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¿Es posible dispararse uno mismo en el pecho con un arma de caza?

La idea de una persona disparándose en el pecho con una escopeta o un rifle puede encajar casi en cualquier posición entre lo lógico y lo absurdo, según como cada cual quiera planteárselo. Imagino que lo hemos visto muchas veces en el cine, lo cual no es en absoluto una garantía de que pueda corresponder a una situación real. Pero entre la duda natural, y los esfuerzos que últimamente hace la actualidad por convertir en real lo impensable, es esperable que circulen las verdades alternativas.

Así que, donde muchos suelen invocar el imperio de la ley, algunos estamos aquí para invocar el imperio de la ciencia, que a diferencia del primero no viene arbitrariamente impuesto. Alguien tiene que actuar como simple pregonero de lo que la ciencia tiene que decir al respecto, siempre que la ciencia tenga algo que decir al respecto.

Miguel Blesa. Imagen de 20Minutos.es.

Miguel Blesa. Imagen de 20Minutos.es.

Y la ciencia ya lo ha dicho, hablando por boca de los científicos forenses, que son quienes en este caso tienen la experiencia y el conocimiento necesarios para llegar a una conclusión razonable amparada en las pruebas. La autopsia confirma que Miguel Blesa se suicidó, y punto. Ante este dictamen no cabe nada más que añadir.

Pese a todo, parece que no basta. Un ligero vistazo a Twitter y a los comentarios en las noticias de los medios descubre una avalancha de opiniones anónimas sosteniendo que los brazos son demasiado cortos para poder apretar el gatillo sujetando una escopeta o un rifle en el sentido contrario a su uso normal, es decir, con el cañón hacia el pecho.

Debo aclarar que por supuesto no soy un experto en ciencia forense, y que por añadidura no tengo la menor idea sobre el mundo de las armas de fuego. Pero creo que sí soy experto en dos cosas: una, en manejar documentación científica. Y dos, en hacerme preguntas y buscar fuentes autorizadas para responderlas. Así que animo a quien quiera verter conjeturas a que antes se decida a hacer esto mismo que he hecho yo. De verdad, incluso con el calor del verano, poner las neuronas a funcionar siempre es un ejercicio interesante que no enseñan en el gimnasio.

Lo primero que me viene a la mente tras leer sobre la muerte de Blesa es un nombre: Ernest Hemingway. Tratándose de uno de mis autores favoritos, de inmediato recuerdo que murió en su casa de Idaho por un disparo con una de sus escopetas. En un primer momento el suceso se hizo pasar por un accidente de caza, pero pronto quedó aclarado que se descerrajó el tiro voluntariamente. Hemingway padecía hemocromatosis, una rara enfermedad que se ha relacionado con diversos suicidios en su familia. En sus últimos tiempos, la cabeza ya no le regía bien.

Pero Hemingway se disparó en la cabeza, no en el pecho. Así, lo segundo que hago es telefonear a un amigo cazador. Le encuentro en su retiro vacacional, y apenas se ha enterado de lo de Blesa. A mi pregunta de si es posible dispararse a uno mismo en el pecho con una escopeta o un rifle, me regala una larga y profusa explicación sobre los tipos de armas, la longitud de los cañones, la sensibilidad de los gatillos y las posturas de disparo. Pero cuando le pido el monosílabo que necesito como conclusión, es un sí; sí, es perfectamente posible dispararse a uno mismo en el pecho con un arma de caza utilizando solo los dedos de las manos, sin ayudarse con un palo o con los pies. Aunque, añade, no todas las personas podrían hacerlo con todas las armas.

Lo siguiente que hago es bajar al sótano y simular mi propio suicidio. A falta de escopeta, bien viene una escoba. Compruebo que obviamente el gatillo quedaría más accesible si uno se dispara en la frente que en el pecho, pero también que todo es cuestión del ángulo de disparo. El ángulo de 90 grados es el que obliga a estirar más los brazos, pero reduciendo el ángulo en cualquier de los dos sentidos las manos llegan fácilmente a partes más lejanas del palo. Así que, imagino, los forenses de Córdoba habrán dictaminado que la longitud de los brazos de Blesa es compatible con el ángulo de entrada del disparo para que él mismo pudiera apretar el gatillo.

