atravesaba el pecho. Imagen de Bin im Garten / Wikipedia.

Pero además de la ciencia del miedo, otro territorio apasionante es el de la ciencia en el miedo. Quizá es una expresión del miedo a lo desconocido, especialmente si se trata de un poder de consecuencias imprevisibles; pero la ciencia ha formado parte del género de terror al menos desde la versión del relato popular del Doctor Fausto escrita por Christopher Marlowe en torno a 1592, según el escritor Jason Colavito, investigador escéptico de la llamada xenoarqueología (eso que algunos creen huellas extraterrestres en las antiguas culturas). «Durante casi tres siglos, el género de terror ha ofrecido un comentario continuo sobre el papel de la ciencia en nuestra sociedad», escribe Colavito. «Ya sea en la forma de científicos locos como Víctor Frankenstein o el Dr. Moreau, o de monstruos inclasificables que desafían a la razón humana, como Damned Thing de Ambrose Bierce o las blasfemias extraterrestres de H. P. Lovecraft, las historias de terror nos muestran que la luz del conocimiento no siempre ilumina los rincones más oscuros de nuestro mundo o de nuestras almas». Según este autor, la aureola terrorífica de la ciencia se debe a «la actitud ambivalente hacia el poder de la ciencia que permea el pensamiento moderno».

La ciencia y los científicos están presentes en muchos de nuestros terrores favoritos, desde Frankenstein a Drácula, desde las historias de momias a las de zombis, desde el Doctor Jekyll al Doctor Moreau o los investigadores de la Universidad de Miskatonic. Un cuento con luz y sonido que tienen mis hijos trata sobre una casa encantada que esconde un monstruo en cada una de sus habitaciones. ¿Adivinan quién ocupa el sótano? «Un científico que realiza espeluznantes experimentos». Tal vez no sea fácil explicar a tus hijos que tu antigua profesión era la misma que la de uno de los monstruos de su cuento. Pero quizá así aprendan que también se puede disfrutar del miedo. Al fin y al cabo, de eso trata esta noche. Feliz Halloween.