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No, el agua nunca puede ser un combustible, porque ya está quemada

Hace unos días aparecía un titular sorprendente en algún medio: una sonda espacial japonesa utiliza agua como combustible. Lo cual invitaría a cualquiera a preguntarse por qué los humanos hemos sido tan imbéciles hasta ahora de no aprovechar este combustible casi infinito e inocuo para todos nuestros transportes y necesidades energéticas, y en su lugar se ha perforado el suelo para sacar petróleo, carbón y gas. ¿O es que los ingenieros japoneses son tan listos que han conseguido triunfar allí donde hasta ahora todos los demás habían fracasado?

Es más, corren por ahí viejas teorías de la conspiración según las cuales sería posible fabricar coches que funcionaran con agua, pero las grandes compañías lo han impedido e incluso han asesinado a quienes se han atrevido a desarrollar tales tecnologías.

Ilustración de la sonda japonesa EQUULEUS. Imagen de ISAS/JAXA.

Pero, por desgracia, nada de esto es cierto. Resulta que el agua como combustible es uno de los eternos y más viejos fraudes de la (pseudo)ciencia, como la máquina de movimiento perpetuo o la curación por agua (homeopatía).

No, el agua no es un combustible. Nunca podrá ser un combustible. Es imposible. No es una cuestión de ingeniería, sino de leyes fundamentales de la naturaleza, de cómo funciona el universo.

Un combustible es algo que puede quemarse, es decir, sufrir combustión. La combustión es una reacción química de oxidación, en la que una energía de activación (calor) facilita que el combustible reaccione con el oxígeno para desprender más calor y generar productos oxidados, quemados. Por lo tanto, toda combustión necesita tres cosas, combustible, calor y oxígeno, y genera dos cosas, calor y productos oxidados.

Pensemos, en concreto, en los hidrocarburos. Por convención, se llaman así solo los compuestos formados exclusivamente por carbono e hidrógeno, como la gasolina o el gas natural. Pero todos los seres vivos de este planeta estamos formados por carbono, hidrógeno y algunas cosas más. Es decir, en cierto modo toda materia orgánica es un hidrocarburo ampliado. Y también lo son todos los materiales orgánicos que se obtienen a partir de los seres vivos: el papel (celulosa), el algodón (también celulosa), el azúcar (sacarosa), la lana (queratina y lípidos), el aceite (lípidos)…

Todos los compuestos orgánicos tienen una reacción de combustión básicamente común. El más sencillo de ellos es el metano, componente fundamental del gas natural, que contiene cuatro átomos de hidrógeno y uno de carbono por cada molécula, es decir, CH4. Esta es la reacción de combustión del metano:

CH4 + 2 O2 → CO2 + 2 H2O

Es decir, una molécula de metano se quema con dos moléculas de oxígeno para producir una molécula de CO2 y dos moléculas de agua.

Un ejemplo algo más complejo es la glucosa, el combustible básico del metabolismo de los seres vivos. La glucosa es C6H12O6. Su combustión produce seis moléculas de CO2 y otras seis de agua:

C6H12O6 + 6 O2 →  6 CO2 + 6 H2O

O, por ejemplo, el octano de la gasolina:

2 C8H18 + 25 O2 → 16 CO2 + 18 H2O

En resumen, toda reacción de combustión de materia orgánica genera los mismos productos, CO2 y agua, a lo que se añade alguno más si dicha molécula tiene además otros elementos como nitrógeno, fósforo, azufre… El agua no es un combustible como tampoco lo es el CO2; ambos son productos de la combustión. Ya están quemados. El agua no puede quemarse, del mismo modo que no se puede hacer fuego con cenizas, porque las cenizas ya están quemadas.

La razón física fundamental que está detrás de la imposibilidad de quemar agua es la termodinámica, las leyes de la naturaleza que gobiernan el funcionamiento de la energía. Todas las cosas del universo tienden de forma espontánea a perder energía. Esa liberación de energía es la que aprovechamos para nuestras necesidades. Para que se inicie la combustión necesitamos aportar algo de energía para activar la reacción (la llama de un mechero, la chispa de las bujías), pero la energía que se obtiene de ella es mayor que la necesaria para activarla, y por eso podemos calentarnos con el fuego o mover un coche con gasolina. Los combustibles tienen la energía almacenada en sus moléculas, en forma de energía química.

Por ejemplo, una pelota cae al suelo desde un mueble porque tiene una energía potencial que pierde al caer. Pero la pelota que ya está en el suelo no puede caer al suelo. Energéticamente hablando, el agua ya está en el suelo de su energía química, y por eso no puede quemarse.