Un rifle de caza del mismo calibre (.270) que el utilizado por Miguel Blesa para suicidarse. Imagen de Wikipedia.

Un rifle de caza del mismo calibre (.270) que el utilizado por Miguel Blesa para suicidarse. Imagen de Wikipedia.

Lo último que hago es recurrir a las publicaciones científicas. Y sí, como era de esperar, hay infinidad de casos descritos de suicidios con escopetas o rifles de caza; de hecho, son las armas de fuego mayoritariamente elegidas para quitarse la vida en algunos países europeos, pero también en Canadá.

Yendo a datos concretos, un estudio de 2014 recopiló 57 suicidios con escopeta en una región de Turquía entre 2000 y 2007. De ellos, 34 fueron por disparos en la cabeza, 9 en el abdomen y 7 en el pecho, un 12,3% de los casos. En otro estudio de 2016 en Minnesota (EEUU), los disparos en el pecho sumaban el 21,5% de los casos de suicidios con escopeta. Curiosamente, en otro estudio recopilatorio en Estambul, casi la mitad de las mujeres que se disparaban con escopetas lo hacían en el abdomen, a pesar de tener generalmente los brazos más cortos que los hombres.

Por los datos de los expertos, parece claro que los suicidas suelen elegir dispararse en la cabeza; otro estudio publicado por forenses indios en 2015 dice: “Las heridas en los casos de suicidios por arma de fuego son generalmente en la región de la cabeza. Cuando se encuentra una herida en otro lugar, se levanta una ceja de sospecha”. Pero precisamente el motivo de este último estudio era el caso de un hombre muerto por un disparo de escopeta en el pecho y sobre el que existían sospechas de homicidio.

Con los datos recogidos en la escena del crimen y el resultado de la autopsia, los forenses concluyen que se trataba de un suicidio. El suicida había apoyado la culata del arma en el suelo y se había inclinado sobre ella para alcanzar el gatillo con la mano derecha, lo que había resultado en una trayectoria del disparo de derecha a izquierda y hacia abajo, es decir, desde la parte alta del pecho hacia la parte baja. Este último dato era el que había despistado inicialmente a los forenses, pero de hecho el estudio de Minnesota descubría que casi el 65% de los autodisparos con escopeta en el pecho estaban dirigidos hacia abajo.

Pero la mayor enseñanza que puede extraerse de dedicar un rato a escuchar lo que dicen los expertos es que emitir opiniones infundadas solo lleva a aumentar la confusión improductiva: entre los casos descritos de suicidios con rifles o escopetas se encuentran algunos muy rocambolescos, que cualquiera a primera vista creería imposibles. Un hombre en Turquía se suicidó con un disparo de escopeta por la espalda a 1,4 metros de distancia; ató el arma a un árbol y accionó el gatillo con una cuerda. Hay varios casos descritos en que, sí, por increíble que parezca, una persona se ha disparado a sí misma más de una vez. En un caso en Australia, un hombre se disparó tres veces con una escopeta. Otro suicida se disparó dos veces sucesivas con dos armas distintas.

Naturalmente, también hay casos en los que se intenta hacer pasar por suicidio lo que en realidad es un homicidio. En un caso en Sri Lanka, los forenses dictaminaron que las características de la herida de un hombre eran incompatibles con la posibilidad de que sus propios brazos de 65 centímetros hubieran podido dispararse a sí mismo un arma cuya longitud desde el extremo del cañón hasta el gatillo era de 79 centímetros.

Pero la ciencia forense no se deja engañar fácilmente; hoy incluso existen análisis estadísticos que permiten a los patólogos calcular la probabilidad de homicidio o suicidio a través del estudio de las heridas. La ciencia no es infalible, pero es lo más parecido que tenemos al mundo real. Claro que todo ser humano es libre para elegir si prefiere vivir en el mundo real o en su mundo imaginario favorito.

¿Las series de televisión provocan suicidios?

Para los investigadores Luca Perri y Om Sharan Salafia, del Instituto Nacional de Astrofísica de Italia, algo no cuadraba. Si, como se nos dice, el Trastorno Afectivo Estacional (TAE) causa unos mayores niveles de depresión en invierno, ¿por qué en cambio las cifras de intentos de suicidio en 28 países alcanzan su máximo anual en primavera en ambos hemisferios? Como astrofísicos, Perri y Salafia conocen bien la dinámica de los ciclos solares estacionales.

Se supone que abandonar los cuarteles de invierno, salir a la calle entre parterres floridos, solazarnos en las terrazas ante empañadas jarras de cerveza, vestir ropa más reveladora (y verla vestir a otros/as), todo ello debería auparnos el ánimo. Ya se sabe: la primavera, la sangre altera. ¿Por qué entonces hay más gente que en esta estación decide colocarse en el extremo equivocado de una soga o de cualquier otro artefacto mortal?

Ni cortos ni perezosos, Perri y Salafia construyeron una hipótesis: no es el sol… ¿Qué tal las series de televisión? Citando palabras del estudio:

La Depresión Post-Serie, también conocida como DPS, es la tristeza que se siente después de ver una serie larga. El sentimiento amargo cuando sabes que el viaje ha llegado a su fin, pero no quieres que termine. Esto se puede aplicar a cualquier serie, por ejemplo series de televisión, series de dibujos animados, o incluso series de cine.

Los efectos incluyen, pero no solo: un estado de depresión o tristeza, la incapacidad para comenzar otra historia, la necesidad de volver a ver la serie completa, el abuso de internet ligado a la serie, la creación de fanfiction.

Para poner a prueba su hipótesis, los dos investigadores eligieron una de las series actuales más longevas, populares y emitidas en todo el mundo, Anatomía de Grey, como ejemplo de «fenómeno universal y homogéneo». A continuación analizaron el patrón de emisión medio de las 12 temporadas ya producidas: una temporada suele comenzar en torno a la semana 38 del año, más o menos coincidiendo con el equinoccio de otoño en el hemisferio norte, hasta el descanso de invierno de la semana 49, con una reanudación hacia la segunda semana del nuevo año que se prolonga hasta el final de temporada en la semana 21.

Imagen de ABC.

Imagen de ABC.

Así, los científicos esperaban encontrar un aumento de la tasa de suicidios entre las semanas 21 y 38, junto con un repunte hacia final de año. Pero al solapar el ciclo anual de Anatomía de Grey con el gráfico de las tasas de suicidios, surgió la gran sorpresa: los mayores aumentos en las cifras de suicidios se producen durante la emisión de la temporada, descendiendo una vez que la serie ha finalizado. El mínimo anual coincide con el momento en que comienza una nueva temporada, y a partir de entonces los intentos de suicidio empiezan a remontar, deteniéndose brevemente en la pausa de fin de año para luego trepar en una frenética escalada hasta el gran final. Escriben Perri y Salafia:

Tendencia del número de intentos de suicidio a lo largo del año. Las franjas rojas representan los períodos medios de emisión de las temporadas de 'Anatomía de Grey'. Imagen de Perri y Salafia.

Tendencia del número de intentos de suicidio a lo largo del año. Las franjas rojas representan los períodos medios de emisión de las temporadas de ‘Anatomía de Grey’. Imagen de Perri y Salafia.

Por tanto, sugerimos que es la propia serie, con sus tormentosas aventuras amorosas y tensas relaciones, la que aumenta la depresión del espectador. Por el contrario, el final de la temporada es un momento de liberación para los espectadores, cuyos intentos de suicidio descienden drásticamente.

Pero por supuesto, todo ello no es sino una gran broma; ya les advertí ayer de que iba a comentar un nuevo y precioso caso de correlaciones espurias. Tras detallar sus conclusiones, Perri y Salafia desvelan el propósito real de su estudio, disponible en la web de prepublicaciones arXiv.org: poner de manifiesto las correlaciones epidemiológicas que con tanta frecuencia se publican en la literatura médica sin justificar ningún vínculo real entre presunta causa y supuesto efecto. Una preocupación que también lo es de este blog, como ya sabrán si se han pasado alguna otra vez por aquí. Los investigadores aclaran:

Este estudio, junto con otros (por ejemplo, el que encontró una correlación entre el número de personas ahogadas tras caer a una piscina y las apariciones cinematográficas de Nicolas Cage), podría ser una advertencia a los científicos de que sean cautos con las correlaciones espurias. Una correlación espuria surge, por ejemplo, cuando se comparan mediciones que dependen de la misma variable. En este caso, la correlación es simplemente la consecuencia de la dependencia común de las mediciones en esa variable, y no de una correlación real entre las mediciones.