Ahora bien, siendo esto así, ¿por qué a veces se habla del agua como combustible? Algo que sí puede hacerse es desquemar el agua, separándola primero en sus elementos, oxígeno e hidrógeno, para de nuevo quemar el hidrógeno y obtener energía de esta combustión que vuelve a producir agua. Pero para que esto sea una fuente de energía, haría falta que la que se obtiene de la combustión fuera mayor que la que es necesario invertir en romperla en hidrógeno y oxígeno.

En el ejemplo de la pelota, podemos subirla de nuevo al mueble para que vuelva a caer. Pero para subirla necesitamos aportar energía a la pelota, y este es el motivo por el que no podemos obtener energía del ciclo de subir una pelota y dejarla caer, porque la energía que se obtiene de ella al caer hay que invertirla en el proceso de subirla de nuevo. Este es el motivo por el que no existe una máquina de movimiento perpetuo. En la Edad Media hubo mucha especulación sobre la construcción de una máquina que pudiera ponerse en marcha y que entonces se moviera sola eternamente. Todos los intentos fracasaron, y el descubrimiento de las leyes de la termodinámica explicó por qué esto es imposible: toda máquina pierde energía en su movimiento (fricción, calor…), y por ello es necesario aportar más energía para que siga moviéndose.

Del mismo modo, en el caso del agua, para romperla en hidrógeno y oxígeno es necesario invertir toda la energía que produce la oxidación del hidrógeno para producir agua; incluso más, ya que en ambos procesos se pierde algo de energía en forma de calor desprendido. La historia cuenta varios casos de inventores que decían haber conseguido motores de agua, pero en todos los casos eran errores o fraudes. Un ejemplo sonado fue el estadounidense Stanley Meyer, que en 1975 afirmó haber conseguido una «célula de combustible de agua» que rompía el agua por electrolisis en hidrógeno y oxígeno para después quemar el hidrógeno con el oxígeno y obtener de nuevo agua, de forma que la energía producida en la combustión alimentaba la electrolisis, de forma cíclica continua. Meyer consiguió embaucar a dos inversores que posteriormente le denunciaron, y fue condenado por fraude en 1996.

En resumen, el único modo de obtener energía del agua como combustible es aportarle energía antes para romperla en hidrógeno y oxígeno. Esto puede hacerse o bien a) directamente inyectando electricidad (electrolisis), o bien b) aportando energía química por parte de ciertos compuestos que reaccionan con el agua para liberar hidrógeno, o bien c) por fotolisis del agua, como hacen las plantas con su maquinaria fotosintética. En todos los casos es necesario aportar otra fuente de energía externa para invertir más de lo que se genera.

En el caso a) no es necesario explicar que la electricidad hay que producirla. Y siendo así, no tiene sentido utilizarla para romper el agua en lugar de usarla directamente para mover un coche. Pero ¿qué hay del b)? Si hay compuestos que espontáneamente reaccionan con el agua para producir hidrógeno, ¿no podrían usarse en un motor de agua?

La respuesta es que sí, podrían. Por ejemplo, el sodio reacciona con el agua para producir hidróxido sódico (NaOH) e hidrógeno. Conviene aclarar que este no sería un buen modo de producir combustible, ya que la reacción es explosiva. Pero nos sirve como ejemplo: el problema es que devolver el NaOH al estado de sodio metálico requiere más energía de la producida en la reacción de este con el agua. Es decir, en todos los casos, fabricar los compuestos que reaccionan con el agua para producir hidrógeno consume más energía de la que produce el hidrógeno desprendido.

Esto se aplica, en general, a todo uso del hidrógeno como combustible. Por ello un coche no puede alimentarse con agua para producir hidrógeno y quemarlo para moverse, ya que el balance energético es negativo. Los coches tienen dos posibles modos de utilizar hidrógeno, o bien quemándolo directamente en un motor de combustión o bien utilizándolo para producir electricidad en una célula de combustible. Pero en los dos casos el balance energético total de la producción de hidrógeno y de su combustión es negativo. Por eso una compañía produce el hidrógeno, y nosotros se lo compramos, pagamos ese gasto energético.

Pero vayamos al caso c), que parece especialmente interesante: si el agua puede romperse por fotolisis, ¿no sería posible emplear de este modo la energía solar para producir hidrógeno libre como combustible? Al fin y al cabo, el sol es gratis; y aunque también se agota, como toda fuente de energía, aún tardará miles de millones de años, por lo que para nosotros es virtualmente inagotable.