Un ejemplo de esto último ya fue comentado en este blog, a propósito de un estudio que pretendía correlacionar el consumo de Viagra con el riesgo de melanoma. Los propios autores de aquel trabajo reconocían que los principales consumidores de Viagra eran hombres con un mayor nivel económico, «que probablemente pueden costearse más vacaciones al sol» y que «tienden a tomar más el sol», y que además «buscan atención médica más a menudo para los lunares de la piel, lo que lleva a un mayor riesgo de diagnóstico de melanoma». Es decir, que lo que aumenta el riesgo de melanoma, como está ya bien establecido, no es la Viagra, sino tomar el sol.

En el caso del estudio de Perri y Salafia, la trampa que los investigadores tienden con fines de pedagogía científica es que sí existe una ligera estacionalidad de las tasas de suicidios, y coincide casualmente con los ciclos de las series. Ligera porque, si se fijan, el gráfico no refleja cifras absolutas, sino cambio en la tendencia, que a lo largo del año oscila solo entre 0,9 y 1,2; si se representaran las cifras absolutas en la muestra de 28 países, el aspecto de los picos y valles sería mucho menos espectacular. Esta manipulación de los datos, maliciosamente consciente en el caso de Perri y Salafia, es algo también frecuente en los estudios de correlaciones motivadas por intereses, como también expliqué aquí.

Andreas Lubitz, el demonio vestido de azul

¿En qué cabeza cabría que ese tipo vestido de azul que nos recibe sonriente a la entrada del avión esté calculando el momento del vuelo en el que pondrá fin a nuestras vidas? Entre el 7 y el 40% de la población padece miedo a volar. Un pequeño estudio en Noruega determinó que los sucesos del 11-S no habían provocado un aumento del pánico a los aviones, pero sí que a las razones clásicas de esa fobia –si es que la fobia tiene razones– se había unido el miedo a un acto terrorista. Ahora, a las posibilidades del fallo mecánico, del error fatal de los pilotos o del atentado, tal vez se una otra nueva causa de temor, algo que hace solo una semana nos habría resultado inimaginable.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Andreas Lubitz, copiloto del vuelo siniestrado de Germanwings, en una carrera en 2009. Imagen de EFE/Foto-Team-Mueller.

Es cierto que, como ya se ha publicado estos días en los medios, Andreas Lubitz no ha sido el primer piloto que ha estrellado su avión a propósito con la intención de llevarse las vidas de otros a su infierno particular. Hasta en 13 ocasiones existe la certeza o la sospecha de que fue el piloto quien causó la colisión deliberadamente, sin contar los casos en los que un terrorista se ha hecho con los mandos. El del vuelo de Germanwings ha sido el último, pero el inmediatamente anterior en la lista es el vuelo 370 de Malaysia Airlines, que desapareció hace un año en el mar sin dejar rastro y sobre el cual recae la especulación, tal vez sin llegar jamás a confirmarse, de que pudo sufrir el mismo destino.

Y sin embargo, ahí tampoco acaba la historia. Como comenté aquí el fin de semana, un reciente estudio epidemiológico sobre los suicidios en el puesto de trabajo en EE. UU. revelaba que «el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Los autores no afirman que el acceso a tales medios aumente el índice de suicidios, pero sí que el disponer de un arma, en su sentido más amplio, incita a los suicidas a utilizarla como medio de quitarse la vida. Y no cabe duda de que un avión es un arma.

Tal vez por eso, si ampliamos el foco también a los aviones privados, los datos resultan aún más escalofriantes: entre el 2 y el 3% de todos los accidentes aéreos, incluyendo los de avionetas ligeras, podrían deberse al suicidio, según datos recogidos por el psiquiatra alemán Bernhard Mäulen, del Institut für Arztegesundheit en Villingen. Sin embargo al propio Mäulen, que ha estudiado sucesos similares, le ha desconcertado el caso de Andreas Lubitz. «Sí, como psiquiatra me ha sorprendido que una persona que presumiblemente estaba sufriendo depresión y quizá pensamientos suicidas llegara a ejecutar su deseo de muerte personal por medio de un avión de pasajeros con unas 150 personas a bordo», me escribe en un correo electrónico. «Las barreras intrapsíquicas para dar un paso tan extremo son enormes y muy difíciles de superar», añade.

En uno de sus estudios publicado en 1993, Mäulen apuntaba que «los rasgos de una personalidad narcisista son de importancia primordial para la elección de este método de suicidio». Pero hoy admite: «Los rasgos de personalidad de alguien que combina el suicidio con el asesinato en masa son materia de especulación, porque hasta donde sé cualquier tipo de personalidad puede y cometerá suicidio si la enfermedad psiquiátrica es muy grave». Es decir, que la conducta de Lubitz resulta casi inclasificable incluso para la psiquiatría: «Uno podría argumentar que un piloto que intencionadamente estrella un avión contra una montaña matando a todos los pasajeros, incluyendo niños, tendría que exhibir algún desorden de personalidad antisocial, pero no conozco ningún estudio científico que lo pruebe», señala Mäulen.

La misma opinión sobre la diversidad de estos casos es la que me transmite el médico finlandés Alpo Vuorio, especialista en medicina de la aviación y director de un reciente estudio sobre lo que técnicamente se conoce como «suicidio asistido por avión». «Todos estos tristes casos son casos individuales», advierte. «Cada caso es único. No sé lo suficiente del caso para comparar, pero suelen compartir ciertos rasgos comunes, como una crisis en una relación o una situación vital extremadamente difícil».

Desde el punto de vista epidemiológico sí existe un perfil definido; y Lubitz lo calcaba, según el epidemiólogo de la Universidad de Columbia (EE. UU.) Guohua Li, coautor de un estudio comparativo sobre el suicidio por avión y que ha estudiado extensamente la influencia del factor humano en la aviación. «Joven, sexo masculino, condiciones psiquiátricas preexistentes, particularmente depresión», resume Li; «Sí, encaja en el perfil casi a la perfección». Sin embargo, el epidemiólogo también subraya que el de Lubitz es un caso raro, solo equiparable a uno de entre 37 que ha tenido ocasión de analizar. «Es probable que el copiloto de Germanwings tomara antidepresivos, que se sabe que aumentan el riesgo de suicidio y homicidio».

Así pues, y para los expertos consultados, es complicado prever un comportamiento como el de Lubitz desde el punto de vista psiquiátrico. Según constatan los autores de otro estudio publicado en 2004 en la revista Psychiatric Bulletin, «la rareza del suicidio o el homicidio-suicidio en un avión hace que estos fenómenos sean virtualmente imposibles de predecir». Vuorio apunta un dato que puede ayudar: «Nuestro estudio mostró también que en la mayoría de los casos había alguien que sabía del intento, pero este conocimiento no estaba al alcance de los responsables médicos», algo que se ha sugerido estos días en los medios a raíz de las declaraciones de una antigua novia del copiloto a quien este dijo que todos conocerían su nombre.

Pero si los propios psiquiatras especializados reconocen que la detección de tales casos es compleja, ¿es científicamente sostenible responsabilizar judicialmente a las aerolíneas? Y tal como se ha propuesto en los medios, ¿serían mejorables los tests que evalúan la idoneidad de los pilotos? Mäulen da por hecho que Germanwings ya emplea todos los medios disponibles para vigilar la salud mental de su personal de vuelo: «Dudo mucho de que en este caso la aerolínea no haya hecho todo [lo posible] e incluso más para excluir a los pilotos que no son aptos para el servicio», asegura. «Todo el mundo que trabaja en salud de la aviación sabe que estos casos son raros pero entrañan un gran desafío», agrega Vuorio.