Malas noticias: la fotosíntesis rompe el agua y produce oxígeno libre, pero en cambio no produce hidrógeno libre, sino hidrógeno en forma de otros compuestos. Pero sí es posible conseguir una fotolisis del agua de modo que se produzca hidrógeno libre. Hoy muchas investigaciones experimentan distintos modos. Pero aunque haya algunos más prometedores que otros, todos los que han existido, existen y existirán tienen algo en común: siempre tendrán un balance energético negativo. Por desgracia, la termodinámica es físicamente inviolable.

Pero volvamos a la sonda japonesa: ¿por qué entonces se ha dicho que utiliza agua como combustible, si no es cierto? La explicación es curiosa; es un problema de comprensión, de interpretación o de traducción. Lo que decía la nota de prensa de la agencia espacial japonesa JAXA es que la sonda utiliza agua como propelente, no como combustible.

Aunque a veces los dos términos se usen como intercambiables, en realidad son dos cosas muy distintas: un combustible es algo que se quema, mientras que un propelente es algo que se expulsa hacia atrás para impulsarse hacia delante, según la vieja acción-reacción de Newton; en otras palabras, propulsión a chorro. Si han visto la película Marte (The Martian), recordarán cómo el personaje de Matt Damon se agujereaba el guante del traje espacial para que el aire que escapaba le sirviera para impulsarse hacia la nave que debía rescatarlo, al estilo Iron Man, como decía él. Aunque los expertos han criticado mucho esta escena juzgando que sería impracticable, el principio físico sí es válido.

La sonda japonesa, llamada EQUULEUS, utiliza un sistema de propulsión llamado AQUARIUS, consistente en un depósito de agua que se calienta para expulsarse en forma de vapor, y este chorro impulsa su movimiento a través del espacio. Es decir, es una máquina de vapor espacial. Lo cual no deja de ser cool. De hecho, hay un interés creciente en el agua como propelente en las sondas espaciales y como materia prima de hidrógeno combustible y oxígeno respirable en las futuras misiones tripuladas, ya que el agua es un recurso que puede cosecharse en la Luna, en Marte o en asteroides; allí donde lo crítico no es el balance energético, sino obtener materiales esenciales que no pueden llevarse en abundancia desde la Tierra. Bienvenidos al futuro steampunk.

¿Es la aparición de la vida incompatible con las leyes de la física?

Voy a despedir temporalmente este blog hasta después de las vacaciones con dos historias que superficialmente no tienen ninguna relación entre sí, pero que en el fondo ilustran una misma y vieja pregunta: ¿cómo surge la vida a partir de la no-vida, o lo complejo a partir de lo simple? Hoy explico el contexto, al que seguirán las dos historias en los próximos días.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA's Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Recreación de la Tierra temprana. Imagen de NASA’s Goddard Space Flight Center Conceptual Image Lab.

Tal vez a muchos sorprenda que el término Big Bang, que designa la teoría cosmológica prevalente hoy, lo inventó alguien que no creía en él. En 1949, el astrónomo británico Fred Hoyle lo pronunció durante una entrevista para la BBC con una intención casi paródica. Fallecido en 2001, Hoyle fue un tipo siempre polémico a causa de muchas de sus visiones, que desafiaban las teorías científicas más aceptadas.

Uno de los campos en los que Hoyle sostuvo una opinión heterodoxa fue el origen de la vida en la Tierra. El astrónomo fue uno de los principales proponentes de la panspermia, la idea de que la biología fue sembrada en este planeta por la colisión de objetos espaciales. Hoyle consideraba imposible que la vida hubiera nacido espontáneamente a partir de la no-vida, lo que se conoce como abiogénesis. Según sus cálculos, la posibilidad de que por puro azar surgiera el conjunto mínimo de enzimas para poner en funcionamiento la célula más simple era de una entre 10 elevado a 40.000 (uno dividido entre un uno seguido de 40.000 ceros). En una de sus frases más famosas, Hoyle dijo que la probabilidad de aparición de una célula a partir de sus componentes químicos básicos era similar a la de que un tornado atraviese el patio de una chatarrería y ensamble un Boeing 747 a partir de la chatarra.

Lo cierto es que las dudas de Hoyle tenían algo de fundamento. En el siglo XIX se acuñó un término llamado entropía, cuyo significado se expresó en una de las leyes fundamentales de la naturaleza, la Segunda Ley de la Termodinámica. La entropía ha recibido distintas definiciones a lo largo del tiempo. Popularmente se entiende como el grado de desorden de un sistema, una traducción lógica de su significado físico. En una de sus acepciones, la entropía mide la cantidad de energía inútil disipada en forma de calor por un sistema, por ejemplo una máquina.