El finlandés, sin embargo, añade un tal vez polémico comentario relativo a las noticias divulgadas sobre el temor de Lubitz a que sus trastornos le impidieran ejercer su profesión: «Necesitamos confianza y una cultura abierta; contar los problemas no tendría por qué ser el fin de una carrera, sino el momento en el que el piloto recibiera tratamiento y una evaluación adecuada y justa». Algo parecido opina Li, para quien «habría que eliminar el estigma social persistente asociado a los desórdenes mentales». Pero ¿sería admisible para los pasajeros volar bajo el mando de un piloto con un historial de enfermedad psiquiátrica?

En resumen, la visión de los expertos de cara a las posibles mejoras que prevengan casos como el de Germanwings no es muy halagüeña. Mäulen apoya la medida de obligar a que siempre haya dos tripulantes en la cabina del avión: «Tendremos que ver qué tal funciona, puede que resulte o que no»; pero termina advirtiendo: «Por mucho que lo deseemos, la seguridad absoluta es una ilusión». En cambio, Li considera que Europa se encuentra en desventaja respecto a EE. UU. en lo que se refiere a la vigilancia de sus pilotos: «Especialmente en la Unión Europea, los actuales estándares médicos de seguridad para los pilotos son inadecuados y están desactualizados; deben revisarse y reforzarse. Por ejemplo, los pilotos de aerolíneas en EE.UU. han estado sometidos a tests obligatorios de alcohol y drogas durante más de dos décadas, pero no así en otros lugares».

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

Miembros de los equipos de rescate en el lugar del siniestro del vuelo de Germanwings. Imagen de EFE/Francis Pellier.

El factor geográfico que Li sugiere no se aplica solo al control de los pilotos. Muchos pasajeros volamos con la sospecha, cuando no el convencimiento, de que no corremos el mismo riesgo de accidente según la región del mundo en la que embarquemos. Si usted también es uno de los que piensan así, sepa que está en lo cierto: según la Comisión Europea (CE), «los pasajeros europeos pueden estar expuestos a mayores riesgos de seguridad cuando operan o viajan a las regiones con infraestructuras de aviación subdesarrolladas o marcos deficientes de regulación». Pero ¿no se supone que existen estándares internacionales? Responde la CE: «Los informes de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI) [organismo de las Naciones Unidas] indican que el nivel medio de implantación de los estándares internacionales de seguridad en aviación civil en todo el mundo es de solo el 57%». Y si pensamos en cuestiones críticas como el mantenimiento de las aeronaves, el estado de las instalaciones o la formación del personal, ¿cuánto más en algo tan difícilmente objetivable como la criba psicológica de los pilotos?

Sin embargo, la tragedia del vuelo GWI9525 ha salpicado a un país como Alemania, siempre tenido por modelo de eficiencia y fiabilidad. Vuorio no oculta su sorpresa ante el hecho de que el suceso haya ocurrido en Europa. Pero Li opina que el factor geográfico no solo es cuestión de seguridad, sino que también afecta incluso a las investigaciones sobre los accidentes. Según el epidemiólogo, la rapidez y eficacia de las autoridades al resolver e informar sobre la causa de la colisión obedecen al hecho de que «ocurrió en un tercer país que tiene jurisdicción plena para investigar y está libre de cualquier conflicto de interés». «Si la colisión se hubiera producido en Alemania, dudo que la determinación se hubiera hecho tan deprisa», presume Li, basándose en los antecedentes que incluyen el caso del vuelo 370 de Malaysia Airlines: «Incidentes previos que implicaron a vuelos de las líneas aéreas egipcias o malasias sugieren que las autoridades del país hacen todo lo posible para retrasar, desviar y encubrir a causa de los conflictos de interés económicos y legales inherentes».

Los suicidios en el puesto de trabajo, ligados al «acceso a medios letales»

En estos funestos días, periodistas de todos los medios rebuscan entre sus contactos por la «p» de psicólogo o de psiquiatra, en el intento de localizar a un profesional experto que les explique cómo es posible que un ser humano decida estrellarse contra una montaña a 500 kilómetros por hora arrastrando detras de sí a otras 149 personas, algunas de las cuales apenas habían tenido la oportunidad de empezar a vivir. Si se confirma que fue eso lo que realmente sucedió –de lo cual ya parece que quedan pocas dudas–, y por mucho que nos lo expliquen, si es que alguien puede llegar a explicárnoslo, nunca lo entenderemos.

De hecho, a quien suscribe el suicidio le parece la suprema manifestación de no haber merecido la vida, salvando las excepciones a esta regla general en las que alguien sufre un dolor insoportable o una existencia apreciablemente peor que el carecer de ella. Y salvando también los casos esporádicos en los que existe un trastorno clínico objetivo que obliga a ello. Ojo: no me refiero a la incapacidad de encontrarle sentido a seguir caminando por el mundo, se le ponga a esto el nombre que se le ponga; allá cada cual. Pero que no jodan a otros.

Sin embargo, existen determinados casos en los que una condición médica puede verdaderamente inducir una propensión al suicidio. El gran Ernest Hemingway dijo que «la verdadera razón para no cometer suicidio es que sabes cuán formidable se vuelve la vida de nuevo una vez que el infierno ha acabado». En la madrugada del 2 de julio de 1961, el escritor se volaba la cabeza con una escopeta. Pero no fue hasta años después cuando se descubrió que Hemingway padecía hemocromatosis, una dolencia genética heredable que inunda la sangre con niveles tóxicos de hierro.

La actriz Margaux Hemingway en la película 'Lipstick' (1976). Imagen de Paramount Pictures.

La actriz Margaux Hemingway en la película ‘Lipstick’ (1976). Imagen de Paramount Pictures.

No parece claro si fue el dolor o el estado mental inducido por la enfermedad lo que llevó a Hemingway a quitarse la vida; pero es un hecho que su abuelo, su padre, su hermano, su hermana y su nieta, la preciosa actriz y modelo Margaux, también cometieron suicidio. La hermana menor de Margaux, Mariel, decía en un reciente documental sobre el historial de enfermedad mental de su familia: «El suicidio no tiene razón de ser. Algunas personas piensan en ello durante años y lo planean. Para otras, son 20 minutos oscuros de su vida en los que deciden quitarse la vida sin venir a cuento. Es muy aleatorio, es muy aterrador». Las palabras de Mariel casi parecen pronunciadas esta misma semana.

También entre los presuntos condicionantes clínicos, en 2012 un inquietante estudio en la revista The Journal of Clinical Psychiatry vinculaba los daños cerebrales causados por el parásito Toxoplasma gondii con intentos de suicidio. Este protozoo es el causante de la toxoplasmosis, y el motivo por el que los médicos suelen aconsejar a las embarazadas que eviten el contacto con los gatos. Sin embargo, la infección es tan común que su prevalencia se calcula entre un 10 y un 20% de la población. La codirectora del estudio, Lena Brundin, de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.), dijo entonces a propósito de su trabajo: «Investigaciones anteriores han encontrado signos de inflamación en el cerebro de víctimas de suicidio y de personas que luchan contra la depresión, y también hay informes previos que ligan a Toxoplasma gondii con intentos de suicidio». «En nuestro estudio encontramos que si eres positivo para el parásito, es siete veces más probable que intentes suicidarte».

Pero si el suicidio más cruel y atroz es aquel que se convierte en el dato anecdótico de un asesinato en masa, en cambio el más vacío es quizá el que se lleva a cabo por simple imitación, una práctica terrible que afecta en mayor medida a los adolescentes. En 1974 el sociólogo David Phillips, entonces en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, acuñó el término Efecto Werther por la novela de Goethe publicada 200 años antes, cuyo protagonista ponía fin a su vida con una pistola tras ser rechazado por su amada. En su estudio en la revista American Sociological Review, Phillips escribía: «La novela de Goethe fue ampliamente leída en Europa, y se dijo que personas de muchos países imitaron la manera de morir de Werther».

El sociólogo incluía una cita del propio Goethe mencionando el fenómeno y añadía que el contagio de suicidios nunca fue demostrado de forma concluyente, pero que la novela fue prohibida en Italia, Leipzig (Alemania) y Copenhague (Dinamarca). Lo que sí demostraba Phillips es que «los suicidios aumentan inmediatamente después de que una historia de suicidio se haya publicitado en los periódicos en Gran Bretaña y en Estados Unidos», algo que el autor analizó para el período 1947-1968. La descripción del Efecto Werther impuso en la prensa de muchos países la costumbre de no informar sobre suicidios. Los comportamientos de imitación han sido corroborados por estudios posteriores, e incluso la Organización Mundial de la Salud dispone de unas directrices destinadas a los medios de comunicación para orientar sobre cómo informar de suicidios (versión española aquí).

Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings estrellado esta semana en los Alpes. Imagen de ATLAS.

Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings estrellado esta semana en los Alpes. Imagen de ATLAS.

El suicidio en el puesto de trabajo es otra forma particular de este acto final de insania. Será tarea de los psicólogos encajar la conducta del copiloto Andreas Lubitz en un patrón que resulte académicamente canónico, o que abra un nuevo epígrafe en los textos de psicología. Pero si todo procedió como se dice, lo cierto es que la monstruosidad de Lubitz fue un suicidio en el puesto de trabajo, algo que a quienes hemos trabajado en ciencia no nos resulta desconocido. Algunos científicos se han incluido a sí mismos dentro de esta nómina, incluyendo un eminente investigador español. El último caso, hasta donde me consta, sucedió el 5 de agosto del año pasado, cuando el científico japonés Yoshiki Sasai, de 52 años, se ahorcó en su centro de investigación tras haberse demostrado la falsedad de dos estudios sobre células madre en los que había participado, aunque él no tenía culpa alguna del fraude.

Ahora, un nuevo estudio aborda específicamente el suicidio en el puesto de trabajo, y la alarmante conclusión es que se trata de un fenómeno escaso, pero en crecimiento. Según las estadísticas recogidas por los investigadores del Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo de EE. UU. (NIOSH), en aquel país 1.700 personas se quitaron la vida en su puesto de trabajo entre 2003 y 2010, una cifra aún pequeña en comparación con los 270.500 que cometieron suicidio fuera de sus ocupaciones laborales. En el período estudiado la tendencia fue decreciente de 2003 a 2007, pero a partir de ese año se disparó. El total de suicidios, dentro y fuera del trabajo, está a la par con las muertes por accidente de tráfico como primera causa de muerte violenta en EE. UU.

Según detallan los investigadores en la revista American Journal of Preventive Medicine, el perfil del suicida en el puesto de trabajo es un hombre (15 veces más que mujeres) que supera lo que tradicionalmente solíamos entender como edad de jubilación; la incidencia de los 65 a los 74 años es cuatro veces mayor que de los 16 a los 24, y en general crece con la edad. En cuanto a las profesiones más afectadas, los investigadores agrupan los datos por epígrafes; pero desglosando por ocupaciones concretas (entre paréntesis, la tasa de suicidios por cada millón de trabajadores), en cabeza figuran los granjeros y rancheros (10,0), seguidos de los empleados de mantenimiento y reparación (7,1) y sus supervisores (7,1), mecánicos de automóviles (6,2), guardas de seguridad y de parques (5,9), agentes de la ley, bomberos y detectives (5,1), empleados en agricultura, pesca o alimentación (5,1), supervisores de servicios de comidas (4,5), supervisores de la construcción (3,2) y camioneros (3,1).

En total, el 48% de estos suicidios se llevaron a cabo con armas de fuego, mucho más extendidas en EE. UU. que en otros países. Este porcentaje sube al 84% para los agentes de la ley y cuerpos de seguridad. En los granjeros, el grupo de mayor riesgo, los métodos más empleados son también las armas, junto con el ahorcamiento. Según expone en un comunicado la directora del estudio, la epidemióloga Hope Tiesman, «la ocupación puede definir en gran medida la identidad de una persona, y el puesto de trabajo puede afectar a los factores psicológicos de riesgo de suicidio, como la depresión y el estrés».

En su artículo, los investigadores añaden una conclusión que resulta trágicamente lapidaria en estos días: «Este estudio también parece apoyar la hipótesis de que el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Y una recomendación: «El lugar de trabajo debería considerarse un emplazamiento potencial para implementar tales programas [de prevención] y formar a los supervisores en la detección de conductas suicidas». Ante lo que cabe preguntarse: ¿es posible detectar conductas suicidas? ¿Preguntar a un piloto en un test psicológico si tiene intenciones de suicidio no recuerda algo a los famosos formularios de entrada a EE. UU. en los que uno debe responder si alberga planes de matar al presidente?