La Segunda Ley afirma que la entropía de un sistema aislado siempre aumenta. El universo, como sistema aislado, camina en una dirección temporal, que es la misma que lo dirige hacia su máximo nivel de entropía. La Segunda Ley es el motivo, por ejemplo, de que una máquina de movimiento perpetuo sea algo incompatible con la física. Y también es la razón por la cual es imposible emplear el agua como combustible; el agua no puede quemarse porque ya está quemada: es hidrógeno oxidado, un residuo biológico final.

Desde que se definió por primera vez la entropía, surgió la pregunta sobre cómo aplicar el concepto a los sistemas biológicos, un tipo particular de máquinas. En 1875, el físico Ludwig Boltzmann hizo notar que la lucha de los organismos biológicos por la vida es en realidad una lucha por la «entropía negativa», es decir, la generación de un nivel superior de orden, gracias a la disponibilidad de la energía que se transfiere desde el Sol a la Tierra, desde un cuerpo caliente a otro frío. El también físico Erwin Schrödinger, el del famoso gato, definió una paradoja que hoy se conoce por su nombre: la Segunda Ley de la Termodinámica dicta que los sistemas aislados aumentan su grado de desorden; y sin embargo, los sistemas vivos logran justo lo contrario, acrecentar su nivel de organización. Tanto si nos fijamos en los organismos individuales como en la abiogénesis o en la evolución biológica, todo parece transcurrir en sentido contrario al que se esperaría según la Segunda Ley. ¿Cómo es posible?

La respuesta es muy obvia, pero no sus implicaciones; tanto no lo son que el asunto de la entropía en los sistemas biológicos ha mantenido ocupados a los biofísicos durante más de un siglo. En cuanto a la respuesta obvia, está claro que la vida no es un sistema aislado; solo hay que añadir el entorno y el Sol como fuente de energía para que el balance total de entropía sea positivo, como dicta la ley. Como ya entrevió Boltzmann y explicó Schrödinger, los organismos se alimentan de «entropía negativa», un concepto que luego fue reemplazado por el de energía libre; una planta cosecha la energía solar para construir, por ejemplo, moléculas de glucosa. Pero para conseguir un mayor grado de orden interno, todo organismo aumenta el desorden de su entorno, en forma de materia desorganizada (residuos) y disipación de energía no aprovechable (calor).

Con todo, algo es innegable, y es que la síntesis de una molécula de glucosa es un proceso termodinámicamente antinatural, ya que requiere saltar una barrera energética para que las cosas funcionen en sentido contrario a como lo harían de acuerdo estrictamente a las leyes de la física. Sin embargo, la experiencia nos muestra que esto sucede todos los días a nuestro alrededor y de forma natural en los sistemas biológicos, y los científicos lo han construido, deconstruido, replicado, experimentado y medido.

Pero ¿qué ocurre con la abiogénesis?

El problema de la abiogénesis es que no estábamos ahí para observar cómo se producía. Y desde luego, esto no es una obviedad. Nunca jamás llegaremos a conocer con certeza cómo y dónde surgió la vida en nuestro planeta. Pero experimentalmente podemos simular las condiciones de la Tierra prebiótica y sentarnos a observar si ocurre algo similar a lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años.

A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, innumerables experimentos se han acercado a la demostración de cómo la vida puede surgir a partir de la no-vida; en particular, el experimento de Miller-Urey, en 1952, fue crucial para demostrar que la abiogénesis era naturalmente posible. El argumento de Hoyle sobre el tornado y el 747 se desmonta por el hecho de que todos los pasos, tanto en los organismos individuales como en la evolución biológica, son casi infinitesimales; es decir, que toda complejidad es reducible a la suma de incrementos diminutos. Y si es así para la aparición de todas las innovaciones evolutivas (incluyendo casos clásicos como el ojo), también lo es para la abiogénesis: la vida fue el producto final de una serie increíblemente extensa de pequeños procesos que a su vez se dieron en innumerables formas de ensayo y error, de las cuales la mayoría fueron errores. La Tierra tuvo tiempo de sobra para eso.

Ahora bien, es cierto que continúa siendo imprescindible superar una barrera energética para mover las cosas en sentido contrario a lo que la física haría por sí sola; así pues, cualquier intento de explicar el origen de la vida debe cumplir este requisito. Mañana contaré la primera de las historias de este cierre de temporada, un fascinante experimento que no solo sostiene la posibilidad de la abiogénesis, sino que sitúa el origen de la vida en un ambiente completamente insospechado: el desierto.